O soño dunha Galicia dona de seu

Malores Villanueva Gesteira, Francisco Fernández del Riego, un loitador pola idea de Galicia, Galaxia Editorial, 2022.

O soño dunha Galicia dona de seu inspirou o traballo intelectual de Francisco Fernández del Riego ao longo da súa dilatada traxectoria, de xeito que estudar a súa biografía é poñerse en contacto coas forzas vivas da historia da cultura galega ao longo do século XX. Malores Villanueva o visitou habitualmente na súa derradeira etapa para rescatar os fíos que compoñían a súa memoria, para que puidera facer o legado do seu testemuño.

Son moitas as imaxes desta biografía que quedarán por sempre fixadas na conciencia de Galicia. Podemos ver a Paco na súa mocidade lendo á luz dunha candea nos Escolapios de Monforte. O belén en Lourenzá polo Nadal, as panxoliñas. O espertar a Galicia no seu ano de estudos en Madrid ao tempo que se proclamaba a República. O primeiro 25 de xullo no balcón de Lourenzá. As primeiras conferencias: Pardo de Cela, Prisciliano, os mártires de Carral. A teima pola galeguización da USC. O Seminario de Estudos Galegos. O Partido Galeguista. As xuntanzas no café Derby. A Imprenta Nós. Os mitins para espallar o proxecto do Estatuto diante de miles de labradores. Ultreya: o tríscele vermello. A Federación de Mocedades Galeguistas. Galeuzca. A vitoria do Estatuto no plebiscito o 28 de xuño. O alzamento e o asasinato de Ánxel Casal e Alexandre Bóveda. O diario da guerra.

Vigo. Axiña, a reconstrución do Partido Galeguista na clandestinidade. A maleta coa documentación galeguista que tivo que enterrar nunha horta.  O regreso ao xornalismo, as primeiras columnas en galego. A asamblea fundacional da editorial Galaxia. O primeiro número da revista Grial. A creación da colección Salnés de poesía. A recuperación de Álvaro Cunqueiro. O traballo a prol da unificación ortográfica do galego.

Tamén recordamos a recolleita de terra da beiramar en Coruxo e de terra de Trasalba coa que soterrar a Castelao e o emotivo discurso no cemiterio de Chacarita en 1954. A reconquista da Real Academia Galega polos galeguistas e a proposta do Día das Letras Galegas que hoxe celebramos.

Ficamos co traballo infatigable de Del Riego para fortalecer este segundo rexurdimento que tivo lugar dende o exilio interior.

Relato de lo íntimo

Chantal Akerman, Una familia en Bruselas, (1998), Editorial Tránsito, 2021.

La filmografía de Chantal Akerman reproduce su preocupación con la relación entre la opresión de los roles de la mujer y los espacios (cerrados, claustrofóbicas cárceles-nido) que ocupa. Realiza una poética de la cotidianidad que oscila entre el relato íntimo y de denuncia de una historia opresiva, silenciada, que tiene mucho que ver con su propia historia familiar. Sus padres fueron judíos polacos supervivientes de Auschwitz.

Una familia en Bruselas (1998) es un monólogo en primera persona en el que Chantal Akerman da voz al relato de su propia madre, Natalia Liebel, de su experiencia de duelo ante la enfermedad y muerte de su marido. Chantal proyectó la narración de la experiencia de su madre a lo largo de su obra para el cine, desde News from Home (1975), la película en la que Chantal lee las cartas de su madre frente al paisaje activo de la psicogeografía urbana del sur de Manhattan, donde ella se había instalado, hasta No Home Movie (2015), la filmación de los últimos meses en la vida de Natalia desde su apartamento de Bruselas, de su último testimonio vital.   

En su epílogo la cineasta gallega Diana Toucedo incide en la representación del cuerpo (femenino) y la historia (suprimida) en la obra de Akerman, ese esfuerzo por otorgar visibilidad a la no-existencia, ese relato del dolor que surge de un lugar escondido de la conciencia, de aquello que no puede ser dicho más que en las esferas de lo íntimo. Chantal accede a esos espacios con su cámara para dar nombre a a una historia de supresiones colectivas, las experimentadas por todas las mujeres que solo han podido tener voz en espacios cerrados, familiares, para encontrarse a sí mismas en el relato silenciado de la construcción, tan violentada por la historia, del ser femenino.

