Creación y mestizaje

Gloria Anzaldúa, Borderlands / La Frontera. The New Mestiza, (1987)

Gloria Anzaldúa parte de sus propios orígenes en una familia de inmigrantes mexicanos en el sur de Texas para producir la reescritura de su propia identidad como mujer mestiza habitante de la frontera. A partir de su formación en el seno de tres culturas dispares surge la necesidad e la hibridación del yo, de la legitimización de la ambigüedad cultural que reside en su identidad chicana. Mezclando su herencia indígena mexicana, la cultura de los colonizadores españoles y la cultura blanca del imperio anglosajón establece la necesidad de partir de la ideación de nuevas identidades mestizas que adquieran su significación en un mundo en perpetuo cambio y movimiento en el que se multiplican los territorios marginales, las periferias de las periferias. De esta diversidad de culturas surge una multiplicidad de lenguas con las que trasladar una experiencia desde perspectivas múltiples y complejas, y el propio lenguaje híbrido del texto: el español, el inglés y también las lenguas consideradas ilegítimas, las lenguas propias de la frontera que ella reconoce, y a las que quiere proporcionar un status propio: la lengua chicana o el tex-mex.

Identifica su propia identidad queer, como mujer lesbiana y feminista de color, con esa cualidad transfronteriza, propia de quienes atraviesan la norma y la convención. Participa de la herencia de los cultos a las deidades femeninas de las tribus mesoamericanas: Coatlicue (la diosa serpiente), Tonantsi, Coloxauhqui, Antigua, todas relacionadas con el inframundo o mictlán, y con la sombra inconsciente de la psique, y que convergerían en 1660 en la adaptación católica, depurada, del mito de Guadalupe. De esta visión mística y contestataria surge su técnica creativa: el poder de la evocación y del ensueño para prefigurar mundos y para cambiar el mundo: “Escribo los mitos en mí, los mitos que soy, los mitos en los que quiero convertirme”.  

El sueño de Liliana

Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana, Literatura Random House, 2021.

Uno de los aspectos más inexplicables del crimen es la manera en la que altera, amplificándola, nuestra concepción de la realidad. Cristina Rivera Garza ha escrito un libro sobre el feminicidio de su hermana Liliana en la Ciudad de México en 1990 que es en parte un relato de no ficción, en parte una polifonía que incorpora las historias de sus amigos universitarios, y que también hace uso del archivo de las cartas y notas manuscritas que la propia Liliana guardó en vida.

El duelo impulsa el acto de escritura, la búsqueda de la reparación. Rivera Garza nos advierte de que el conjunto de informaciones que se incorporan a la narración le dan un aire de mensaje cifrado, de caja de Pandora que nos alucinará con sus fantasmas. El poder de las culturas ancestrales mexicas acecha en los laberintos burocráticos del presente, cuando Cristina se afana en la búsqueda del expediente policial del asesinato de su hermana.

Desde el principio sabemos que llegaremos a la constatación de que no es posible entregarse al amor en un mundo hostil, mientras la ley no hace nada por preservar la libertad de las mujeres. Liliana, como tantas otras jóvenes enamoradas, habitó en el centro de una realidad dañina; la felicidad romántica se convierte en el episodio de un cuento de hadas, no en una opción posible en los espacios gobernados por el patriarcado.

En el año 1990 ni siquiera se conocía la palabra “feminicidio.” Con el tiempo los asesinatos de mujeres fueron en aumento en México. Así también surgió y fue desarrollándose el movimiento feminista. La esperanza en la revolución se entrelaza con la pervivencia del mito. La noche del Mictlán, el inframundo en la mitología mexica, exige un camino de vuelta. Azcapotzalco, el barrio en el que está el campus universitario de la UAM en el que Liliana estudió Arquitectura en sus últimos años, era conocido como “lugar de los hormigueros” en náhuatl. Según la leyenda las hormigas guiaron a Quetzalcóatl al mundo de los muertos. Esas hormigas también trajeron los granos de maíz para alimentar el nuevo mundo.

