Jane Austen, Juicio y sentimiento, Alba Editorial, 2013
Juicio y sentimiento, en la excelente traducción de Luis Magrinyà para Alba Clásica, fue la primera novela publicada por Jane Austen, en 1811. Se trata de la inauguración de su serie de obras maestras que anticiparon el realismo y que fueron escritas en el epílogo de la revolución francesa, un acontecimiento que en sus historias es cuidadosamente silenciado. Precisamente, uno de los temas de Juicio y sentimiento es la crítica al romanticismo de Marianne, motivo por el que la novela ha sido acusada de antijacobinismo.
Las posturas existenciales contrapuestas de las dos hermanas, la juiciosa Elinor y la sentimental Marianne, son enfrentadas sin que el texto logre establecer una conciliación satisfactoria entre el clasicismo y el romanticismo. Ríos de tinta han corrido sobre la supresión de la voz de Marianne, su grito ahogado contra un pañuelo al recibir la carta de rechazo de Willoughby.
El destino de Marianne es romperse, y no resulta cómodo aceptar los violentos procesos de silenciamiento de la sociedad retratada, el sacrificio de la individualidad, de la pasión y de la verdad de Marianne, incluso si es una verdad oscurecida por su conocimiento parcial de las situaciones en las que se ve inmersa.
Juicio y sentimiento es un relato del sometimiento femenino, una recomendación del silencio ante las situaciones sociales ambiguas en el imperio del patriarcado, ante los conflictos no resueltos. El dominio de la propias pasiones, de la decepción y el dolor, como estrategia moral, como último recurso frente a una sociedad estructurada por una trama densa de violencias. Esta sociedad corrupta es sublimada, en el preciso instante en que se disuelve para dar lugar al capricho y a la anarquía, en el crisol de la fría mirada irónica que Jane Austen le imprimió a su escritura.
Chantal Akerman, Una familia en Bruselas, (1998), Editorial Tránsito, 2021.
La filmografía de Chantal Akerman reproduce su preocupación con la relación entre la opresión de los roles de la mujer y los espacios (cerrados, claustrofóbicas cárceles-nido) que ocupa. Realiza una poética de la cotidianidad que oscila entre el relato íntimo y de denuncia de una historia opresiva, silenciada, que tiene mucho que ver con su propia historia familiar. Sus padres fueron judíos polacos supervivientes de Auschwitz.
Una familia en Bruselas (1998) es un monólogo en primera persona en el que Chantal Akerman da voz al relato de su propia madre, Natalia Liebel, de su experiencia de duelo ante la enfermedad y muerte de su marido. Chantal proyectó la narración de la experiencia de su madre a lo largo de su obra para el cine, desde News from Home (1975), la película en la que Chantal lee las cartas de su madre frente al paisaje activo de la psicogeografía urbana del sur de Manhattan, donde ella se había instalado, hasta No Home Movie (2015), la filmación de los últimos meses en la vida de Natalia desde su apartamento de Bruselas, de su último testimonio vital.
En su epílogo la cineasta gallega Diana Toucedo incide en la representación del cuerpo (femenino) y la historia (suprimida) en la obra de Akerman, ese esfuerzo por otorgar visibilidad a la no-existencia, ese relato del dolor que surge de un lugar escondido de la conciencia, de aquello que no puede ser dicho más que en las esferas de lo íntimo. Chantal accede a esos espacios con su cámara para dar nombre a a una historia de supresiones colectivas, las experimentadas por todas las mujeres que solo han podido tener voz en espacios cerrados, familiares, para encontrarse a sí mismas en el relato silenciado de la construcción, tan violentada por la historia, del ser femenino.
Mercè Rodoreda, La plaza del diamante, Edhasa Editoria, 2021.
Mercè Rodoreda vivió el exilio como una búsqueda de la palabra. Salió de Barcelona el 23 de enero de 1939, dejando atrás al hijo de un matrimonio infeliz, Jordi. En su huida conoció a Armand Obiols, y se instalaron en Francia, donde hicieron frente a las penurias de otra guerra, y Rodoreda hubo de coser para subsistir, un trabajo que le sacaba tiempo para la escritura, ese tiempo que nunca llegaba pero que luego se instaló en ella en Ginebra, en aquella casa con vistas a las montañas y al silencio donde Rodoreda se dedicó a escribir con un afán compulsivo y produjo su obra quizás más canónica, la novela La plaza del diamante (1962), que Harold Bloom incluiría en su libro El canon occidental (1994).