Creación y mestizaje

Gloria Anzaldúa, Borderlands / La Frontera. The New Mestiza, (1987)

Gloria Anzaldúa parte de sus propios orígenes en una familia de inmigrantes mexicanos en el sur de Texas para producir la reescritura de su propia identidad como mujer mestiza habitante de la frontera. A partir de su formación en el seno de tres culturas dispares surge la necesidad e la hibridación del yo, de la legitimización de la ambigüedad cultural que reside en su identidad chicana. Mezclando su herencia indígena mexicana, la cultura de los colonizadores españoles y la cultura blanca del imperio anglosajón establece la necesidad de partir de la ideación de nuevas identidades mestizas que adquieran su significación en un mundo en perpetuo cambio y movimiento en el que se multiplican los territorios marginales, las periferias de las periferias. De esta diversidad de culturas surge una multiplicidad de lenguas con las que trasladar una experiencia desde perspectivas múltiples y complejas, y el propio lenguaje híbrido del texto: el español, el inglés y también las lenguas consideradas ilegítimas, las lenguas propias de la frontera que ella reconoce, y a las que quiere proporcionar un status propio: la lengua chicana o el tex-mex.

Identifica su propia identidad queer, como mujer lesbiana y feminista de color, con esa cualidad transfronteriza, propia de quienes atraviesan la norma y la convención. Participa de la herencia de los cultos a las deidades femeninas de las tribus mesoamericanas: Coatlicue (la diosa serpiente), Tonantsi, Coloxauhqui, Antigua, todas relacionadas con el inframundo o mictlán, y con la sombra inconsciente de la psique, y que convergerían en 1660 en la adaptación católica, depurada, del mito de Guadalupe. De esta visión mística y contestataria surge su técnica creativa: el poder de la evocación y del ensueño para prefigurar mundos y para cambiar el mundo: “Escribo los mitos en mí, los mitos que soy, los mitos en los que quiero convertirme”.  

Epopea sentimental

Xesús Fraga, Virtudes (e misterios), Galaxia Editorial, 2020.

Xesús Fraga fai o relato da epopea sentimental dunha familia traballadora de Galicia. A avoa Virtudes perdeu o contacto co seu marido emigrante en Venezuela nos anos 50 e máis tarde atopou en Londres a liberdade do traballo co que manter as tres fillas que quedaran no Betanzos natal. A historia de Xesús Fraga, que naceu en Londres cando os pais estaban tamén alá emigrados, é unha historia de dislocación afectiva, dun neno dividido entre dúas paisaxes culturais amadas que semellan reflectirse entre elas, aínda que só hai que rozar a superficie da visión cos dedos para que se rompa o engado. Hai unha Galicia que se agocha no envés arbóreo de todas as migracións, como na reprodución do cadro de John Constable, ‘O carro de feo’ (1821), que colgaba no recibidor de Betanzos. Hai un xeito, tamén, de reconstruír o futuro que se perdeu ao regresar definitivamente a Galicia –sandar esa morriña do que non foi–, esa ferida da existencia que abrolla cando o progreso da alma queda interrompido por unha perda imprevista dos espazos habitados.

‘Virtudes (e misterios)’ (2020) é un esforzo por ordenar a experiencia familiar, o progreso da clase traballadora dun país durante case un século. Os misterios se agochan entre as palabras, as virtudes desenvólvense nos fíos das xeracións. Testemuñar o propio conto, o fragmento sentimental da historia doméstica e sociocultural dun mesmo, non hai mellor maneira de congraciarse co destino.

El último domingo

Irène Némirovsky, Domingo, Ediciones Salamandra, 2017.

Irène Némirovsky publicó los diez relatos de Domingo en diferentes revistas francesas entre 1934 y 1940, y la progresión de las historias refleja fielmente un tiempo en que la despreocupada frivolidad de la sociedad de entreguerras fue dando paso a los iniciales, descreídos temores de una nueva conflagración mundial. La selección se abre con la historia del desengaño amoroso de una joven en el primer domingo de la primavera de 1934 en París, cuando ante las garçonnes se abría un mundo nuevo cargado de optimismo y se inauguraban nuevas formas de vivir la experiencia femenina, ensayando nuevos tropiezos en el amor, ignorando, tal vez, la circularidad oracular de la existencia de las mujeres, esa infelicidad reincidente.

