Un camino de luz e historias

Elizabeth Strout, My Name Is Lucy Barton, Penguin Books, 2016.

Lucy Barton se recupera de una operación en un hospital de Nueva York. La visita de su madre, que le cuenta historias de la pequeña comunidad rural en la que vivían, amenaza con alterar la percepción de la vida que se ha construido. A través de las historias de la vida familiar, fragmentos de memorias y retazos de la historia viva de Amgash, Illinois, Lucy nunca pierde su inconsolable solidaridad con los desposeídos. Como receptora de esta historia oral, Lucy adquiere su voz como escritora, se hace capaz de hilvanar un tejido hecho de relatos que dibujan el mapa de un país en su momento presente, un palimpsesto geográfico hecho de visiones, de fragmentos de una vida que ha ido conformando su identidad.

Habiéndose criado en los espacios de la desolación, en un garaje destartalado rodeado de grandes extensiones de maizales donde ella y sus hermanos crecieron hambrientos y suspicaces, Lucy ha interiorizado un sentimiento traumático de la existencia. Quizás haya una pequeña esperanza, pero ¿cómo pueden percibirla aquellas personas que no han conocido jamás la oscuridad y el horror? El conocimiento les corresponde a aquellos que han llegado a la gran ciudad cruzando la frontera, aquellos que han visitado los territorios de la miseria y el dolor.

Precisamente la miseria de sus orígenes le otorga esa visión más noble y trascendente que le permite comprender las perspectivas más complejas de la creación artística. El dolor y la virtud que la habían estigmatizado frente a la clase social del privilegio, finalmente producen el ensanchamiento de su comprensión del mundo, la iluminación de una verdad tan dura que no puede ser contada.

Su convalecencia en el hospital, siempre atenta al perfil del edificio Chrysler que se ve desde la ventana, le permite alumbrar un hilo de historias que su madre le irá contando, descifrando una crianza aislada y silenciosa, marcada por el frío puritanismo de su raza. Las historias de su familia posibilitan el reencuentro con sus orígenes, el punto de partida para el libro que Lucy ya ha comenzado a escribir al tiempo que la leemos.

Los terrores de su infancia son inseparables del sentimiento de pertenencia a las tierras del Medio Oeste, a esos campos en los que crece el maíz ignorándolo todo sobre los corazones de los niños. La fantasía muy pronto se convirtió en un medio de escape, una estrategia para ahuyentar el frío. Sabe que lo que necesita no es regresar a un pasado que la violenta, a no ser que sea para clausurarlo en el acto de la escritura. Lo que necesita es fuerza y templanza, una nueva seguridad para iniciar un nuevo futuro.

¿Es posible encontrarse a una misma partiendo de un horizonte de deprivación? Lucy Barton es apenas consciente de que el dolor de su experiencia le proporciona una más adecuada materia moral para la creación que la cultura sofisticada que nunca pudo adquirir. Hay un elemento de compasión en el alma del género humano que no está trascendiendo, quizás, como debiera. Desde el lugar que ocupa en el linaje de los desfavorecidos, Lucy está capacitada para contar esa historia.

Nuestra autobiografía es el relato de un sacrificio por el que nos ofrecemos a Dios y nunca somos suficiente. El conocimiento de la necesidad de este ofrecimiento tiene algo de complicidad furtiva, de iluminación inconsciente. A través de sus conversaciones, Lucy y su madre llegan a la certeza de la necesidad de sobreponerse a un lugar oscuro del que ambas provienen y que encierra maldades no dichas. Hay una melancolía que se inserta en los fragmentos de la memoria, en la savia oculta de la infancia. Hay una inocencia en las madres que sufrieron visiones sobre sus hijas. Los hilos de las conversaciones que madre e hija van enlazando amenazan con converger en el centro del pánico, un espacio tejido por los silencios que desde el principio se instauraron en la vida familiar. De todo esto, de estas elipsis del dolor, Lucy quiere dar testimonio.

“La gente sobre la que escribo está desapareciendo”, ha declarado Elizabeth Strout en su perfil de 2017 para el New Yorker. Como Lucy Barton, Strout abandonó su pueblo natal, se casó y se mudó a Nueva York. Como Lucy hace en la novela, Strout abandonó a su primer marido cuando su hija Zarina se fue a la universidad. Como su personaje, Elizabeth Strout volvió a casarse. Su segundo marido, un profesor de Derecho en Harvard, procede de Maine. Ambos comparten esa querencia por el lugar del origen, esa relación de apego y de fascinación con los pequeños pueblos hundidos de la desolación.  

El edificio Chrysler iluminado en la noche que se ve desde la ventana del hospital en la novela representa la esperanza en el progreso de la virtud y la belleza, la seguridad del camino del éxito que ha sacado a Lucy de Illinois. Hay una conciencia política, un sentimiento vertido en la historia. Quizás en el transcurso de su vida, Lucy parece concluir finalmente, ya ha conseguido superar esa postración. Quizás las nuevas generaciones nacerán libres.

El tiempo de la escritura

Tillie Olsen, Silencios, Las Afueras, 2022.