La voz de Colometa es un prodigio en el arte de nombrar el mundo, como señaló un admirado Gabriel García Márquez. A través de su historia asistimos a la euforia de la Segunda República, se despliegan ante nosotros los primeros compases en la vida de un matrimonio como tantos otros, la ilusión por todos los comienzos, la desolación de la experiencia. La vida es una fábula en la que a veces el sueño se precipita por un lugar oscuro. El paso del tiempo estructura los capítulos de la existencia, la veracidad y el absurdo. Hay un marido atolondrado, hay unos hijos angelicales, y hay un palomar que refleja el despropósito de todos los empeños. Por qué no dejar que el capricho ocupe el lugar de la cordura.
Pero hay un precio que pagar por la felicidad del abandono, por la revolución. La posguerra se extiende como un manto de muerte y miseria en una vida que ya no quiere ser vivida, que se terminó sin que la biología respondiese a los intereses del espíritu. Hay capítulos y más capítulos y nuevas oportunidades de existir. La balanza dibujada en la pared de la escalera del piso abandonado, la pasión y la amargura de las vidas sucesivas, la rueda de la fortuna de un destino cruel, que nos pone a prueba, que nos hunde y nos desespera, de modo que solo queda el poder de la palabra para contar la historia, un soliloquio alucinado, un pedazo del siglo veinte en Barcelona enfrentado a un limpio espejo.
Annie Ernaux hace el relato de cómo perdió la cabeza por un hombre que apenas conocía. Esta es la historia de una pasión sencilla, tan común y tan inexplicable como todas, tan pura.
El jeroglífico de la vida es descifrado por el sentimiento. Hay maneras de perder el ser que son profundamente iluminadoras. Perseguimos un camino de estrellas, un amor; tal vez lo encontramos. La espera es ese momento suspendido en la indecisión, un instante prolongado de locura durante el cual no sabemos a quién esperamos.
Somos atravesadas por las circunstancias de la vida, no por las imágenes por medio de las cuales tratamos de representarla. Es la vivencia, no su presesentación, la depositaria de la trascendencia. Por eso hay que medir el deseo, que nos descubre el camino a la eternidad, a aquellas vivencias significativas que determinarán nuestra comprensión de todas las cosas.
La autobiografía es una ciencia subjetiva que interpreta el mundo. La única que poseemos. La relación amorosa se entiende como un camino de perfección. Hay un esfuerzo consciente, un logro estético que se persigue, como cuando nos entregamos a la tarea de la escritura y desdeñamos el futuro.
Nuestra máxima aspiración es trascender en este mismo momento. El amor es creación, también es el acto de vivirse, la destrucción de sí mismo. Como una sucesión de párrafos o capítulos que agotan la escritura, así se consumen los días del amor, como un secreto que es borrado en un pergamino.
En el tiempo del amor se instaura también una suerte de pensamiento mágico. Surge una fe en la metáfora, en la coincidencia. Nos vemos representadas en las historias que ya han sido contadas. Enamorarse es, también, integrarse en el relato.
En ese descuido de la felicidad, no nos importa acaparar pequeñas pérdidas. Nos entregamos en cuerpo y alma, relegamos el intelecto. Entramos un tiempo en el que los valores espirituales se ven incrementados. Nos reconocemos en las pasiones ajenas. Nos importunan, quizás, las consideraciones del deber.
Asistimos a la ficcionalización del yo. La experiencia amorosa se convierte en algo narrable. La vida adquiere las modulaciones de un cuento. El amor hace que nos convirtamos en protagonistas indiscutibles de nuestra historia. La vida se transforma en relato. Creemos en los finales felices. Vivimos en un presente eterno. Evitamos las explicaciones. El acto de vivir es suficiente.