Desde este agridulce comienzo, la sucesión de relatos está marcada por el progresivo descenso a los infiernos de lo que supondría la ocupación nazi de Francia y el comienzo de la segunda guerra mundial. Desde esta perspectiva los relatos aquí reunidos constituyen un documento literario de indudable valor histórico, un registro de la progresión temblorosa de una conciencia en uno de los momentos más oscuros de la historia reciente de la humanidad, desde las ilusiones rotas de la juventud de los primeros años treinta hasta la certidumbre terrible del retorno de la guerra, de un conflicto si cabe esta vez más pavoroso, más incomprensible por haber sido menos anticipado.

No pueden obviarse los orígenes biográficos de Némirovsky, los traumas de su infancia reflejados en algunos de los primeros relatos, esa huida con su familia de la revolución bolchevique cuando aún era una adolescente, en que se inspiran relatos profundos e hipnóticos como ‘Aíno,’ o ‘Los vapores del vino,’ que se desarrollan durante la guerra civil finlandesa de 1918, un eco de la revolución rusa.

Estos relatos combinan el terror del documento histórico con la fabulación y el ensueño de la perspectiva infantil, el recurso al imaginario simbólico del cuento de hadas para relatar la barbarie totalitaria del siglo XX y el contexto muy particular en que ésta se desarrolló.

También se hace necesario aludir a la condición judía de la autora, una preocupación cultural que traspasa los relatos, constituyéndose en eje central de algunos de ellos, como ‘Fraternidad,’ donde se ponderan los rasgos característicos de la raza, esa condición apátrida, el desarraigamiento, la búsqueda incesante de un hogar propio, de un refugio en medio de la tormenta de la historia.

La sucesión de relatos prosigue ahondando en temas como la fragilidad de los lazos familiares, la alienación en el matrimonio, la ruptura del acuerdo entre generaciones, el hostigamiento de la culpa, la falsedad del culto a la belleza, la vulgaridad del materialismo en su aspiración por domesticar la cultura, los despojos del arte en la era capitalista. Pero, sobre todo, sobresale el desconsuelo, sembrado de horror, frente a las fratricidas guerras europeas, frente al cruel sinsentido del relato político indiferente al sufrimiento del pueblo, la ansiedad moral frente a la destrucción, la indiferencia de la naturaleza ante los desmanes de la historia. Y, también, ante el escenario de esa frívola sociedad de entreguerras, la inconstancia del espíritu, los equívocos de la sofisticación, la bancarrota moral, la confusión entre el amor y el dinero, las ruindades del nuevo mundo que adquiría vida bajo los focos de los teatros y del music-hall cobrándose los sueños de las jóvenes.

Son relatos que sólo en apariencia muestran todas sus claves, cuyas tramas se oscurecen al tiempo que son reveladas. En el centro está el misterio insondable de las relaciones humanas, la transgresión de esas dolorosas traiciones que suceden en la intimidad, no menos ominosas por su ocultación. El ser humano se había convertido en una masa de voluntades y deseos insatisfechos, ajeno a los rituales de la herencia, al margen, asimismo, del poder iluminador de la razón. El nuevo mundo que inauguraba el siglo XX aparece representado como el escenario de un maleficio, el contexto propicio para el surgimiento del monstruo totalitario.

En aquella década de los años 30 del siglo XX, no tan diferente de nuestro presente histórico en sus vicios y sus deslealtades, ante la frivolidad que presidió el avance de la guerra, la desorientación general, aquel escenario poblado por actores que no conocían sus líneas, se sufría la exacerbación de pasiones como el hedonismo, y se siente la ausencia de un compromiso serio, incluso de un conocimiento atento de las causas y los orígenes de la contienda.

La falta de anticipación del conflicto resulta en ese horror súbito que nos retrotrae a los cuentos de hadas y que se hace especialmente amargo con el conocimiento a posteriori que los lectores tenemos del triste final de la autora en Auschwitz. Pero, como estos mismos relatos ya predicen, la vida avanzará con su nauseabunda compulsión incluso desde el centro de la mayor desolación frente a la universal fraternidad del sufrimiento.

El último relato, ‘El señor Rose,’ publicado en agosto de 1940, describe cómo el inicio de la guerra alcanza a un confiado hombre rico en su retiro de Normandía, de donde se ve obligado a huir, alcanzando en pocas horas la desposesión del refugiado, esa naturaleza desnuda en la que se consuma el abandono que la tierra hace de los hombres en las circunstancias más adversas.

