El jeroglífico de la vida es descifrado por el sentimiento.
Hay maneras de perder el ser que son profundamente iluminadoras.
Perseguimos un camino de estrellas, un amor; tal vez lo encontramos.
La espera es ese momento suspendido en la indecisión, un instante prolongado de locura durante el cual no sabemos a quién esperamos.
Somos atravesadas por las circunstancias de la vida, no por las imágenes por medio de las cuales tratamos de representarla.
Es la vivencia, no su presesentación, la depositaria de la trascendencia.
Por eso hay que medir el deseo, que nos descubre el camino a la eternidad, a aquellas vivencias significativas que determinarán nuestra comprensión de todas las cosas.
La autobiografía es una ciencia subjetiva que interpreta el mundo. La única que poseemos.
La relación amorosa se entiende como un camino de perfección. Hay un esfuerzo consciente, un logro estético que se persigue, como cuando nos entregamos a la tarea de la escritura y desdeñamos el futuro.
Nuestra máxima aspiración es trascender en este mismo momento.
El amor es creación, también es el acto de vivirse, la destrucción de sí mismo.
Como una sucesión de párrafos o capítulos que agotan la escritura, así se consumen los días del amor, como un secreto que es borrado en un pergamino.
En el tiempo del amor se instaura también una suerte de pensamiento mágico. Surge una fe en la metáfora, en la coincidencia. Nos vemos representadas en las historias que ya han sido contadas. Enamorarse es, también, integrarse en el relato.
En ese descuido de la felicidad, no nos importa acaparar pequeñas pérdidas. Nos entregamos en cuerpo y alma, relegamos el intelecto.
Entramos un tiempo en el que los valores espirituales se ven incrementados. Nos reconocemos en las pasiones ajenas. Nos importunan, quizás, las consideraciones del deber.
Asistimos a la ficcionalización del yo.
La experiencia amorosa se convierte en algo narrable.
La vida adquiere las modulaciones de un cuento.
El amor hace que nos convirtamos en protagonistas indiscutibles de nuestra historia.
La vida se transforma en relato.
Creemos en los finales felices.
Vivimos en un presente eterno.
Evitamos las explicaciones.
El acto de vivir es suficiente.
El enamoramiento es, además, un relato del género de la fantasía.
La radical alienación del ser humano le es ajena.
Vivimos en la ilusión de formar parte de un mundo que se ha completado a sí mismo.
Le ponemos parches a la realidad para no caer por entre sus grietas.
Los celos se convierten en la medida de la veracidad de una pasión que no se sostiene.
A veces, también, el anhelo por la huida, por la conclusión del amor.
Da igual (Alpha Decay, 2021) reúne 25 relatos breves de Agota Kristof que constituyen una radiografía de la crisis moral del hombre contemporáneo. Detrás de cada persona en apariencia inocente, de cada situación anodina, podemos encontrar un elemento despiadado. Lo que está en juego en la vida moral de nuestra hipermoderna era de la barbarie es la propia trascendencia de la existencia humana.
Ante una vida que se ha manifestado como atroz, permanecen frágiles refugios, los lugares exactos donde pueden encontrar un hogar los desheredados. Los cuentos se mueven entre la desesperación y esos impermanentes oasis de quietud. El dolor es la memoria reflejándose en las quebraduras del presente. La crónica contemporánea es la de la experiencia íntima del desarraigamiento. La soledad se ofrece como consuelo incierto frente al sinsentido en que ha caído la vida moderna. Estos desheredados somos los hijos impuros de la modernidad, y la noción de un hogar propio nos resulta problemática.
El materialismo ha convertido la historia en pesadilla, su conclusión en proverbial castigo y catástrofe. La impronta del pecado es la de una maldición que abarca generaciones. En cuentos como “El canal,” atestiguamos que el infinito no es sino la repetición continuada de esta maldición por la que el hombre pierde su morada en el universo. El colapso moral se manifiesta en una vivencia apocalíptica. Llegamos a una conciencia de nuestro estatus moral como desperdicios de la historia.
También se aborda en relatos como “La muerte de un obrero” el tema de la deshumanización del trabajo mecanizado, esa muerte diaria que amenaza la pervivencia de todo vestigio del espíritu. O en relatos como “Ya no como” asistimos a la constatación del hastío que provoca la repetición de rituales gastronómicos desde tiempos inmemoriales. Aparece la búsqueda de una espiritualización del yo mediante la superación de estos ritos materiales de la existencia. La pulsión materialista todo lo convierte en desechos.