El enamoramiento es, además, un relato del género de la fantasía. La radical alienación del ser humano le es ajena. Vivimos en la ilusión de formar parte de un mundo que se ha completado a sí mismo. Le ponemos parches a la realidad para no caer por entre sus grietas. Los celos se convierten en la medida de la veracidad de una pasión que no se sostiene. A veces, también, el anhelo por la huida, por la conclusión del amor.
Virginia Woolf, Matar al Ángel del Hogar, Carpenoctem, 2022
‘Matar al Ángel del Hogar’ reúne dos conferencias de Virginia Woolf: “Las mujeres y la narrativa de ficción”, de 1929, y “Profesiones para mujeres”, de 1931, ambas muy relacionados con la creación de su clásico ensayo de 1929, ‘Una habitación propia’, en el que presenta una revisión de la tradición literaria femenina en Inglaterra y una serie de propuestas para la novela escrita por mujeres en el futuro y para el desarrollo de un feminismo que apueste por la impersonalidad, por el desarrollo de una voz poética libre de amargura y agravios, por la plena integración de las mujeres en las profesiones, por el desarrollo intelectual en una amplia variedad de géneros literarios, más allá de su territorio familiar de la novela.
En la segunda de estas conferencias, “Profesiones para mujeres”, describe como en el desempeño de su labor como crítica literaria hubo de matar al Ángel del Hogar, esa creación de la sociedad victoriana, la mujer dócil y sumisa que siempre pretendía hacerse agradable, que carecía de una visión propia, y así encontrar una voz auténtica, capaz de imponer sus propias opiniones, incluso cuando era necesario criticar la obra de un autor varón.
‘Una habitación propia’ celebraba, junto a estos ensayos, que las escritoras habían por fin logrado una cierta independencia desde los tiempos en los que Jane Austen y las hermanas Brontë tenían que escribir sus novelas en la sala común de la casa, careciendo de toda experiencia que no fuera aquella restringida a la observación cautelosa de las relaciones sociales.
“Ustedes han conseguido sus propias habitaciones en unas casas que hasta ahora eran propiedad exclusiva de los hombres. Son capaces, aunque no sin gran trabajo y esfuerzo, de pagar el alquiler. Ganan sus quinientas libras al año. Pero esta libertad es solo el principio: la habitación es suya, pero todavía está desnuda. Hay que amueblarla; hay que decorarla; hay que compartirla”.
Virginia Woolf, Una habitación propia, (1929), Seix Barral, 2021.
Una habitación propia surgió a partir de dos conferencias que Virginia Woolf impartió en los colegios de Newnham y Girton, en Cambridge, en el otoño de 1928. El ensayo examina la tradición literaria desde el punto de vista de la mujer, mostrando una preocupación por las relaciones de poder entre los dos sexos a lo largo de la historia.
Woolf decide acometer la ficcionalización de su ensayo, como si no hubiera mejor método que novelar las ideas para presentar un argumento que versa, precisamente, sobre la ficción en su relación con las mujeres. Es a través del relato que, quizás, podemos mejor comprender la historia. La introducción de la fantasía como elemento de una reflexión ensayística propicia la iluminación de metáforas creativas que explican las ideas que se quieren exponer.
Una copiosa comida en uno de los colegios masculinos propicia que el ensayo comience reafirmando el valor del pasado, situándonos en nuestro lugar como parte integrante de la tradición. Esta tradición, sin embargo, acababa de romperse coincidiendo con el estallido de la primera guerra mundial. Había una cierta ilusión que animaba la creación de los grandes poetas de antaño que ya no se da en la poesía moderna, una cierta cualidad del alma humana se había perdido con el nuevo siglo. Nos había quedado una realidad desnuda y fría. Ya no nos reconocíamos a nosotros mismos. Nuestros sentimientos, tal y como son expresados en el ejercicio poético, habían perdido su veracidad.
Woolf escribe desde la vacilación, todavía, entre esos dos mundos, el viejo mundo que acababa de ser clausurado y el nuevo mundo que comenzaba a nacer. ¿Cuál de los dos reflejaba la verdad? ¿Habíamos perdido algo precioso para la existencia humana o lo estábamos ganando? ¿Implicaba aquel instante último de la historia un nuevo renacimiento?