La historia literaria está atravesada por las palabras que nunca fueron escritas, por los silencios a los que se refiere Tillie Olsen en las dos conferencias que conforman este libro, Silencios, prologado por Marta Sanz (Las Afueras, 2020), esas visiones que no llegan a alcanzar la conciencia creativa por las circunstancias del destino individual o quizás porque nuestra sociedad privilegia otras vicisitudes más prácticas de la existencia.

Hay quienes, como Rimbaud, experimentaron el silencio como una condena trágica. Otros, como Melville, con la conciencia despierta frente a las necesidades alimenticias, ese trabajo en la aduana que le proporcionaba un sustento pero que le robaba el tiempo y la paz necesarios para la escritura de sus novelas. El tiempo, tantas veces el grial perdido. Apenas hay escritores que no hayan sufrido la escasez de las horas, la impotencia al no poder aniquilar los contratiempos de la vida común.

El aplazamiento de la escritura ha sido una constante en la historia oculta de la literatura. Ha habido quienes han sentido una especial presión para suprimir sus voces, autores determinados por los silencios impuestos por su raza, sexo o clase social. Hay muchos autores negros norteamericanos de una sola novela. Otros no han visto la oportunidad de sentarse a escribir hasta que les ha sobrevenido una larga enfermedad. O algunas, como Laura Ingalls Wilder, no han roto su mutismo hasta pasados los sesenta años. También están los silencios pesados y dolorosos de las personas dotadas de sensibilidad pero privadas de formación, un tema abordado por Rebecca Harding Davies, autora norteamericana de finales del siglo XIX a la que Tillie Olsen le dedica un ensayo que no aparece en este volumen.

Kafka se lamenta del poco tiempo que le queda para escribir tras su trabajo en la oficina. Se da una dificultad en canalizar las energías creativas que quedan acumuladas en alguna parte de la conciencia. No hay tiempo para dejar fluir la escritura, para dominar el monstruo de la inspiración. Las páginas escritas apresuradamente, los breves destellos de inspiración no encauzada, los manuscritos que terminan en el fuego de la chimenea… Todo ello es silencio. La escritura se vive como un tormento, como una batalla que se considera perdida de antemano pero que se siente como la tarea natural de una vida que no debe dedicarse a otra cosa.

Estas circunstancias materiales y sociales que rodean las necesidades de la creación explican el silencio de la mujer durante siglos. Las primeras escritoras que empezaron a consagrarse en el siglo XIX y principios del XX eludieron la maternidad, y muchas de ellas también el matrimonio. Las que sí se casaron y tuvieron que enfrentarse a las tareas domésticas, como Katherine Mansfield, vivieron esto como un suplicio. Los trabajos del amor y los cuidados tan frecuentemente se han interpuesto con la creatividad, que requiere una dedicación extrema. La disponibilidad de servicio doméstico cambiaba mucho las cosas, por lo que han sido las escritoras de extracción humilde las más silenciadas.

Olsen concluye su ensayo “Silencios” enumerando la letanía de las interrupciones en su propia vida creativa. Los períodos de libertad y creación son escasos. “Se nos niega una vida consagrada a la escritura”. Parece más fácil rendirse. Sin embargo todo silencio es resultado de una violencia, nunca una elección de la propia voluntad.

En 1972, Jean Mullens llevó a cabo una investigación sobre el índice de autoras femeninas en las lecturas recomendadas a los estudiantes de primer curso en las universidades norteamericanas. La conclusión resultó inquietante: solo una autora por cada doce autores. Pareciera que la experiencia masculina en el arte y en la literatura se entendería como dotada de unos valores de universalidad y humanidad plena y que lo escrito por las mujeres se decantase por ser “otra cosa”.

El trabajo creativo requiere una dedicación plena, una soledad deliberada, el desarrollo de las facultades de una conciencia profunda. Es raro, nos dice Olsen, conseguir crear una obra sustancial si no se dan las circunstancias que posibilitan esta dedicación extrema. La obra consume todo el tiempo de la existencia.

Escritura y deseo

Janet Malcolm, La mujer en silencio. Sylvia Plath & Ted Hughes, Gedisa Editorial, 2017.

¿A quién le pertenece Sylvia Plath? La trama del célebre ensayo de Janet Malcolm, La mujer en silencio, se centra en el encendido conflicto entre los biógrafos de Plath y los Hughes (especialmente Ted y su hermana Olwyn) a partir de la publicación de Ariel en 1965, la colección póstuma de poemas brillantes y oscuros sobre la muerte que catapultó a Sylvia Plath al Olimpo de las Letras.

Janet Malcolm trata de restaurar el nombre de Ted Hughes, víctima de la deshonra tras el suicidio de Sylvia el 11 de febrero de 1963 abriendo la llave del gas de la cocina de su apartamento. Ted Hughes acababa de iniciar una relación adúltera con la artista Assia Wevill, con la que estaba de viaje por España, mientras Sylvia cuidaba en Londres de sus dos hijos pequeños en el invierno más frío en décadas, afrontaba las facturas y se levantaba cada mañana para escribir los poemas que consolidarían su fama literaria. Tenía 30 años.