La noche oscura del duelo acaba de llegar a su fin. La noche del Mictlán es un lugar desde el que solo se pueda regresar con la revelación de las palabras, y con su libro Cristina Rivera Garza se propone trazar ese itinerario de luz. Esos granos de maíz que alimentarán el nuevo mundo son las palabras del testimonio.

“La escritura es la forma que toma el secreto en el mundo,” dice Cristina Rivera Garza. El quebranto del duelo deja un poso de melancolía, una tristeza indefinible que se instala en el ser. El duelo también tiene el efecto insospechado de anclar el espíritu en el momento de la pérdida. A partir de ahí la vida es mera redundancia. La existencia se transforma en un ruedo infernal que siempre nos devuelve al instante de la muerte. Cualquier aparente avance es simple repetición. El estribillo hueco de nuestro destino se reitera machaconamente. El círculo de la existencia está sumido en el quebranto y la culpa.

El día 3 de octubre de 2019 Cristina Rivera Garza inicia la búsqueda del expediente del feminicidio de su hermana. Quizás se trate de una acontecimiento capaz de resquebrajar el momento presente, alterando la temporalidad y convocando un espacio ancestral, el antecedente mágico a la barbarie civilizatoria, un poderoso vórtice pre-histórico que desplegará su fuerza para ayudarnos a encontrar las respuestas. La búsqueda del rastro Liliana implica un recorrido por la geografía del sacrificio. Los ritos antiguos son inconscientemente emulados en la ciega odisea de la vida contemporánea. La hermosa doncella se convierte en un festín de los dioses. La modernidad revela en los fragmentos descosidos de su palimpsesto la pervivencia de las fuerzas ancestrales de lo sagrado, el terror y el poder del Mictlán.

Es necesario remontarnos a los orígenes familiares de las dos hermanas: la herencia del algodón, la devoción a la patata. La conciencia siempre alerta, mientras recorrían la ladera del volcán de Toluca, de un mundo mejor y más bello, un mundo que renacería de sus márgenes ocultos, de la fuerza de la visión, de la rebeldía y de la inteligencia. Ya en algunas cartas de la temprana adolescencia reflejaban Liliana y sus amigas la conciencia de su identidad como mujeres latinoamericanas, sabiéndose depositarias de la memoria de un ultraje histórico, hermanas de tantas latinas que todavía viven entre la tristeza, el temor y el deseo.

Tempranamente surge la relación con Ángel, y ya desde el comienzo las palabras para nombrar la agresión son articuladas por el silencio. Es un lenguaje que, de haberlo, no se encuentra. Lo que no es nombrado quizás apenas existe. Las primeras discusiones adoptan en los diarios la forma de la elipsis. Es un daño que se traga, obedientemente, pues faltan los recursos para sobreponerse a él, no ayuda el buen carácter femenino, no existe todavía una conciencia del envés maligno de la ideología romántica.

Esta fascinación de Liliana por los amoríos adolescentes no es ajena a la conciencia, grácilmente expresada, del extrañamiento producido por las relaciones sentimentales, de lo profundamente absurda, casi cómica, que es la condición del amante, de la necesidad que el amor impone de habitar espacios imaginarios. El amor es ya en aquellos años de novios adolescentes un sueño intenso pero efímero, un cuento cuyo final no se recuerda; para la Liliana que copiaba notas en los márgenes de sus apuntes de física o matemáticas en la enseñanza secundaria, la imaginación y el amor son siempre lo más extraño.

El relato de no ficción de Cristina y las notas y cartas de Liliana dan paso a la polifonía caleidoscópica de los testimonios de sus amigos universitarios: Raúl Espino Madrigal, Ana Ocadiz, Manolo Casillas Espinal, Leonardo Jasso… Gracias a la técnica del caleidoscopio, de la multiplicidad de puntos de vista, se produce una distorsión de la mirada por la que la protagonista se divide, el objeto se hace brillante y luminoso, pero aunque revele nuevas perspectivas nunca pierde su distintiva identidad. El libro no busca emitir un juicio definitivo sobre el pasado, sino solo iluminar el rompecabezas del crimen desde distintos focos de luz. Los últimos meses en la vida de Liliana Rivera Garza nos son expuestos como un plano cuyas claves nos corresponde interpretar.