La historia como superación del cuento

Henry James - Gabrielle de Bergerac
Henry James, Gabrielle de Bergerac, (1869), Impedimenta, 2012.

Gabrielle de Bergerac (1865) es una novella escrita por Henry James en su juventud y, por lo tanto, un estudio previo de los brillantes personajes femeninos que jalonarían su carrera literaria, así como de su tema característico del conflicto entre el viejo y el nuevo mundo. En esta historia, que describe un amor imposible en la Francia de los albores de la Revolución, la joven Gabrielle se halla suspendida entre el viejo pays de France de la decadente nobleza rural del Antiguo Régimen, y la nueva sociedad ilustrada que aventuraba un incipiente desafío del sistema de castas y que esgrimía los valores de la bondad, la cultura y la belleza. Así, asistimos a las fantasías insustanciales, una mezcla de impetuosidad e instinto, por las que la señorita Bergerac olvida sus obligaciones sociales y se enamora de Coquelin, el preceptor plebeyo de su sobrino.

La señorita de Bergerac debe decidir entre la persuasión de su conciencia, que la predispone a confluir con la corriente de modernidad surgida de la Ilustración, y los mandatos de la conveniencia social encarnados en el corrupto y adulador vizconde de Treuil, poseedor de un linaje, pero de una fortuna incierta. Lo que distingue a Coquelin como el hombre nuevo que traerá la Revolución es su habilidad para alzarse por encima de sus circunstancias, desarrollando una refinada sensibilidad artística y una conciencia política.

Uno de los movimientos decisivos en su relación tiene lugar cuando Gabrielle descubre el retrato que Coquelin ha pintado de ella. La imagen de sí misma que Coquelin le devuelve encuentra una resonancia en su interior, le ayuda a anhelar el cumplimiento de un ideal ético de su existencia más allá de los valores mundanos. El verdadero amante, pues, es aquél que tiene el don de la observación. El amor es conocimiento de la amada. Al confrontar este retrato de sí misma que Coquelin ha concebido, Gabrielle adquiere su individualidad. Hasta aquel momento, la mujer noble había tenido una función meramente decorativa en el matrimonio, además de servir como agente reproductivo de la casta. Entre los nuevos valores que traerá la Revolución surge la posibilidad del desarrollo de la individualidad y la creciente importancia del pensamiento. Los valores espirituales e intelectuales se democratizan.

Coquelin representa el nuevo hombre de la sociedad democrática, pero su herencia intelectual incluye todas las fábulas y ensueños de la antigua Francia que ha bebido en sus fuentes literarias, los cuentos de hadas, las viejas leyendas del bosque. Es también, así, un hombre entre dos mundos, sus fantasías románticas pertenecen al viejo, sus aspiraciones políticas y su orgullo al nuevo. En él se da una distinción lúcida entre el pasado histórico y los cuentos. Su aprecio de la literatura y del patrimonio inmaterial de su país no afecta a su espíritu reivindicativo. No permite que su particular adoración por los cuentos de hadas de la antigua Francia interfiera con su comprensión racional de la realidad atroz sobre la que esas historias se sustentaban.

En Gabrielle admira sobre todo el halo sacramental en la nobleza de su carácter, su disposición caritativa y democrática para con los campesinos pobres. Cuando juntos visitan un castillo en ruinas, Coquelin solo puede ver crueldad, iniquidad, los tentáculos de poder que oprimieron a sus antepasados, la ciega y contundente arquitectura del sometimiento, la geografía pétrea de laberínticos sótanos abovedados destinados para el castigo. Entre las ruinas del castillo de Fossy cristaliza el amor de ambos, en un escenario propicio para romper con el pasado, para sufrir un quebrantamiento moral. La Revolución francesa iba a inaugurar este mundo más natural que los amantes ansían, en el que la Razón y también la emoción individual se convierten en los valores divinamente consagrados.

La desesperanza y la lucha tienen un componente hereditario, este es el bagaje moral con el que Coquelin se enfrenta a su destino, estas son las armas que le asistirán cuando su intuición política se plasme en el siguiente remolino de la Historia.