Después de que Ted hubiera sido objeto de la ira de los biógrafos de Plath durante décadas, una situación a la que él intentó hacer frente ejerciendo un férreo control sobre sus derechos de copyright sobre las obras de Sylvia, a comienzos de la década de los 90 Janet Malcolm se propuso escribir este ensayo para articular, a través de la revisión pormenorizada de algunos de los momentos más controvertidos de la historia escrita del matrimonio Plath-Hughes, su propia crítica a los géneros de la biografía y la crítica literaria, que en su opinión son víctimas de la subjetividad de sus autores, de imprecisiones que acaban por sentar cátedra, de opiniones que son elaboradas hasta ser tomadas por datos. ¿Quién decide cuál es la verdad objetiva del biografiado? El género de la biografía no es sino más que un método para producir un relato producto de muchos relatos superpuestos, a veces basados, ciertamente, en chismes y habladurías, en recuerdos borrosos de familiares y amigos, en el poco honroso oficio que acerca al biógrafo al periodista, y también al novelista: aquel que se inventa un cuento con una base equívoca y fluctuante en los hechos que borró la historia y que ya apenas nadie puede atestiguar.

Como lectores, desconfiamos. Malcolm nos enseña a cuestionar la legitimidad de todos los relatos, casi siempre gloriosos, de las hagiografías, de los cuentos de hadas en que se basan todas las historias de buenos y malos, de víctimas y verdugos, incluso de la furia, un tanto cándida, del feminismo. Lo que tiene entre manos es un interrogante lúcido sobre la verdadera significación del periodismo y el (limitado) alcance de su ética, sobre el valor de los géneros de no ficción, sobre los críticos y biógrafos que escriben a ciegas persiguiendo un sueño, conscientes de su necesidad de causar una sensación, de justificar su propio voyeurismo y el de sus lectores, de hacerse oír.

A lo largo de su carrera, en sus ensayos Malcolm se cuestionó la ética del periodista, las motivaciones del biógrafo y del crítico literario, un asunto que es vivamente nutrido por la controversia de la vida póstuma del matrimonio Plath-Hughes: el mal marido que decepcionó a Plath para luego verse universalmente condenado por los adoradores de su esposa suicida, pues Sylvia fue una víctima deseante, la poeta visionaria que ya nunca estará muerta del todo, que renace para hablar por boca de sus devotos en una ruidosa cacofonía.

Hughes aparece, finalmente, como el antihéroe que aprende a desplegar su cautela tras haber sufrido un destino profundamente trágico: el presente, como él aprendió, engulle rápidamente cada decisión mal tomada, cada uno de nuestros errores, para transformarlos rápidamente en un pasado irreparable contra el que quizás hemos de articular nuestra defensa durante el resto de nuestras vidas.  

Dereitos espirituais

Rebecca Harding Davis, A vida na fundición, 1861, Hugin e Munin, 2020.

Rebecca Harding Davis inspirouse na industria siderúrxica da súa cidade de Virxinia para escribir A vida na fundición, publicada en 1861 e agora editada por Hugin e Munin. O espazo no que transcorre a traxedia de Hugh Wolfe é unha vila fabril de rúas lamacentas. O fume penetra as vidas das moreas de traballadores esmorecidos. Tamén hai un río amarelo que é longo e doente como a mesma escravitude.

Se a vila é unha gaiola, a fundición de Kirby & John’s, onde se funde o metal para as ferrovías, é un inferno, unha máquina diabólica que se acende na noite, un anfiteatro onde se representa a rendición do home perante o fragor dos fornos, dos lumes sufocantes, a obra mestra do Capital. Hai un soño antigo de verdes pradarías solleiras que xa foi case esquecido. A existencia dos traballadores é cinza e feluxe, unha dor que avanza coma o río Ohio onde se transporta o carbón.

Ao fogueiro Wolfe consómeo a obsesión pola arte. Nos refugallos do ferro, o korl, insculpe fantásticas figuras nas horas que lle rouba ao sono. O material da súa escravitude é o mesmo a partires do cal xorde a creación clandestina. A súa obra e unha obreira co espírito esfameado, unha interrogación rebelde perante Deus. A iluminación interprétase coma un dereito polo que cómpre loitar, mesmo polo que cómpre perderse. É o dereito ao coñecemento, á sensibilidade, á propia transcendencia. A educación espiritual e artística aparécese como o chanzo previo ao logro das necesarias melloras nas condicións materiais nas vidas dos traballadores.

O relato é a historia dunha noite que será a crise da súa existencia. Cando coñece a Mitchell, un home da caste refinada, educado nos coñecementos da cultura e egoísta perante os demais, Wolfe contempla enfastiado a súa propia inconsistencia. Consiste a totalidade das súas vidas soamente na labor incesante, no esquecemento do alcohol, nesa rutina de brutalidade na fábrica atravesada por raros momentos dunha súbita luz? Ou ten el un dereito natural a unha vida mellor por mor da súa sensibilidade artística, da súa inclinación á beleza, aos sentimentos máis puros? Quen será quen de facilitarlle ese dereito? Que lugar ocupa a rebelión no centro da existencia miserenta dun home que podería ter sido quen de desfrutar dunha vida máis calma, menos entorpecida polas necesidades materiais, da dignidade, da beleza? De que está feita a liña que separa aos homes en distintas clases? Como solucionar o enigma social? O tema dos dereitos espirituais preséntase coma unha pregunta sen resposta coa que bate a soidade do obreiro cunha sensibilidade estética.