La explosión de la conciencia feminista en las dos primeras décadas del siglo XXI ha posibilitado que Cristina Rivera Garza nos invite a proyectar una nueva lectura sobre los hechos que acaecieron en 1990, que los comprendamos desde novedosas coordenadas que favorecen la discusión y el análisis, una vez superado el estigma de la culpa y la vergüenza que rodeaba a un suceso como este en el propio tiempo en que se produjo.    

Es gracias al testimonio de los amigos de Liliana que llegamos a conocer significativos sucesos en su vida: como su fascinación con el manantial de Almoloya de Juárez, en cuya corriente puede distinguir la raya que separa el agua sucia de la limpia, la sutil frontera, tan enigmática, entre los elegidos y los condenados. O su predilección por el personaje histórico de Milena Jesensky que nos revela el temor a la moral entendida como castigo a la sencilla euforia de los sentimientos libres. También parece un fatal augurio la historia del gorrión que Liliana compró para que volase libre, pero que acabó muriendo antes de extender sus alas.

La historia de Liliana nos revela que detrás de la apariencia amable e intrascendente de los días de la vida cotidiana de una joven pueden latir las pulsiones ocultas del destino. Nos persigue el deber atroz de la propia consumación según unas reglas que nos han sido impuestas, a las que somos ajenos, como ajenos somos casi continuamente a los designios oscuros que subyacen en las raíces sagradas de la vida, en nuestra forzosa lealtad al imperativo de la sangre. Así vivió Liliana en el México contemporáneo, de cuyos cálidos valles han brotado las pirámides, cuyas costas salvajes se ven azotadas por las olas saladas y arenosas, las mismas pirámides y las mismas costas que Liliana visitó con sus amigos en su viaje del verano de 1988, recorriendo todos los caminos de la que iba a ser su vida, cumpliendo hasta el milímetro su mandato ancestral.

¿Cuál es el valor de la libertad en un mundo regido por los oscuros designios del destino? ¿Hasta dónde llega el poder liberador del sueño? ¿Por qué llegamos a creer que el amor, la amistad o la belleza pueden salvarnos? Liliana entendió muy bien que hay algo “atroz” y “sagrado,” – sus mismas palabras – en el mandato de nuestra identidad, pero nunca anticipó la manera en que estos poderes se manifestarían en su vida.

Liliana tenía singulares dotes de observación que a menudo vertía en sus escritos. Su texto de mediados de noviembre de 1988 sobre el aborto clandestino la que hubo de someterse es un poema en verso libre que enumera los vacíos, las ausencias las soledades. Aquí Liliana se afirma a sí misma a través de la negación. El vacío que siente es quizás la única manera de encontrar su lugar en la cadena de la existencia. La ausencia de sí misma es necesaria para entrar a formar parte de una fuerza que la supera, quizás se trate de la avidez del dios que ya se iba manifestando.

Siempre entre sus notas hayamos instantes breves de lucidez en los que vislumbra el horror de su presente, el verdadero rostro del monstruo, pero estas frágiles iluminaciones son pronto sofocadas por la confianza, por la rutina, por la paciencia femenina. Además, entre sus nuevos amigos no terminó por encontrar un firme asidero, quizás no el alcanzó el tiempo para ello, sino nuevas razones para multiplicar su incertidumbre.

Su fe en sí misma posibilitaba esta vivencia lúdica del amor, su concepción como un juego complejo de corte existencial, el recurso de las relaciones románticas como método de indagación en el ser; el mapa de los afectos ilumina un camino interior, la odisea del autoconocimiento, sin partir de condicionamientos socialmente establecidos, más bien volviéndose contra ellos, utilizando el amor como arma frente a una organización social patriarcal obsoleta. Liliana reconocía “lo posmoderno,” como su  natural manera de ser, que contrastaba con el idealismo romántico de Ángel, esa filosofía tantas veces reñida con la honestidad que Liliana convertían en su guía en su camino hacia la libertad del ser.