La atmósfera que había protegido la existencia humana hasta entonces se había rasgado como un velo. Nos veíamos de pronto expuestas a una realidad terrible que había estallado sobre nosotras. Adquiríamos la mayoría de edad. Nuestra visión ahondaba en una experiencia lúcida y brillante, trascendía.
Sin embargo, una mujer que hubiera querido comenzar a escribir a finales de los años 20, cuando Woolf idea su ensayo, se habría encontrado con el problema de la ausencia de una tradición cultural femenina sobre la que sostenerse. Solo en las últimas décadas del siglo diecinueve comenzaron a desarrollarse en el Reino Unido las primeras leyes que les reconocían a las mujeres la propiedad del dinero.
Como parte de esta ficcionalizada visita a Oxbridge, la narradora nos invita a reparar en la alfuencia con la que se fueron edificando los colegios universitarios masculinos a lo largo de los siglos, que contrasta con las dificultades para reunir el dinero para la fundación del primer colegio femenino, el Girton, hacia el año 1860. Mientras los cimientos de los colegios masculinos habían sido construídos con oro y plata, el colegio de Girton –Fernham en la ficción de Woolf– había tenido que dispensar de las comodidades. La austeridad de las mujeres frente al privilegio de la tradición patriarcal. Las condiciones materiales de la tradición han quedado establecidas.
¿Cuál es el efecto en la mente de una escritora de su pertenencia a una tradición que no ha existido? ¿De qué manera nos determina como mujeres una historia que ha estado marcada por la pobreza y la dependencia económica?
Aquellas jóvenes a las que se dirigía Woolf en las dos conferencias que están en el origen del texto partían de una gran inseguridad en sus iniciales pasos vacilantes hacia su independencia. Este había sido el legado de centurias de dedicación a sus cometidos en el seno de la institución familiar, una ocupación que las había privado de la oportunidad de crear una cultura propia, que las había despojado de una identidad con la que afrontar la emergencia del mundo moderno.
Debido a su propósito de pronunciar una conferencia sobre “Las mujeres y la novela”, la narradora se dirige a la biblioteca del Museo Británico para realizar una investigación sobre las razones de la diferencia de las mujeres a lo largo de la historia. Su principal interés es encontrar respuestas a la pregunta “¿por qué son pobres las mujeres?” Pero la extensa e irrelevante bibliografía que los profesores habían dedicado a las mujeres hasta aquel momento carecía de valor intelectual o científico. Los profesores se contradecían. La madeja de opiniones que habían hilado en sus estudios estaba enmarañada. Los hombres habían narrado a la mujer de un modo absurdo que nada tenía que aportar a su futuro. Además, los profesores estaban furiosos. La cólera sobresalía en los libros y en los periódicos. Toda Inglaterra se hallaba bajo la dominación del patriarcado. El progreso de la civilización había dependido de la ilusión de superioridad del hombre frente a la mujer. En el tiempo en el que Woolf escribe, las mujeres estaban empezando a acceder a las profesiones. Solo este nuevo poder económico les otorgaría la libertad de pensamiento, la posibilidad de forjar y madurar su propia tradición.
En su esfuerzo por trazar el dibujo de la tradición de la escritura femenina en Inglaterra, Woolf parte de su preocupación por el estatus de la mujer en la época de Isabel I, el siglo XVI. Si Shakespeare hubiese tenido una hermana con idéntico genio para la literatura, seguramente la obra de esta no se habría llegado a producir. Judith Shakespeare habría perecido en una esquina de la ciudad cuyos teatros cerraban las puertas profesionales a las mujeres. El anonimato y la dependencia eran los signos de las vidas de las mujeres en aquel tiempo. El trabajo creativo precisa de unas condiciones materiales, pero también de un ambiente moral favorable que propicie el desempeño de la energía intelectual. En los siglos XVII y XVIII las mujeres mantuvieron una relación problemática con la escritura. Lady Winchilsea no se logró desprender de la amargura y el resentimiento. Margaret Cavendish cayó en la locura. Dorothy Osborne no se atrevió a ir más allá de la escritura de correspondencia.