Quizais o redentor mesiánico dos oprimidos aínda estea por chegar. A burguesía capitalista baleirou o cristianismo da súa significación. Quizais os homes coma o fogueiro galés Hugh Wolfe serán quen de marcar o camiño, de sinalar o dereito a se pór en pé, a habitar o paraíso da equidade. A igualdade revélase como a condición necesaria para acadar a liberdade do home e da muller. Xunto aos da súa condición seguirán a avanzar deica o paraíso frondoso, alá onde brilla o sol e medra a torga, que agarda alén do río.  

A mascarada


Louisa May Alcott, Detrás da máscara, 1866; Hugin e Munin, 2017.

Detrás da máscara (1866), que apareceu en galego nunha excelente tradución de Hugin e Munin, é un exemplo do xénero da “novela de sensación” que acadou gran popularidade na etapa final da idade vitoriana, mais neste caso escrita con gran habelencia pola autora norteamericana Louisa May Alcott. Emporiso, a popularidade do xénero non é óbice para que Alcott desenrolase nesta novela curta unha serie de temas avanzados para o seu tempo coma o conflito de clases ou a desigualdade de xénero.

Alcott sitúa a acción nunha apracible mansión na campiña inglesa. A chegada dunha desgrazada e artificiosa institutriz escocesa, Jean Muir, posuidora dun escuro pasado e dunha natureza tráxica e gaioleira, e quen encarna a tentación exótica, sementará a desavinza entre os respectábeis malia inxenuos membros da familia Coventry. Jean Muir teima por acadar o seu obxectivo, a superación do seu carácter subalterno, mediante o engado, a representación dun papel e o emprego das artes da sedución femininas. A escena central da sedución do herdeiro terá lugar precisamente durante a representación dunha mascarada. A máscara revélase coma o aparello que posibilita unha fluidez transitoria no ríxido sistema de castes da época. A máscara e o disfrace fanse necesarios para que o herdeiro esqueza a diferenza de rango e se someta ao feitizo da “meiga” escocesa.

A crebadura e metamorfose do sistema social vese propiciada pola enerxía e vitalidade que a institutriz infunde nunha familia nobre inglesa en decadencia. O herdeiro dos Coventry é desleixado e vaidoso, a súa vontade está enfraquecida e descoñece o que é unha emoción auténtica. Jean Muir, pola contra, representa a enerxía e a vontade de conquista dunha raíña sen coroa, o enxeño dun espírito libre, a carraxe dos desposuídos e a denuncia da hipocrisía social, e personifica o pulo ascendente das clases subalternas e o desafiuzamento da nobreza.

Jean Muir é tamén un apuntamento da Nova Muller: aquelas que comezaban a arelar a súa propia independencia e a liberación dos determinismos de caste e de xénero. O seu contrapunto fora o Anxo do Fogar, o ideal feminino da devota nai e esposa na época vitoriana, encarnado por mulleres como Lucia na novela, fachendosas mais satisfeitas con ser un mero ornamento para os seus maridos. Detrás da máscara é, pois, tamén un expoñente da Nova Muller coma espello incómodo naquela incipiente orixe da crise de masculinidade occidental.

La historia como superación del cuento

Henry James - Gabrielle de Bergerac
Henry James, Gabrielle de Bergerac, (1869), Impedimenta, 2012.

Gabrielle de Bergerac (1865) es una novella escrita por Henry James en su juventud y, por lo tanto, un estudio previo de los brillantes personajes femeninos que jalonarían su carrera literaria, así como de su tema característico del conflicto entre el viejo y el nuevo mundo. En esta historia, que describe un amor imposible en la Francia de los albores de la Revolución, la joven Gabrielle se halla suspendida entre el viejo pays de France de la decadente nobleza rural del Antiguo Régimen, y la nueva sociedad ilustrada que aventuraba un incipiente desafío del sistema de castas y que esgrimía los valores de la bondad, la cultura y la belleza. Así, asistimos a las fantasías insustanciales, una mezcla de impetuosidad e instinto, por las que la señorita Bergerac olvida sus obligaciones sociales y se enamora de Coquelin, el preceptor plebeyo de su sobrino.

La señorita de Bergerac debe decidir entre la persuasión de su conciencia, que la predispone a confluir con la corriente de modernidad surgida de la Ilustración, y los mandatos de la conveniencia social encarnados en el corrupto y adulador vizconde de Treuil, poseedor de un linaje, pero de una fortuna incierta. Lo que distingue a Coquelin como el hombre nuevo que traerá la Revolución es su habilidad para alzarse por encima de sus circunstancias, desarrollando una refinada sensibilidad artística y una conciencia política.