Otros relatos reflejan la inversión de los valores morales en la edad contemporánea, la confusión entre el bien y el mal y la humillación de los valores considerados como tradicionales. Así sucede en “Los profesores,” donde una alumna asesina a su profesor por compasión, o en “El niño,” donde asistimos a la ruptura en la ley moral que vincula a las generaciones y a la inevitabilidad de la violencia en el mundo del porvenir. En “El escritor” comprobamos que incluso los artistas con frecuencia se encuentran sin otra respuesta que el silencio y el vacío, con la imposibilidad de transformar la modernidad en un relato inteligible. Es también este relato el fruto de la consideración de los límites del lenguaje en la edad contemporánea, en el vacío verbal que sucede a las efusiones del postmodernismo. Nos quedamos con la consideración de los límites del lenguaje frente al vacío de la edad moderna, la exigencia de la brevedad y la concisión, de una expresividad de pocos recursos. Se trata también de una reflexión sobre los problemas que plantea la creación en un mundo en proceso de ser destruido. La única aspiración posible es a la espiritualización del yo, pero ese sufrimiento no va a traducirse necesariamente en un hallazgo creativo.
Es asimismo de importancia la reflexión sobre la significación de la pérdida de la idea de un hogar propio. En “La casa,” un hombre vive obsesionado con la pérdida del hogar de su infancia. Un hogar es sólo un espacio en un tiempo determinado, por lo tanto un refugio fragmentario y condenado a desaparecer. En nosotros pervive la lealtad por los espacios que nos constituyeron en su humildad y belleza, pero ante la fugacidad de la memoria surge la imposibilidad de preservar los recuerdos, su decadencia ante el avance del tiempo. Sufrimos la nostalgia por ese mismo pasado que eludimos en nuestra ansia por avanzar. El porvenir aparece como un campo yermo, en un momento en que se impone la sencillez más radical como forma de supervivencia. Estamos hablando de la pérdida de los orígenes frente al horizonte estéril del progreso. Parece que la quietud sea la condición principal de toda espiritualidad, sobre todo cuando la realidad se convierte en un vórtice vertiginoso. Vuelve a nosotros esa necesidad de afianzarnos en la quietud, en el apego a lo que a cada quien le es propio, sus orígenes, la vocación de pervivencia espiritual, el silencio… Está en juego el desarrollo de una habilidad para sobreponernos espiritualmente a un presente catastrófico, la pervivencia de lo que nos hace humanos en un mundo en descomposición.
Uno de los rasgos de la hipermodernidad es la multiplicidad de sus sistemas culturales, que acaban por contraponerse entre sí generando espacios de descontextualizada barbarie. En el relato “Mi hermana Line, mi hermano Lanoé,” asistimos a una escena en la que se produce la venta de una niña en matrimonio al llegar la pubertad. El drama íntimo de prácticas culturales presentadas en una estudiada descontextualización resalta su anacrónico barbarismo. La era hipermoderna es anacronía. Así somos confrontados con una multiplicidad de sistemas morales que chocan entre sí y que ofrecen una imagen delirante de nuestra problemática modernidad. Sin embargo, y a pesar de que el amor pueda subyacer a las prácticas sociales más aberrantes, nos queda la constatación de que toda práctica social establecida induce al barbarismo, del universo social como aberración.
El relato que da su nombre a la colección, “Da igual,” nos revela una profunda indiferencia frente al sinsentido de la existencia, la sensación de haber llegado a la conclusión de la historia, al último capítulo del devenir, en el que los significados colapsan, la materialidad social se vuelve líquida, las fronteras de los sistemas culturales se difuminan resultando en el absurdo. Frente a esta inestabilidad de la realidad, todo intento de comunicación es una quimera. La desconfianza hacia los vínculos emocionales se convierte en un requisito de cualquier ejercicio de radicalidad espiritual.
“El campo” es un relato sobrecogedor sobre la nueva condición de inhabitabilidad del mundo, cuando nuestros entornos habituales son degradados por los estragos del progreso en sucesivas devoluciones ambientales. Estas nuevas condiciones de inhabitabilidad del mundo conducen en muchas ocasiones, al absurdo. Asistimos al hundimiento de los escenarios que habitamos. Con cada esfuerzo por sobreponernos al fin solo conseguimos hundirnos más resueltamente en la ciénaga, por lo que todo acto de protesta resulta inútil, y el esfuerzo por tomar el control de nuestras vidas una temeridad.