La inocencia de un mundo más cruel

Jane Austen's England

Resulta una experiencia inaudita acercarse a este estudio de la historia social durante el período en que vivió la novelista inglesa Jane Austen como el que proporciona este libro. En un tiempo como el actual en que Jane Austen se afianza como icono predilecto del gusto popular y académico, al tiempo que proliferan las ediciones de sus novelas y los estudios críticos, las traducciones de éstas y sus adaptaciones cinematográficas… sigue subsistiendo un desconocimiento generalizado de las características de la sociedad de la época, quizá afianzado por el halo de idealización de las representaciones de sus obras en la pantalla, y por el hecho de que las obras mismas de Austen se centran en cuestiones que atañían a la sociedad más respetable, lejos de las vicisitudes prosaicas de la vida ordinaria.

Este libro escrito por la pareja de historiadores Roy y Lesley Adkins viene a subsanar esa deficiencia en nuestro conocimiento de la vida cotidiana en la Inglaterra de Jane Austen. Para elaborarlo han consultado una gran variedad de fuentes documentales, de las cuales se reproducen los diarios y cartas personales de algunos testigos comunes de la época: el pastor James Woodforde, que estaba a cargo de la parroquia de Weston Longville en Norfolk, la institutriz Nelly Weeton, que trabajó en diversas residencias en el norte de Inglaterra, y también los relatos de dos viajeros extranjeros: el americano Benjamin Silliman y el alemán Carl Moritz.

De la mano de estos testigos de la época nos es dado espiar los usos y costumbres centrados alrededor de una serie de episodios y aspectos fundamentales de la vida, como lo son las bodas, la infancia, la vida doméstica, la moda, la religión y la superstición, la riqueza y el trabajo, el tiempo libre, el crimen, la medicina y los decesos. Aspectos a la luz de los cuales la vida cotidiana en el período de la Regencia del príncipe Jorge se nos aparece mucho más alejada de nuestra vida moderna de lo que en un primer momento pudiéramos sospechar.

Comencemos por las bodas. Al margen de la imagen de glamour romántico de los bailes elegantes que se organizaban para que los jóvenes encontrasen pareja, una vez se había pasado por la vicaría la realidad de la vida de la mujer casada era poco envidiable. Su propiedad se convertía en propiedad de su marido, y no tenía derecho a poseer tierras o ingresos propios, a no ser que se hubiese especificado lo contrario en un acuerdo. Los ricos podían comprar una licencia de matrimonio, pero la gente común debía recibir la aprobación paterna y de los vecinos de su parroquia. Es por esto que eran comunes las parejas de enamorados que se escapaban para casarse sin consentimiento paterno, sobre todo a pequeños pueblos en la frontera con Escocia, donde las leyes que regían el matrimonio eran menos estrictas. Las mujeres no casadas sin ingresos particulares se enfrentaban a un futuro complicado. Algunas, como Nelly Weeton, se hacían institutrices, con lo que podían subsistir aunque sus ingresos derivados de este trabajo fueran bajos. El divorcio se podía conseguir sólo de manera costosa, mediante una ley parlamentaria, y por lo tanto estaba reservado para las clases pudientes. En tales casos la madre solía perder la custodia de los hijos. Estaba permitido que el marido golpease a su esposa, a no ser que pusiera en peligro su vida. Un método utilizado por los maridos que no podían aspirar a pagar un divorcio era el de vender a sus esposas, incluso en contra de la voluntad de éstas. Esta práctica era denostada por muchos, pero continuó hasta casi el fin del siglo diecinueve. Estas “ventas de esposas” solían ser por acuerdo previo y debían ser conducidas en un lugar público.

Una mujer viuda tenía muchas opciones de caer en la pobreza más absoluta, ya que la herencia pasaba automáticamente a los hijos o familiares varones. Es por esto que debían tratar de volver a casarse. El principal papel de la mujer dentro del matrimonio era el de tener hijos, lo cual en numerosas ocasiones resultaba en su propia muerte en el parto. Debido a la ley de la época, era esencial tener un hijo varón para asegurar que la herencia no se iba a parientes varones lejanos.

Cuando estaban embarazadas, las mujeres pasaban la mayor parte del tiempo dentro de la casa, y se metían en cama unas seis semanas antes de la fecha probable del parto. Es así que la mayor parte de las veces, las mujeres daban a luz en sus hogares, pues en los hospitales no se podía garantizar la higiene, y a estos sólo acudían las mujeres pobres. El destino de una madre pobre no casada era negro, frecuentemente desembocaba en la prostitución. Se las despedía de sus trabajos como sirvientas y no encontraban otra manera de subsistir.