Uno de los movimientos decisivos en su relación tiene lugar cuando Gabrielle descubre el retrato que Coquelin ha pintado de ella. La imagen de sí misma que Coquelin le devuelve encuentra una resonancia en su interior, le ayuda a anhelar el cumplimiento de un ideal ético de su existencia más allá de los valores mundanos. El verdadero amante, pues, es aquél que tiene el don de la observación. El amor es conocimiento de la amada. Al confrontar este retrato de sí misma que Coquelin ha concebido, Gabrielle adquiere su individualidad. Hasta aquel momento, la mujer noble había tenido una función meramente decorativa en el matrimonio, además de servir como agente reproductivo de la casta. Entre los nuevos valores que traerá la Revolución surge la posibilidad del desarrollo de la individualidad y la creciente importancia del pensamiento. Los valores espirituales e intelectuales se democratizan.

Coquelin representa el nuevo hombre de la sociedad democrática, pero su herencia intelectual incluye todas las fábulas y ensueños de la antigua Francia que ha bebido en sus fuentes literarias, los cuentos de hadas, las viejas leyendas del bosque. Es también, así, un hombre entre dos mundos, sus fantasías románticas pertenecen al viejo, sus aspiraciones políticas y su orgullo al nuevo. En él se da una distinción lúcida entre el pasado histórico y los cuentos. Su aprecio de la literatura y del patrimonio inmaterial de su país no afecta a su espíritu reivindicativo. No permite que su particular adoración por los cuentos de hadas de la antigua Francia interfiera con su comprensión racional de la realidad atroz sobre la que esas historias se sustentaban.

En Gabrielle admira sobre todo el halo sacramental en la nobleza de su carácter, su disposición caritativa y democrática para con los campesinos pobres. Cuando juntos visitan un castillo en ruinas, Coquelin solo puede ver crueldad, iniquidad, los tentáculos de poder que oprimieron a sus antepasados, la ciega y contundente arquitectura del sometimiento, la geografía pétrea de laberínticos sótanos abovedados destinados para el castigo. Entre las ruinas del castillo de Fossy cristaliza el amor de ambos, en un escenario propicio para romper con el pasado, para sufrir un quebrantamiento moral. La Revolución francesa iba a inaugurar este mundo más natural que los amantes ansían, en el que la Razón y también la emoción individual se convierten en los valores divinamente consagrados.

La desesperanza y la lucha tienen un componente hereditario, este es el bagaje moral con el que Coquelin se enfrenta a su destino, estas son las armas que le asistirán cuando su intuición política se plasme en el siguiente remolino de la Historia.

Gótico feminista

Shirley Jackson, The Lottery and Other Stories, (1949), Penguin Classics, 2009.

Shirley Jackson publicó su primer libro de relatos, The Lottery, or, The Adventures of James Harris, en 1949, cuyos relatos reflejaban la ansiedad producida por su matrimonio y por las obligaciones de un ama de casa en la sociedad norteamericana de la década de los años 50 del siglo pasado. Leyendo estos relatos se descubre a una escritora en estado de gracia que bebió de las fuentes del gótico americano y de la tradición feminista de la mujer loca del ático, de Charlotte Brontë a Charlotte Perkins Gilman. El psiquismo de Shirley Jackson no podría desligarse de la aplicación de una perspectiva de género a la interpretación de su obra.

Shirley Jackson sufrió el desprecio de su madre Geraldine, que no la consideraba como  una hija de la que sentirse orgullosa debido principalmente a su escasa conformidad con los cánones del buen gusto de la buena sociedad provinciana de la que provenían. Después, se sumió en un fallido matrimonio con el abusivamente infiel escritor judío Stanley Edgar Hyman, que la sumió en el horror de las esclavitudes domésticas. Las mujeres que protagonizan estos relatos de Shirley Jackson viven la continuación del relato de “la loca encerrada en el ático” en la América de los años 50, bien como jóvenes recién llegadas a sus minúsculos y opresivos apartamentos neoyorquinos desde pueblos o ciudades pequeñas, pronto presas de la avidez sexual y la disfuncionalidad emocional de los hombres que se topan en su camino hacia la independencia profesional, o como mujeres de la ciudad que se instalan en casas de campo que prueban ser un refugio equívoco en el que apenas pueden escapar de la persecución y el linchamiento de sus brutales vecinos provincianos. Ni la ciudad ni el campo parecen proporcionar refugios adecuados. Cualquier intento de socialización acaba desbordando la frágil estabilidad psíquica de estas mujeres profundamente cuestionadas por su sensibilidad e independencia.

Uno de los aspectos más originales de estas historias reside en la elaboración de la caracterización de James Harris, el prototipo del daemon lover, un joven seductor con intereses literarios que siempre acaba resultando poco de fiar para las mujeres que se convierten en sus víctimas incautas. “James Harris” es encarnado en distintos personajes en diversas historias a lo largo de la colección, su creación supone un ensayo de la idea del “personaje recurrente.” Siempre es un seductor poco de fiar, posiblemente un trasunto de Hyman, el esposo de Shirley Jackson; en ‘The Daemon Lover’ es un aspirante a escritor que acaba de abandonar a su novia el día de la boda; en ‘Elizabeth’ es “Jim” un escritor de éxito que probablemente se aprovechará de una editora que languidece en una casa editorial venida a menos; en ‘Seven Types of Ambiguity’ es un librero que vende un preciado volumen de su colección a un burgués grosero carente de toda sensibilidad literaria.