En un relato de una original belleza, “Las calles,” el protagonista recurre a la contemplación de las calles de su pueblo y al ensimismamiento frente al desvarío de la historia, cuando no queda ya lugar para el romanticismo ni la adoración de la belleza. Frente a un entorno fragmentario y roto, permanece el consuelo en la infinitud de la imagen estética, aunque su trascendencia sea subjetiva, íntimamente incomunicable. Se trata de encontrar la belleza que se oculta tras lo ordinario, la magia que resulta invisible a ojos más prosaicos. El espacio del individuo sensible en la hipermoderna era de la barbarie se da en un entorno precario. El refugio se busca en lo íntimo, en ese lugar incomunicable. Se busca también la renuncia del mundo, de sus distracciones, en especial de las otras personas. La incomunicación no es una causa, sino una condición del aislamiento. El amor que no se puede sentir hacia otro ser humano se traslada hacia un objeto depositario de la pureza. El amante se transforma en voyeur para descubrir el elemento de lo sublime que se oculta tras las manifestaciones más prosaicas de nuestra realidad: “Se volvió un voyeur. Un voyeur de casas.”
La conciencia de la propia fragilidad existencial es evidente en “La gran rueda,” donde la autora busca cifrar el conocimiento del lugar exacto del ser humano en el monstruoso engranaje de la realidad. En “El ladrón” asistimos al sentimiento de incomprensión ante la vida que nos daña, la vida que además perdemos a cada segundo. Lo único que nos queda es la conciencia de que progresamos en el daño. En “La madre” se reafirma la ruptura de los vínculos emocionales, de toda solidaridad entre las personas. “La invitación” incide en la violencia soterrada de los ritos sociales. El egoísmo aparece como la emoción definitoria de nuestra organización social. El ser humano es apenas consciente de su pertenencia a un oscuro eje de tradiciones que son el epítome de la barbarie.
“La venganza” es un relato sobrecogedor que trata de realizar una apreciación del poder oscuro e incomprensible del que pendemos, al que corresponde salvarnos o condenarnos. Subyace la ansiedad por la propia sublimación en la no-existencia, el sentimiento de parálisis que produce la crueldad palpable en que se desenvuelve el mundo. Vivimos con la indiferencia a un destino atroz, inherente a la fatalidad del ser humano. Se hace necesario el cuestionamiento de la inocencia, un estado que ya no tiene lugar tras la caída del mundo en las sombras.
La escritura del conjunto de estos relatos incorpora la urgencia del testimonio, la necesidad de poner por escrito una experiencia muy particular del mundo surgida de una crisis existencial que es también una crisis de representación artística y estética. Habitar el mundo se convierte en una experiencia terrorífica y también en un acto de sublimación. La crisis del arte se presenta como metáfora del desatino, de un destino fatal. La conclusión inevitable pasa por la aceptación del nihilismo como un trastorno derivado de la desigualdad, fruto de la alienación. En estos cuentos despiadados de Agota Kristof resuenan la urgencia, la náusea nihilista, el terror y la más pura belleza que puede concebir un alma hecha pedazos.
Irène Némirovsky publicó los diez relatos de Domingo en diferentes revistas francesas entre 1934 y 1940, y la progresión de las historias refleja fielmente un tiempo en que la despreocupada frivolidad de la sociedad de entreguerras fue dando paso a los iniciales, descreídos temores de una nueva conflagración mundial. La selección se abre con la historia del desengaño amoroso de una joven en el primer domingo de la primavera de 1934 en París, cuando ante las garçonnes se abría un mundo nuevo cargado de optimismo y se inauguraban nuevas formas de vivir la experiencia femenina, ensayando nuevos tropiezos en el amor, ignorando, tal vez, la circularidad oracular de la existencia de las mujeres, esa infelicidad reincidente.
Desde este agridulce comienzo, la sucesión de relatos está marcada por el progresivo descenso a los infiernos de lo que supondría la ocupación nazi de Francia y el comienzo de la segunda guerra mundial. Desde esta perspectiva los relatos aquí reunidos constituyen un documento literario de indudable valor histórico, un registro de la progresión temblorosa de una conciencia en uno de los momentos más oscuros de la historia reciente de la humanidad, desde las ilusiones rotas de la juventud de los primeros años treinta hasta la certidumbre terrible del retorno de la guerra, de un conflicto si cabe esta vez más pavoroso, más incomprensible por haber sido menos anticipado.