A través de su historia conocemos que la violencia machista frecuentemente se convierte en un hábito, una carta de la naturaleza, que avanza y se repliega constantemente, acomodándose al devenir cotidiano, emponzoñando la existencia de la mujer y desarmándola de antemano, salvo por aquel breve hilo de conciencia que reconoce el desacato.

Para Cristina Rivera Garza la muerte de su hermana es el jalón que origina el comienzo del tiempo futuro. La progresión de su libro sobre Liliana es circular: comienza en el presente, en aquel día, el 3 de octubre de 2019, en que inicia el rastreo del expediente policial, y desde ahí vuelve a los orígenes familiares, el relato de la infancia y la adolescencia, para nuevamente llegar al punto de no retorno, ese instante, diluido en diversas progresiones de la conciencia, en que debe aceptar que la muerte de su hermana pequeña es real, que lo impensable ha sucedido. También es circular el aullido del dolor, la reiteración del sacrificio, la pervivencia de un rito ancestral apenas imaginado, perdido entre una sucesión quebradiza de imágenes de la memoria colectiva.

Las últimas páginas persiguen realizar la reconstrucción del crimen haciendo uso de la misma técnica de la visión caleidoscópica. Pero hay un punto de vista que nos está vedado: el del criminal, que se convierte en actor de un acontecimiento innombrable y mudo, el ritual por el cual consuma su inexistencia.

Identidad trans y novela de formación

Camila Sosa Villada, Las malas, Tusquets, 2020.

Las malas (2019) es una obra que refleja el propósito de Camila Sosa Villada de (re)escribirse tanto metafóricamente, a través de la creación de un estilo muy particular y de la elaboración de un género novelesco propio, como materialmente, funcionando como una crónica de su ritual de metamorfosis de género, y nos invita a transitar con ella el terror de su mutación, la conclusión de su hechizo: “una travesti es algo muy difícil de explicar,” nos dice. La novela acomete el propósito de escribir la transexualidad desde la perspectiva de una cofradía de travestis que se reúnen en el Parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba, en Argentina. Es así que tiene algo de recopilación del folklore travesti, de cancionero de las desdichas transgénero.

El proceso de negociación de la propia identidad frente a los parámetros culturales recibidos pasa por la asunción del cuerpo como destino. La materialidad del cuerpo – “Nuestro cuerpo es nuestra patria,” se dice hacia el final – se ofrece como asidero existencial; el ser se despliega en las inmensas oportunidades de performatividad que el cuerpo ofrece a la mujer transgénero. La posibilidad de realización personal se encuentra en el doblegamiento del cuerpo a los dictados de la violencia y el deseo. La vida travesti se presenta como revelación, como destino manifiesto. La elucubración de esta identidad trans no es ajena a la cuestión de la interseccionalidad: género, raza y clase social, y la visión de la existencia transgénero como residuo del capitalismo son los elementos en los que se desenvuelve la proyección del yo.

El texto de Las malas, igualmente que el cuerpo travestido de su galería de personajes, exhibe las huellas de la violencia y el dolor infligido contra la comunidad transgénero. El texto, en el acto de escribirse, de igual modo que el cuerpo transgénero ha finalmente devenido un escenario de violencia. Las marcas del cuerpo son los signos que atestiguan el cuestionamiento de la autenticidad de la identidad transgénero. Asimismo, la autenticidad del texto en cuanto artefacto literario también ha venido a ser cuestionada, primera y llamativamente, desde el propio prólogo de Juan Forn.  

Es así que en el origen del texto en cuanto novela de formación se halla un relato de infancia y adolescencia, y en el origen de la conciencia se halla una súplica, que es la súplica de la narradora, trasunto de la propia autora, por la propia regeneración y trascendencia, por escribirse y fundar su destino. En este relato de infancia aparece el retrato del matrimonio disfuncional de los padres en un contexto en el que se resalta la inoperancia de la fantasía en un entorno de medios disminuidos. Este temprano fracaso de la fantasía quizás explique las alusiones de la autora a su rechazo a todo concepto de capital simbólico en relación con su obra.  