Estas sucesivas reencarnaciones de James Harris, una mezcla de seductor terrible y bon vivant,contribuyen al profundo sentido del humor que acompaña estas historias que al mismo tiempo constituyen un serio estudio sobre la enajenación femenina en el mundo moderno. El humor dota a los relatos de la resiliencia de la que carecen las mujeres que los protagonizan, e invitan a sus lectoras y lectores a pasar rápidamente las páginas con una divertida conciencia de la realidad de los agudos conflictos – entre el deseo y la realidad, entre los espacios interiores y exteriores, entre la mujer y el hombre, entre el individuo y la sociedad – aquí presentados, y que insertan a Shirley Jackson en la tradición del gótico feminista.

Lo innombrable

 

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Una parte de las críticas que recibió The Turn of the Screw, la más famosa historia de fantasmas de Henry James, al ser publicada, reflejó el escándalo moral que suscitó entre algunos de los primeros críticos que la leyeron, que la calificaron como repulsiva, asquerosa y, en el caso de la reseña en el periódico The Independent, como “una afrenta a la más sagrada y dulce fuente de la inocencia humana.” Para estos críticos, el acto de lectura de este relato era moralmente comprometedor para el lector, que no podría evitar hacerse partícipe de la atmósfera de corrupción moral destilada por la simple presencia de los dos infames fantasmas que visitan a la institutriz de la casa de Bly y a los dos niños, Miles y Flora, de diez y ocho años respectivamente, a su cargo.

Especialmente a partir del ensayo de Edmund Wilson, “La ambigüedad en Henry James,” de 1934, que pronuncia el caso de la institutriz como el de un delirio neurótico causado por la pasión insatisfecha por el guardián de los niños, la interpretación de la historia se ha dividido entre los que creen que los fantasmas son fruto de la imaginación de la institutriz y los que otorgan fiabilidad a la realidad de su existencia.

Ciertamente, la institutriz parte con todas las cartas para acabar siendo víctima del delirio. Hija menor de un pastor de Hampshire, con veinte años de edad este es su primer empleo y las dos reuniones con el guardián de los niños suponen sus únicos dos encuentros con un varón deseable con un status reconocido, la posible personificación en su mente de los apuestos galanes de la novela romántica que ha formado parte de la dieta intelectual de la institutriz. El hecho de que el apuesto guardián de los niños establezca como condición primordial no ser molestado en adelante, al tiempo que otorga a la inexperimentada institutriz la autoridad absoluta sobre la casa de Essex en la que viven los niños con la impresionable ama de llaves, Mrs Grose – la institutriz pronto comprende que Mrs Grose será una aliada incapaz de cuestionar su propia voz, que es revestida de todo el peso de la autoridad en Bly – y los demás sirvientes implica que esta establezca desde el principio una concepción un tanto grotesca de su propio papel.

En la casa de Bly se le concede uno de los mejores dormitorios; el ama de llaves Mrs Grose no tiene la capacidad ni la voluntad de ejercer el mando, y el guardián no quiere ser molestado bajo ninguna circunstancia – exenta de cualquier fuente externa de autoridad, la institutriz queda prendada de su propia estación al mando de Bly, y su vocación, especialmente una vez que conoce a los angelicales y misteriosos niños, es la de alcanzar, a través de su papel como institutriz, el rango de heroína.

Es por esto que, al conocer que los niños son visitados por los fantasmas de Peter Quint, un sirviente del guardián que vivió con ellos antes de morir en extrañas circunstancias, y Miss Jessel, su anterior institutriz, sobre quienes recayó una oscura reputación en el pasado, la institutriz decide que la batalla que ha de librar con estos dos espíritus nefastos es una lucha del bien contra el mal por la posesión de las almas de los dos niños.

Henry James es en gran parte de su obra el maestro de lo no-dicho. Parte de su genio reside en que es en la imaginación del lector donde la mayor parte de la acción tiene lugar, pues los silencios, las frases no acabadas, las conclusiones apenas esbozadas sobre cada anécdota, cada idea parcialmente expuesta… constituyen el intangible, etéreo e inasible, pero firmemente trabado armazón de la historia.

The Turn of the Screw, más que una historia de fantasmas, es una historia sobre el silencio, sobre lo que no se puede escribir, sobre lo innombrable. En ella Henry James eleva el silencio a la categoría de un arte. Los dos grandes errores de la institutriz tienen lugar en las ocasiones en las que se atreve a nombrar lo innombrable frente a cada uno de los niños. De esta manera los pierde, y ellos se pierden. Es sólo en el silencio paciente de las frases ambiguas y las acciones aparentemente justificadas que existe un atisbo de esperanza para los niños asediados por el influjo del pecado. Cuando ella quiebra ese silencio, en su afán por derrotar el mal, el orden vital de la casa de Bly se desmorona y la convivencia, la propia vida, se hacen imposibles.