No pueden obviarse los orígenes biográficos de Némirovsky, los traumas de su infancia reflejados en algunos de los primeros relatos, esa huida con su familia de la revolución bolchevique cuando aún era una adolescente, en que se inspiran relatos profundos e hipnóticos como ‘Aíno,’ o ‘Los vapores del vino,’ que se desarrollan durante la guerra civil finlandesa de 1918, un eco de la revolución rusa.
Estos relatos combinan el terror del documento histórico con la fabulación y el ensueño de la perspectiva infantil, el recurso al imaginario simbólico del cuento de hadas para relatar la barbarie totalitaria del siglo XX y el contexto muy particular en que ésta se desarrolló.
También se hace necesario aludir a la condición judía de la autora, una preocupación cultural que traspasa los relatos, constituyéndose en eje central de algunos de ellos, como ‘Fraternidad,’ donde se ponderan los rasgos característicos de la raza, esa condición apátrida, el desarraigamiento, la búsqueda incesante de un hogar propio, de un refugio en medio de la tormenta de la historia.
La sucesión de relatos prosigue ahondando en temas como la fragilidad de los lazos familiares, la alienación en el matrimonio, la ruptura del acuerdo entre generaciones, el hostigamiento de la culpa, la falsedad del culto a la belleza, la vulgaridad del materialismo en su aspiración por domesticar la cultura, los despojos del arte en la era capitalista. Pero, sobre todo, sobresale el desconsuelo, sembrado de horror, frente a las fratricidas guerras europeas, frente al cruel sinsentido del relato político indiferente al sufrimiento del pueblo, la ansiedad moral frente a la destrucción, la indiferencia de la naturaleza ante los desmanes de la historia. Y, también, ante el escenario de esa frívola sociedad de entreguerras, la inconstancia del espíritu, los equívocos de la sofisticación, la bancarrota moral, la confusión entre el amor y el dinero, las ruindades del nuevo mundo que adquiría vida bajo los focos de los teatros y del music-hall cobrándose los sueños de las jóvenes.
Son relatos que sólo en apariencia muestran todas sus claves, cuyas tramas se oscurecen al tiempo que son reveladas. En el centro está el misterio insondable de las relaciones humanas, la transgresión de esas dolorosas traiciones que suceden en la intimidad, no menos ominosas por su ocultación. El ser humano se había convertido en una masa de voluntades y deseos insatisfechos, ajeno a los rituales de la herencia, al margen, asimismo, del poder iluminador de la razón. El nuevo mundo que inauguraba el siglo XX aparece representado como el escenario de un maleficio, el contexto propicio para el surgimiento del monstruo totalitario.
En aquella década de los años 30 del siglo XX, no tan diferente de nuestro presente histórico en sus vicios y sus deslealtades, ante la frivolidad que presidió el avance de la guerra, la desorientación general, aquel escenario poblado por actores que no conocían sus líneas, se sufría la exacerbación de pasiones como el hedonismo, y se siente la ausencia de un compromiso serio, incluso de un conocimiento atento de las causas y los orígenes de la contienda.
La falta de anticipación del conflicto resulta en ese horror súbito que nos retrotrae a los cuentos de hadas y que se hace especialmente amargo con el conocimiento a posteriori que los lectores tenemos del triste final de la autora en Auschwitz. Pero, como estos mismos relatos ya predicen, la vida avanzará con su nauseabunda compulsión incluso desde el centro de la mayor desolación frente a la universal fraternidad del sufrimiento.
El último relato, ‘El señor Rose,’ publicado en agosto de 1940, describe cómo el inicio de la guerra alcanza a un confiado hombre rico en su retiro de Normandía, de donde se ve obligado a huir, alcanzando en pocas horas la desposesión del refugiado, esa naturaleza desnuda en la que se consuma el abandono que la tierra hace de los hombres en las circunstancias más adversas.