El acto de dar a luz era muy peligroso, pues no había anestesia ni antibióticos, y no se conocía la naturaleza de las infecciones. En los hospitales las infecciones eran frecuentes. En aquel tiempo se empezaron a realizar las primeras cesáreas, pero la práctica no estaba desarrollada ni generalizada. Un cirujano de la época realizó en noviembre de 1793 la primera cesárea en la que la madre sobrevivió, aunque no el bebé.

Una vez que nacía el bebé, se le solía asignar una mujer que se ocuparía de amamantarlo, normalmente una mujer campesina o una sirvienta que hubiese dado a luz recientemente, pues existía la superstición de que las madres no debían dar el pecho a sus hijos. Cuando eran muy pequeños, los niños a veces se criaban con padres adoptivos, y tal fue el caso de las hermanas Austen.

Otra costumbre que puede parecer supersticiosa era la de que la mujer que había dado a luz debía ser purificada en una ceremonia religiosa. Como la madre no era ritualmente “purificada” hasta unas semanas después del parto, a veces no podía asistir al bautizo de su hijo o hija, que se realizaba muy pronto después del nacimiento.

Existía la costumbre de enrollar a los bebés en bandas de ropa tirante, pues se creía que esto prevenía la formación de miembros torcidos, aunque en realidad causaba serios problemas. Pero en la década de 1790 esta práctica ya iba a menos, y se comenzaba a vestir a los bebés con túnicas y gorros. Apenas existían juguetes para niños, y en su lugar habitualmente se los sedaba con una mezcla de licor, opio, morfina y un compuesto del mercurio.

La mortalidad infantil era alta y abundaban las enfermedades infecciosas. En casi todas las familias moría al menos un hijo. Sin embargo la población estaba en pleno proceso de expansión, y las ciudades crecían. Si un niño era abandonado en un lugar público, se convertía en la responsabilidad de la parroquia. En 1741 se abrió el primer hospital en Londres para niños abandonados. Otras madres pobres y solteras asesinaban a sus hijos o trataban de abortar. Mujeres con más recursos podían trasladarse a una residencia discreta para ocultar su embarazo y luego daban el bebé en adopción.

El uso de anticonceptivos se consideraba inaceptables para las mujeres casadas, y cada esposa tenía de media seis o siete hijos que sobrevivieran al parto y a la primera infancia. Unos tipos de preservativos muy toscos y primitivos se utilizaban con las amantes o las prostitutas. La prostitución no era ilegal, pero la homosexualidad sí.

Los juguetes sólo estaban al alcance de las clases más pudientes, y en general los castigos a los hijos por sus travesuras eran muy severos. Era frecuente el delito de robar a niños. Algunos niños eran robados para ser proporcionados a familias que no podían tener hijos, otros para ser utilizados como mano de obra barata, y otros eran vendidos para la esclavitud en los países en que ésta existía o para la prostitución.

Los niños de las familias con recursos aprendían sus primeras lecciones en casa con una institutriz. Las escuelas locales se especializaban en la enseñanza de la gramática del latín, para que los estudiantes pudiesen acceder a Oxford o Cambridge, donde el latín era muy importante. Gradualmente, estas escuelas empezaron a enseñar también griego, matemáticas y literatura, oratoria y deportes. Algunas de estas escuelas públicas eran más selectas, como las de Eton o Harrow, y el acceso a las mismas requería de contactos especiales. Las niñas aprendían en casa de la mano de las institutrices, aunque empezaba a haber algunas escuelas que las admitían. La educación formal de Jane Austen terminó a los once años.

Existían escuelas de caridad y religiosas para los niños pobres, sobre todo del credo noconformista, hasta que la iglesia de Inglaterra empezó a crear escuelas para los pobres, pero se centraban en la educación religiosa. A los catorce años estos niños pobres podían comenzar a trabajar como aprendices, bajo un estricto contrato que duraba siete años. Los niños de buena familia de esta edad que no querían seguir estudiando solían unirse a la Marina Real. Los niños más pobres eran llevados a las minas o a las fábricas textiles del norte, donde las condiciones de trabajo eran muy duras. Pero quizá el trabajo más duro que podía realizar un niño era el de limpiar chimeneas, un trabajo que frecuentemente resultaba en su muerte prematura.