El enigma de la inmortalidad

Donna Tartt - The Goldfinch
Donna Tartt, The Goldfinch, 2013

La novela de Donna Tartt ganadora del premio Pulitzer en 2014, El jilguero, es una meditación de algo menos de 1.000 páginas sobre la compleja relación del ser humano con el arte. En la historia que Tartt narra con una gran maestría y un pulso dickensiano, un niño de 13 años, Theo Decker, es uno de los pocos supervivientes de un atentado terrorista en el Museo Metropolitano de Nueva York en el que pierde a su madre. En la confusión que sucede a la explosión, se hace con el cuadro de 1564 de Carel Fabritius, «El jilguero,» actualmente en el museo Mauritshuis de La Haya, una pequeña tabla que curiosamente sobrevivió la gran explosión que tuvo lugar en Delft en ese mismo año de 1564 en la que el pintor Fabritius, discípulo de Rembrandt y probable maestro de Vermeer, perdió la vida a la par que la gran parte de su obra.

Theo Decker se apropia de «El jilguero» en el instante que sucede a la explosión, y como resultado de la misma y de la dolorosa pérdida de su madre, comienza a vivir un episodio de estrés postraumático, intensificado por la adicción a las drogas que desarrolla a lo largo de su adolescencia, que abarcará la mayor parte del libro y del que sólo se desprenderá hacia el final del mismo, curiosamente cuando el cuadro del que se apropió ilegítimamente sea restaurado a la propiedad pública. Entre ese momento del robo y el momento en que el cuadro es devuelto a las autoridades median catorce años y la casi totalidad de la novela, un período durante el cual somos testigos de la serie de saltos inconexos en la vida de Theo, algunos motivados por un destino que parece implacable, otros por las decisiones erróneas que él mismo toma llevado por una certera tendencia autodestructiva.

La manera en la que el nudo de la novela se resuelve en los capítulos finales es tan improbable como la larga concatenación de hechos casuales –la novela misma parte de la casualidad, pues el propio Theo se preguntará repetidas veces por qué tuvieron su madre y él que estar en aquella parte del museo, aquel día, a aquella hora, en una interrogación desesperada con el más allá que articula el punto exacto de su desesperación–, desastres y milagrosos rescates. Es pues ésta una novela que no se resiste a su propia ficcionalidad, un aspecto de la misma que se ve reflejado en su autoconciencia como objeto literario. El jilguero es un homenaje a tres autores tan dispares como geniales: Charles Dickens, Fiódor M. Dostoievski y J.D. Salinger. La perspectiva múltiple que estos tres grandes maestros proporcionan contribuye al perpetuo sentimiento de dislocación de la novela, con sus múltiples escenarios: el Nueva York refinado y lluvioso de Manhattan, el desierto árido de Las Vegas, la claustrofobia infernal de la habitación de hotel en Ámsterdam en la que Theo experimentará la mística conversión que le librará de su propio errático ego, inconscientemente trastornado, como lo ha estado a lo largo de la novela, por las demandas contrarias de la herencia genética y el espíritu.

Una introducción a Matar a un Ruiseñor (1960), de Harper Lee

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El argumento de Matar a un ruiseñor (1960) se ve afectado por dos momentos históricos contrapuestos pero entre los que se establece un diálogo original y enriquecedor: la Gran Depresión de la década de los años 30 y el movimiento de reivindicación de los derechos civiles de los afroamericanos liderado por Martin Luther King desde el segundo lustro de los años 50, el período en el que fue escrita.

La novela, perteneciente al género del Bildungsroman, describe el inicio del proceso de crecimiento de dos hermanos, Jem y Scout, en una pequeña ciudad ficticia del Sur profundo, en el estado de Alabama, basada en Monroeville, la ciudad originaria de Harper Lee, y está narrada con una original técnica narrativa por la que las voces de la Scout adulta y la Scout niña se superponen. Sin embargo, quizás sea el proceso de maduración de Jem el que adquiere una importancia central en la novela, al tiempo que es atestiguado por una Scout niña que no siempre es capaz de interpretar los sucesos que tienen lugar a su alrededor correctamente.

Jem al comienzo de la novela, en el verano de 1933, es un niño de 10 años a las puertas de la adolescencia. Sus fantasías infantiles, que le impulsan a liderar las incursiones de los niños, –ambos hermanos se han hecho amigos de un tercer niño, Dill, que veranea en la vecina casa de su tía– en el jardín de la lúgubre casa de los Radley, una familia sobre la que pesa una sobrecogedora leyenda negra construida por toda la población de Maycomb. El hijo menor de los Radley, Arthur, conocido como Boo, no ha salido de la propiedad de los Radley en los últimos quince años, y la naturaleza de su personalidad y sus actividades dentro de la casa o alrededor del pueblo bajo el cobijo de la noche son fuente de inagotable inventiva entre las gentes de Maycomb. Los niños conocen bien la leyenda del vecindario: en su adolescencia, el chico de los Radley congenió con unos muchachos que no eran compañía muy recomendable, y juntos llevaron a cabo diversas felonías que acabaron llamando la atención de las autoridades de Maycomb, de modo que el padre de Arthur finalmente tomó la decisión de encerrar a su hijo en su casa como castigo. Un suceso espeluznante protagonizado por Arthur cuando tenía 33 años no hizo sino incrementar el carácter gótico de su reputación: en cierta ocasión en que se hallaba recortando el periódico local para su álbum de recortes, su padre entró en la sala y Boo le clavó las tijeras en el muslo, las sacó, las limpió y siguió con su tarea.