La súplica de amor es inseparable del anhelo de trascendencia. La novela propone diversas variaciones (y perversiones) del amor romántico. En casi todas ellas la necesidad honda e incomprensible de ser amada se enfrenta a poderosas resistencias sociales o existenciales, y solo la melancolía subsiste, y también la esperanza de un mundo mejor en el que el amor sería posible; quizás, utópicamente, en el trasmundo. Pero el amor persevera como fiebre, como motor que mueve el engranaje de la vida, también como destino trágico, como origen y final. Junto al tema del amor, y tal vez como su contrapunto, está el tema del uso utilitario de la belleza, pero, también, de la belleza como pérdida, el desgaste, la extenuación.  

La asunción de la propia identidad debe pasar por el entendimiento de una misma como cuerpo travestido. También la narración que nos presenta Las malas es una narración travestida, no tanto por el hecho de que la autora se declare una intrusa en el mundo de las letras: “Mi primer acto oficial de travestismo fue escribir, antes de salir a la calle vestida de mujer” sino en cuanto su estilo responde a una asimilación de materiales de tradiciones diversas para crear algo propio y único.

Las malas es una crónica de autoficción con vocación realista y con el tono de crudeza de un cuento de hadas (el terror y la magia son elementos indispensables) que está traspasada por el realismo mágico latinoamericano, por lo que situaciones en apariencia realistas, incluso sórdidas, especialmente aquellas relacionadas con las experiencias de la autora como prostituta, coexisten con anécdotas fabulosas que igualmente contribuyen a la construcción de ese yo travesti fruto tanto de una experiencia individual y subjetiva como de las fuerzas inescapables de la mitología; y aquí se alude inequívocamente al bestialismo, al folklore en torno a las transformaciones de seres humanos (en este caso travestis) en bestias, como es el caso de María la Pájara, o de lobizonas o mujeres lobo, que son parte de la tradición popular argentina, como la travesti Natalí. La experiencia individual aparece imbricada en una mitología que determina una especie particular, la del ser travesti, la de la identidad bestializada e híbrida, de entre todas las variadas formas en las que se produce la encarnación del ser.

También se aproxima al mito de la Natividad cristiana, presentándonos una Natividad invertida, el relato de la adopción del bebé abandonado por parte de la madrina de las travestis, La Tía Encarna, a quien un hallazgo mágico proporciona lo que la naturaleza le ha negado: el delirio de ser madre. El don mágico, el niño, al que bautizarán, en un ritual propio de las travestis, como El Brillo de los Ojos, es la encarnación de un anhelo imposible de satisfacer; es, asimismo, símbolo de nacimiento y muerte, ofrenda y sacrificio a la comunidad travesti que se reúne en el Parque Sarmiento.

La Tía Encarna es bendecida por los dioses no sólo en la dádiva del niño, que la conmina a transformar su vida y dedicarla a su experiencia particular y no poco problematizada de la maternidad. También será capaz de asumir los trazos biológicos de una subrepticia fertilidad femenina: desde la llegada del niño de sus pechos inyectados con aceite de avión comienza milagrosamente a manar la leche. Al mismo tiempo, María la Muda comienza a transformarse en un ave bastante torpe e incapaz de volar que será dependiente de los cuidados de sus hermanas travestis. Ellas, y Natalí, la lobizona, son víctimas, como todas las travestis, de la trampa de haber nacido y lo que las hermana es este dolor compartido.

La construcción de las identidades travestis aparece así elaborada a partir de elementos dispares y heterodoxos: de tal mezcolanza de elementos existenciales surge necesariamente una identidad precaria, sustentada en la fragmentación del ser, una identidad basada en el gesto, en el ensayo apenas trascendido, en saberse poseedoras de una naturaleza indescifrable.