En la arquitectura se desarrollaba el elegante estilo georgiano en los barrios residenciales más pudientes, pero los pobres vivían hacinados en viviendas insalubres, especialmente en Londres. Había poca seguridad respecto a la vivienda. Las viudas generalmente debían abandonar el domicilio familiar.

Los inviernos de la década de 1790 fueron especialmente fríos, y la mayoría de los hogares se calentaban con carbón, que llegaba de las minas a través de la incipiente red de canales. A veces los amplios vestidos de las mujeres eran atrapados por las llamas, y en los periódicos abundaban las noticias de mujeres que morían por esto. Los incendios eran frecuentes, y en aquel tiempo se formaban los primeros cuerpos de bomberos. Las casas se iluminaban con velas de distintos tipos y calidades.

Hubo problemas de hambrunas debidas al aumento de la población, a las guerras con Francia y al hecho de que algunos granjeros almacenaban la cosecha para inflar los precios. La leche y otros alimentos eran frecuentemente adulterados. Era difícil mantener la comida fresca, sobre todo en verano. La posesión de hielo se convirtió en una obsesión. Los contrabandistas campaban a sus anchas. Las cenas eran copiosas, aunque a veces los alimentos estaban en mal estado.

La moda del vestido femenino comenzó a imitar el mundo clásico, mientras que el atuendo masculino imitaba el estilo militar. El avance de las fábricas textiles significó que empezasen a proliferar los tejidos. Los caballeros llevaban pantalones hasta la rodilla y medias. Los hombres pobres llevaban puesto lo que pudiesen encontrar. Las mujeres llevaban apretados corsés. La muselina empezó a ponerse de moda. La ropa se hacía por encargo, y muchas veces se rehacía o transformaba. El paraguas empezaba a utilizarse en aquel tiempo. Las pelucas iban cayendo en desuso. La ropa y las sábanas se lavaban en enormes calderas, pero no frecuentemente, ya que era un trabajo pesado y costoso. Normalmente se dedicaba una semana al lavado de prendas de ropa y ropa de cama y toallas cada mes y medio, y se contrataba a mujeres para realizar la tarea. Las primeras máquinas lavadoras de madera comenzaban a aparecer. El jabón era caro y estaba sujeto a elevados impuestos, por lo que la gente frecuentemente sólo utilizaba agua para lavarse. Las casas tenían orinales pero también una construcción en el jardín que servía de inodoro.

Muchos hombres salían de la universidad para seguir una carrera en la iglesia de Inglaterra. Sus parroquianos debían pagarle un tributo, conocido como “tithe,” que podía consistir en un diez por ciento de sus cosechas, pero también había impuestos para el registro de bodas, bautizos y entierros. Los pastores tenían suficientes ingresos, pero también realizaban donaciones caritativas entre los más pobres de la parroquia. El lugar en que se sentaba un feligrés en la iglesia era indicativo de su estatus social. La clase trabajadora trabajaba seis días a la semana y el domingo debía ir a la iglesia. Poco a poco el metodismo empezó a ganar popularidad, sobre todo entre las clases más humildes.

Entre las supersticiones estaba la creencia en los fantasmas. La gente que se suicidaba no recibía una sepultura en terreno consagrado, sino que era enterrada por la noche en una encrucijada al tiempo que se clavaba una estaca en el cuerpo. La gente temía a las brujas, y cuando alguna era cazada, se la castigaba públicamente.

Un impuesto sobre la renta fue introducido en 1799, pero los ricos seguían viviendo sin realizar trabajo alguno. Derivaban sus ingresos de sus tierras y propiedades. Al mismo tiempo, muchos trabajadores perdían sus empleos en las fábricas por el avance de las máquinas, lo que ocasionó el surgimiento del ludismo, el movimiento que consistía en destrozar las máquinas de las fábricas textiles principalmente.

El trabajo agrícola seguía el curso natural de las estaciones y se vio afectado por el comienzo de la práctica de cercar la tierra. Esto dio lugar a que muchos labradores perdieran sus derechos a trabajar las tierras y tuvieran que abandonar los pueblos para buscar empleo en los centros urbanos. La Marina inglesa tenía derecho a apresar a jóvenes para forzarles a trabajar de marineros. En los pueblos, las parroquias debían hacerse cargo de los pobres que vivían en su jurisdicción.