Cuando los niños comienzan a representar una obra de teatro basada en la historia de Boo Radley, Jem asume el papel del trastornado protagonista. Es el comienzo de su búsqueda de un sustituto de Atticus como su modelo de figura paterna en Boo. Predeciblemente, Atticus desaprueba la pantomima. Es el comienzo de la larga serie de estrictas demandas y prohibiciones que inflige a los niños. Jem y Scout son conscientes de que Atticus es un elevado modelo a seguir, pero mientras Scout se contenta con asumir el papel de hija devota, temerosa y vigilante, y, a pesar de su carácter fuerte e impulsivo, en ocasiones chivata, Jem es apenas consciente de que en su viaje hacia la edad adulta necesita otros modelos que complementen al rígido Atticus.

Atticus es el abogado de Maycomb, y, aunque no es una figura representativa del tradicional caballero sureño, sino un hombre intelectual y solitario, que rompió la tradición familiar de vivir de la tierra, abandonando la pequeña plantación familiar para estudiar Derecho, la población de Maycomb le tiene en alta estima, sólo perturbada por la convicción con que éste decide defender al trabajador negro, Tom Robinson, de las acusaciones de haber violado a una mujer blanca, con lo cual parece romper uno de los códigos no escritos que sellan las normas de convivencia del pueblo, establecidas sobre un sistema de castas estrictamente jerarquizado. Es por esto que a pesar de que Atticus aparentemente subvierte la estricta moralidad de Maycomb, en realidad no deja de ser un hombre que es producto de su entorno y a quien le resulta incapaz escapar de él. Recordemos que Atticus “estaba relacionado por vínculos de sangre o matrimonio con casi cada una de las familias del pueblo.” (Cap. 1).

Los niños perciben las deficiencias de Atticus, que comenzó su familia a una edad tardía, lo que hace que se diferencie de los padres de los demás niños del colegio: no le gusta jugar al fútbol, los niños piensan que su trabajo consiste en no hacer nada útil o digno de atención hasta que tiene lugar el juicio a Tom Robinson. Sin embargo, la apreciación que tienen los niños de su padre se ve incrementada cuando éste mata de un tiro a un perro rabioso. Hasta ese momento a los ojos de Jem las habilidades de su padre eran meramente intelectuales, y por lo tanto mayormente inefectivas en el mundo real. Atticus, según su vecina Maudie Atkinson, es digno de elogio porque “es la misma persona en su casa y en las calles del pueblo.” No hay ambigüedades ni claroscuros en Atticus, pero esto también significa que su vida privada es sacrificada en beneficio de su vida pública. Jem y Scout se sorprenden al verle sacarse la chaqueta y aflojarse la camisa en pleno desarrollo del juicio contra Tom Robinson: para ellos, acostumbrados a verle vestir tan pulcramente en casa como en la oficina, esto era equivalente a verle desnudo. Es así que para Atticus, un “hombre público,” el ejercicio pleno de su profesión, cuando adquiere la mayor visibilidad posible en el estrado en el que se juzga a Tom Robinson, es sentido como lugar íntimo.

El caso opuesto es el de Boo Radley, un “hombre privado” sin apenas un átomo de vida pública, ya que vive encerrado. Es así que Boo encarna para los niños el lado oscuro de la conciencia y aparece como el complemento necesario a la luminosidad pública de su padre, para quien la vida privada se encuentra en el ejercicio más notorio de su profesión. Mientras que Atticus Finch cree en el poder de las instituciones para solventar los problemas de la vida humana, y es por esto que a pesar de haber sido una celebridad por su diestro uso de la escopeta en su juventud, en la actualidad ha delegado todas sus habilidades de defensa personal en el ejercicio de su profesión, y es así que cuando dispara al perro rabioso lo hace no sin cierta incertidumbre ante lo que supone disparar un arma. Es famosa su lección a los niños, que da título a la novela: pueden disparar a todas las urracas que quieran, pero es un crimen matar a un ruiseñor. Los niños, Jem especialmente, intuyen que la dependencia exclusiva en los poderes institucionales de la democracia americana no es suficiente para afrontar los peligros ocultos que acechan en la vida real y completar su crecimiento como adultos plenamente auto-suficientes.

La plena validez de instituciones sociales de la sociedad democrática como la justicia y la educación es puesta en tela de juicio, pues Scout ya aprende muy al comienzo de la novela que los “avanzados” sistemas pedagógicos empleados por su profesora solamente persiguen retardar las habilidades lectoras que ya ha adquirido en su casa. Los niños buscan completar su propia educación intentando aprender de y sobre Boo Radley. Finalmente, cuando las propias vidas de Jem y Scout son puestas en peligro debido a la incapacidad del sistema de la justicia para resolver el conflicto en Maycomb en torno a Bob Ewell y Tom Robinson, Boo Radley, quien comprende el valor de la violencia en una crisis de supervivencia, se convierte en el salvador de los niños, habiéndose probado las limitaciones de Atticus, con su idealista fe en el sistema, para proteger a los suyos.