La encrucijada de las Tres Viudas, situada en la carretera nacional que va de París a Étampes, a tres kilómetros de Arpajon, debe su nombre a la leyenda de una casa allí situada en la que tres viudas vivieron hacía cincuenta años: una madre de noventa años y sus dos hijas de sesenta y siete y sesenta años. Eran tan avaras que vivían exclusivamente de lo que les daban su huerta y su corral, sin apenas salir de casa. Hasta que llegó un momento en que, al no haber sido vistas durante una larga temporada, el alcalde del vecino pueblo de Avrainville se decidió a hacerles una visita y se las encontró a las tres muertas. Decía la leyenda que la hija mayor se había roto una pierna y que por rabia había envenenado a su hermana y también a su madre, hasta que ella misma murió de inanición al no poder moverse del sitio.
Actualmente en la encrucijada hay únicamente una gasolinera con su taller mecánico, que regenta el señor Óscar, el cual vive con su mujer en el piso superior, y dos viviendas más, la casa convencional de un contratista de seguros, Michonnet, y su esposa, y la casa de las Tres Viudas, donde ahora vive Carl Andersen, un misterioso danés que lleva un monóculo en el ojo izquierdo y se dedica al diseño de telas, junto a su hermana Else, que pasa la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación por motivos poco claros.
Cuando una mañana de domingo aparece el cadáver de Isaac Goldberg, un corredor de diamantes holandés asesinado de un tiro en el pecho, en el garaje de Andersen, pero dentro del coche nuevo, un seis cilindros, del vecino Michonnet, Carl Andersen se convierte en el principal sospechoso del inspector Maigret.
Pero en sucesivas visitas a la casa de las Tres Viudas, el inspector Maigret no logra dar con la prueba que incrimine a Andersen. La hermana de Andersen, Else, parece el prototipo de la femme fatale, y pasa el tiempo fumando cigarrillos, entre su habitación y el tocadiscos del oscuro salón lleno de libros en diversas lenguas. Andersen parece sentirse devoto a ella. Él cocina y se ocupa de todo, y cuando tiene que salir de casa la encierra en su habitación. En esa atmósfera turbia, “a la vez íntima y desordenada,” vivían los dos hermanos cuando el asesinato de Isaac Goldberg atrae hacia ellos la atención que Carl Andersen había precisamente tratado de eludir al fijar su residencia en un lugar tan aislado.
Mientras, el señor Michonnet no hace más que lamentarse por la pérdida de su coche nuevo, y el señor Óscar, un antiguo pugilista, ahora el jefe de la gasolinera y el taller mecánico donde suelen repostar los camiones de mercancías que se dirigen cada noche al mercado de Les Halles, se muestra cercano y jovial con Maigret: la historia le parecería muy divertida si no fuera que hay un cadáver por medio. Pero ninguno de ellos vio ni oyó nada, y ninguno tiene coartada. La noche en que la viuda de Goldberg llega a la encrucijada es asesinada de un disparo no bien ha puesto un pie fuera del coche. Es entonces cuando el inspector Maigret comprende que el culpable de estos dos asesinatos puede ser cualquiera de los habitantes de esta siniestra encrucijada.
Ésta es la primera novela del inspector Maigret que leo; a pesar de que me encanta el género detectivesco no suelo abordarlo en mis lecturas. Simenon dota a sus novelas policiacas, con fuertes raíces en la literatura popular y folletinesca, de un sensible componente estilístico, siguiendo el consejo de Colette, marcado por concisas descripciones casi poéticas y el tratamiento que humaniza a los protagonistas (Rafael Conte habló de “la humanización del enigma” en las novelas de Simenon).
Esta versión en español deja entrever la pureza del estilo de Simenon, pero quizás la traducción de algunos coloquialismos del francés original ha resultado un poco artificial o pasada de moda, lo que entorpece la lectura. No es la primera vez que las traducciones de la jerga popular al castellano me resultan indigestas en la literatura. No suele considerarse la conveniencia de minimizar el efecto del lenguaje popular en las traducciones cuando no se cuenta con herramientas convincentes. Otro pequeño pero a esta edición de Acantilado: la portada reproduce una fotografía muy hermosa de una calle de París, ciudad que sólo aparece de manera secundaria en la novela. El interés recae en una encrucijada solitaria en la carretera nacional, donde se ha producido un llamativo crimen. A pesar de que la lista de sospechosos se reduce a los escasos habitantes de la encrucijada, el desenlace resulta sorprendente.
Como dato curioso, Jean Renoir realizó una adaptación cinematográfica: La nuit du carrefour, en 1932. Y una coincidencia peculiar en la que he reparado durante la lectura de esta novela: Simenon falleció en Suiza el 4 de septiembre de 1989, mientras que el principal sospechoso de esta historia trabaja para la casa Dumas et Fils, en la rue du 4-Septembre.