En este contexto resulta ilustrativa la preocupación por establecer una genealogía, que va a radicar en la metáfora que hermana a las mujeres transgénero con la loba Luperca de la mitología romana, que amamantó a los gemelos humanos Rómulo y Remo; así queda ilustrada la genealogía (maldita) de las travestis (“las malas”) y en la cual se inscribe el rito de maternidad de La Tía Encarna. Porque La Tía Encarna vive su maternidad como un ritual, esto es, una serie de gestos que ella realiza por su valor simbólico, como si, precisamente por esa imposibilidad de trascendencia, la experiencia de la maternidad sólo pudiese tener lugar en el ámbito de la gestualidad, de la acción ritual. También la referencia al mito argentino de la Difunta Correa, una mujer que siguió amamantando a su bebé después de muerta, resalta el significado de una maternidad yerma, producto del milagro, de la ensoñación o de un cuento.

En este sentido la novela trata el tema del valor de la identidad trans-género en cuanto producto de un hechizo, un sortilegio del que son víctimas, pero que también saben utilizar en beneficio propio para provocar el deslumbramiento y para asumir los castigos que reciben, para sobreponerse a la condena bíblica que pende sobre su devenir cotidiano. La destrucción moral se sucede en ráfagas de odio, en una sucesión de muertes cotidianas. De la precaria situación social y material de las travestis se deriva la necesidad de dedicarse al comercio carnal, así como ciertas desfiguraciones morales: la necesidad de mentir, de congraciarse, de mendigar constantemente una incierta, momentánea, perecedera aceptación, un vínculo que sobrepase lo meramente transaccional. Sin embargo, en lugar de la comunión espiritual, la mujer transgénero sufrirá el drama del desamor, la aspiración, violentamente defraudada, al amor más noble, más trascendente y más auténtico, el trauma de creerse incapaz de suscitar un sentimiento de pureza, y despertará en las personas una negra violencia sin saber por qué. La deformación moral impuesta por la lucha por la supervivencia contrasta con el ansia siempre latente por alumbrar instantes de serenidad consciente en el camino y quizás con la comprensión, finalmente, de que el trauma es sólo eso: dolor sin entendimiento. 

Esta naturaleza hechizada que es propia a la comunidad transgénero es resultado de las imposiciones tanto de la naturaleza como de la cultura. En este contexto, el acto de narrar se convierte en un exconjuro, una forma de exconjurar un destino doliente. Es quizás un rasgo peculiar de cierto género de novelas de formación que el acto de narrar se convierte en sí mismo en el aspecto central de la novela. El narrador llega al ser a través del proceso de escribir(se). Este es el modo también en que Camila Sosa Villada se sobrepone a las circunstancias, tal y como viene reflejado en el texto y ella misma ha explicado en diversas entrevistas. 

El rito de maternidad de La Tía Encarna es producto de las circunstancias propiciadas por la precariedad de la identidad transgénero, y además aparece relacionado con los trazos de fijación bíblica, salvífica, del texto. La precariedad de la identidad transgénero es producto de la fuente de desorientación permanente que viene dada por la naturaleza híbrida, cual minotauro, bestializada, de la persona transgénero. La narradora señala en un punto de la novela: “Eso quería para mí. El desconcierto del travestismo. La desorientación de esa práctica.”

En cuanto novela de formación, Las malas ofrece el proceso por el que la protagonista, trasunto de la autora, llega a asumir su propio destino a pesar de que solo conduce a la incertidumbre; la existencia es así entendida como ensayo. Es una existencia permanentemente precaria por estar basada en gestos y actuaciones, en un ritual de ser mujer, no en eventos socialmente consumados. De esta identidad precaria se deriva la necesidad que tiene La Tía Encarna de vivir la maternidad como representación y rito, de forma desnaturalizada.

Además de esta desnaturalización ritual, la maternidad de La Tía Encarna tiene un trasfondo mítico. Varios de los episodios de la narración tienen lugar durante la Navidad, como en la cena de Navidad de las travestis o las verbenas navideñas de la infancia a las que alude la narradora. Son ocasiones que alumbran tiernos destellos de esperanza. El niño que La Tía Encarna recoge de una zanja, El Brillo de los Ojos, hará las veces de Niño Jesús en una subvertida Natividad travesti, una versión carnavalesca de la Sagrada Familia. El problema de la paternidad del niño se soluciona con la camaleónica intersexualidad de La Tía Encarna, que se convierte en padre fuera de la casa y en madre dentro, situación que El Brillo de los Ojos asume con total normalidad, como si fuera poseedor de una sabiduría antigua. El rito de maternidad de La Tía Encarna proporciona esa esperanza salvífica, el Brillo es el Mesías providencial, que viene a redimir a las travestis de la amargura y la rabia que es su pan diario.