Los trabajadores poseían escasas oportunidades para el ocio. Existían deportes por los que se torturaba a animales, incluidos los toros. La tortura de animales como entretenimiento fue prohibida en 1835. Se jugaba al futbol, al cricket, se practicaba la lucha y las carreras de caballos estaban muy de moda. En la ciudad se iba al teatro y en los pueblos se asistía a las actuaciones de actores ambulantes. Los primeros conciertos musicales empezaban a tener lugar. La mayor parte de la gente organizaba cenas con familiares y amigos como entretenimiento. Comenzaron a apreciarse las oportunidades de realizar viajes para conocer los lugares más apartados de las islas, mientras que el Grand Tour de Europa seguía siendo una costumbre respetable.

Se produjo una gran expansión en la publicación de libros, aunque existían las bibliotecas que funcionaban con suscripciones. Solían leerse los libros en alto al resto de la familia, más que leerse en solitario. Habitualmente se escribían cartas, aunque el papel de que podía hacerse uso era limitado.

La gente frecuentemente tenía que caminar para desplazarse. Sólo los ricos tenían carruajes, aunque todo el mundo podía alquilar una plaza en una diligencia. Aunque éstas no siempre eran seguras, debido a las condiciones de los caminos y a los bandoleros. Las primeras carreteras de peaje comenzaban a aparecer, aunque éstas eran resentidas por la mayor parte de la población.

El crimen estaba muy extendido, especialmente en los caminos. Muchos de estos ladrones eran antiguos soldados que seguían la tradición de Dick Turpin, que fue ejecutado en 1739. La gente que salía viaje tenía razones para sentirse nerviosa. También se robaba mucho en las casas, tanto en las de clase media como en las afluentes. La pena de muerte estaba extendida porque las cárceles estaban mal vistas, ya que se consideraba que en ellas se gastaba dinero en mantener a criminales. Pero existían las prisiones para la gente que tenía deudas, aunque este procedimiento para hacerles pagar parezca ilógico en caso de que no dispusiesen de dinero. El padre de Charles Dickens estuvo en una de estas prisiones. Algunos criminales eran transportados a América, donde debían trabajar como esclavos en las plantaciones, y más tarde, después de la guerra de independencia, serían transportados a Australia. Otros delincuentes podían sufrir latigazos, incluso por robar una hogaza de pan. Las ejecuciones eran públicas. Frecuentemente los cadáveres de los criminales ejecutados se dejaban colgando de unas construcciones especiales a la vista de todos durante un tiempo, para disuadir a posibles futuros criminales. La traición se consideraba merecedora de los castigos más brutales. Las mujeres eran quemadas en la hoguera, y los hombres troceados en público.

La ciencia médica comenzaba a desarrollarse, pero para ello los cirujanos necesitaban poder disponer de cuerpos que diseccionar, y debido a esto surgió un comercio clandestino de cadáveres. Había hombres que se dedicaban a asaltar tumbas para robar cadáveres recientes y proporcionarlos a los hospitales de cirujanos para sus estudios. Nadie podía estar seguro de que su familiar no hubiese sido robado de su tumba por la noche, a pesar de que existían guardias nocturnos en los cementerios para intentar evitar estos robos. Algunas familias recurrían a vigilar las tumbas día y noche. Los pobres no podían hacer esto, y por eso sus tumbas eran las más frecuentemente asaltadas.

Entre los tratamientos médicos era frecuente desangrar a los enfermos, y las amputaciones. Existía el problema de la pérdida temprana de la dentadura, y para solventarlo se hacían trasplantes de dientes. Muchos de estos dientes trasplantados provenían de cadáveres. De los cuerpos de los soldados caídos en Waterloo en junio de 1815 se robaron muchos dientes para trasplantes. Los que asaltaban tumbas para vender los cuerpos a médicos cirujanos también vendían los dientes del cadáver a dentistas. En 1832 se pasó una ley para regular la adquisición de cadáveres para el estudio anatómico.

El mundo de nuestros antepasados puede chocarnos, atraernos o repelernos, pero en todo caso representa uno de los escalones que han hecho posible el progreso de que disfrutamos hoy en día. Es importante no idealizar el tiempo que ya pasó, pero también es conmovedor leer los testimonios de primera mano de aquellos que nos precedieron en esos momentos en los que podemos atisbar en ellos una inocencia moral no corrompida por el descreimiento que es el precio de la modernidad.