El amante, en traducción de Ana María Moix en RBA Coleccionables.
El trasfondo de la excelente novella de Marguerite Duras, El amante, es la precaria existencia de una familia de colonos franceses con pocos medios en la Indochina (actual Vietnam) de los años 30 del siglo pasado. La peripecia relata la manera en la que la protagonista, cuyo nombre nunca llegamos a conocer, consigue librarse de un destino poco propicio en Saigón, mediante una temprana relación sexual con el hijo de un millonario chino en la que se pone a prueba su capacidad de hacerse valer de su precoz intuición de sus armas de mujer. Ella tiene quince años y medio solamente cuando atraviesa el Mekong en un transbordador que va de Vinhlong a Sadec, llevando puesto un vestido blanco casi transparente, unas sandalias doradas de tacón alto y un sombrero rosa de hombre con una cinta ancha.
La imagen de esta escena actúa como una visión poética recurrente. La novella está estructurada en una serie de fragmentos cortos introspectivos en los que los recuerdos de la narradora sobre un episodio crucial que marcaría un punto de inflexión en su vida, se desarrollan bajo el prisma de un inquisitivo sentir filosófico de gran lirismo.
Hasta cierto punto se trata de la historia de una justificación personal. La narradora, desde una edad que ya suponemos avanzada, se propone devolvernos aquella imagen que ella tiene de sí misma; como si alzase un espejo milagroso al pasado, en la novella se suceden una serie de estampas, escenas sólo parcialmente desarrolladas, intercaladas con comentarios dolientes por la amargura a la que la induce la memoria de un tiempo ya lejano pero que fue determinante para su formación como ser humano y como mujer.
La familia de la narradora reviste una gran importancia en su relato y conforma el marco en el que se desarrolla su ritual de maduración. El padre ya ha muerto cuando los hechos más relevantes de la historia tienen lugar. La madre, directora de una escuela en Sadec, parece permanentemente al borde de la locura, una locura amenazadora para los tres niños, que no tienen otra figura familiar, y una locura ante la que la narradora es la única de los tres con la capacidad de sentirse responsable y útil. El hermano mayor es el predilecto de la madre, pero es violento e irresponsable, despilfarra el dinero de la familia y es incapaz de ganarse un sustento hasta los 50 años. El hermano menor representa la indefensión y la infancia. Es con él con quien más se identifica la narradora, pues siente la necesidad de protegerlo. El hermano menor, que acaba muriendo de una bronconeumonía, representa aquella parte de sí misma que necesita ser rescatada.
El enfrentamiento del abusivo hermano mayor con el menor, que reviste el papel de víctima, constituye una dramatización del rito de paso que experimenta la niña fuera de casa, en un apartamento en la parte más sórdida de Saigón, entregada al placer de su frío descubrimiento del sexo. Es así que ella mata su infancia e ingresa en la edad adulta, aquellos rasgos de su carácter que se enfrentan al ambiente aniquilan a sus rasgos más débiles. El hermano menor es matado por el mayor. La niña por la mujer.
Se desliza entre las líneas de la novella la sutil pero contundente sugerencia de que las cosas no pueden ser de modo diferente a como ocurren. Albergamos en nuestro interior las posibilidades todas de aquello en lo que vamos a devenir, igual que la narradora a sus quince años y medio, justo antes de conocer al que sería su amante, guardaba en las líneas de su poderoso rostro los rasgos del deseo. Pasado, presente y futuro se entrelazan en la historia de la vida, pues somos aquello que fuimos, y no seremos más que aquello en lo que no podremos evitar convertirnos.
Y, sin embargo, a pesar de este aparente determinismo que envuelve la narración, la historia es en gran medida la celebración de una opción personal por la que la niña se desmarca de sus compañeras en el pensionado, que aspiran con suerte a convertirse en enfermeras, y en la escuela francesa, donde su predilección parece que se decanta más por el francés que por las matemáticas, aunque su madre quiere que saque unas oposiciones de matemáticas.
Finalmente será escritora, en Francia, lo que la capacita para contarnos la historia de cómo se convirtió en ella misma desde la intención de reflejar los “periodos ocultos” de esa misma historia. Una historia sin centro, que no se sucede en un camino ni en una línea, pues no es ésta la naturaleza de nuestro vivir, sino la recurrencia.