A lo largo del texto se hacen referencias al zoológico del Parque Sarmiento, con sus decorados de cartón piedra que exhiben una naturaleza falsa, ilusoria, una mofa del ansia de libertad de los animales, y también a la gran estatua de Dante que preside el parque, el vate de los caminos del espíritu pertrechado en las alturas, con la cabeza agachada, doliente, no queriendo ver o quizás así mejor viendo el comercio nocturno habitual de las travestis, una estatua como memento y señal de los caminos descendentes del infierno, siempre infinitamente apesadumbrado, y ante el cual rinde desobediencia la comunidad de travestis del parque, experimentando en la naturaleza del vivir desahuciadas, inevitablemente expulsadas de sí. Desde este destierro la narradora resurge en su voluntad de escribir(se), en el arte de contarnos su relato de formación: “El lenguaje es mío,” dice hacia el final. La palabra es, pues, finalmente, patria inmaterial, lugar de redención y destino.

El futuro está en el origen

Reseña de La región más transparente de Carlos Fuentes.

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La muerte de Artemio Cruz es una novela de Carlos Fuentes que leí con anterioridad a La región más transparente y creo que esto fue acertado, porque esto me ha permitido valorar La región más transparente como una novela germinal, pues en ella se produce un ensayo o ejercitación de una serie de temas que acabarían por adquirir gran relevancia en La muerte de Artemio Cruz en particular y posiblemente en toda la obra de Carlos Fuentes en general.

Señalé en mi entrada sobre La muerte de Artemio Cruz que pensaba que trataba sobre la conexión entre los temas del destino y el origen. Parece que no estuve muy desacertada, pues el tema del origen es quizás el tema predominante en La región más transparente, concretamente la necesidad de promover un progreso para el individuo y la nación (un destino conjunto) que se funde sobre los cimientos sólidos de un pasado cultural perfectamente asumido, de unos principios psicológicos y vitales plenamente interiorizados.

También aparece en La región más transparente otro tema que es destacado en La muerte de Artemio Cruz y que también se relaciona con The Great Gatsby, una novela con la que no puedo dejar de comparar temáticamente estas dos novelas de Carlos Fuentes. Se trata del tema de la precariedad del éxito. Gatsby y Artemio Cruz se corrompen para alcanzar el éxito, algo parecido le ocurre a Federico Robles cuando escoge a la frívola Norma Larragoiti como esposa, y el mismo dilema sobre la cuestionabilidad del éxito a toda costa es el que queda suspendido al final mismo de La región más transparente en torno al progreso en la carrera de Rodrigo Pola, el cual tampoco acaba casándose con la mujer de la que está enamorado.

Si Rodrigo Pola representa al literato profesional, contenido, Manuel Zamacona, concebido en la oscuridad del campanario de una capilla de pueblo, es la fuerza bruta del pensamiento. El origen para él es algo no dado de antemano sino en perpetuo proceso de creación. La obediencia ciega a las fuerzas telúricas lleva a los rituales de muerte que Teódula Moctezuma cree necesarios. Por otro lado, las nuevas sociedades burguesas resultado de la revolución son, además de cainitas, ávidas de desentenderse de cualquier vínculo con el pasado. La realidad es un futuro alcanzable: el camino dorado del capitalismo. El joven pensador Manuel Zamacona era el único personaje entregado a la sagrada tarea de realizar la ansiada síntesis, su ‘pacto de sol’ con México. Su incomprensible, gratuito asesinato el 15 de septiembre de 1951 confirma la desesperante vigencia del ciclo destructor de la auto-flagelación de México, que podríamos enlazar con el tema más amplio de la histórica derrota hispana.

(8 de septiembre de 2012)