Solo Aphra Behn escribió sin reparos, sin modestia, con genialidad, en un territorio que les estaba vedado a las mujeres. Ella fue la primera mujer en la tradición inglesa en convertirse en una autora profesional. En pleno siglo XVII, Aphra Behn demostró que la mujer podía ganar dinero escribiendo, pero la verdadera transición histórica por la que las mujeres de clase media comenzaron a escribir no se produciría hasta finales del siglo XVIII. La escritura de Jane Austen y de las hermanas Brontë se produjo en la sala de estar común de sus domicilios. Es así que la visión de Jane Austen se vio limitada por la observación y el análisis de las relaciones sociales. En el caso de Charlotte Brontë, Woolf censura la furia que se desprende de su estilo literario, fruto de las limitaciones de la existencia femenina en aquel tiempo. Estos constreñimientos que afectaron a las escritoras pioneras del canon femenino son un fiel reflejo de las desventajas materiales que sufrieron por su condición de mujeres.
El futuro de la novela escrita por las mujeres solo puede concebirse desde la emancipación económica de las mismas. Esa superación de las restricciones heredadas también liberará su mente para el desempeño de sus fuerzas creativas. Solo así podrá fijarse en su objeto: la descripción de la vida de las mujeres. “Sería una lástima terrible que las mujeres escribieran como los hombres”, señala Woolf.
Para ser fértil, la mente de la mujer debe abrazar su androginia, superar la debilidad que surge al escribir desde la rabia. Para desarrollar su pensamiento, debe vivir en la realidad, percibir las cosas por sí mismas.
La construcción de la tradición literaria de las mujeres es una tarea en pleno desarrollo. Se ha avanzado mucho en la creación de una voz literaria propia en estos cien años, pero han surgido nuevos desafíos: las mujeres han accedido a las profesiones, pero siguen soportando los trabajos no remunerados de los cuidados y las tareas domésticas. Nuestras obligaciones se han multiplicado. El exceso de trabajo, la persistencia y el auge de las violencias amenazan con volver a amargar nuestra voz.
La historia literaria está atravesada por las palabras que nunca fueron escritas, por los silencios a los que se refiere Tillie Olsen en las dos conferencias que conforman este libro, Silencios, prologado por Marta Sanz (Las Afueras, 2020), esas visiones que no llegan a alcanzar la conciencia creativa por las circunstancias del destino individual o quizás porque nuestra sociedad privilegia otras vicisitudes más prácticas de la existencia.
Hay quienes, como Rimbaud, experimentaron el silencio como una condena trágica. Otros, como Melville, con la conciencia despierta frente a las necesidades alimenticias, ese trabajo en la aduana que le proporcionaba un sustento pero que le robaba el tiempo y la paz necesarios para la escritura de sus novelas. El tiempo, tantas veces el grial perdido. Apenas hay escritores que no hayan sufrido la escasez de las horas, la impotencia al no poder aniquilar los contratiempos de la vida común.
El aplazamiento de la escritura ha sido una constante en la historia oculta de la literatura. Ha habido quienes han sentido una especial presión para suprimir sus voces, autores determinados por los silencios impuestos por su raza, sexo o clase social. Hay muchos autores negros norteamericanos de una sola novela. Otros no han visto la oportunidad de sentarse a escribir hasta que les ha sobrevenido una larga enfermedad. O algunas, como Laura Ingalls Wilder, no han roto su mutismo hasta pasados los sesenta años. También están los silencios pesados y dolorosos de las personas dotadas de sensibilidad pero privadas de formación, un tema abordado por Rebecca Harding Davies, autora norteamericana de finales del siglo XIX a la que Tillie Olsen le dedica un ensayo que no aparece en este volumen.
Kafka se lamenta del poco tiempo que le queda para escribir tras su trabajo en la oficina. Se da una dificultad en canalizar las energías creativas que quedan acumuladas en alguna parte de la conciencia. No hay tiempo para dejar fluir la escritura, para dominar el monstruo de la inspiración. Las páginas escritas apresuradamente, los breves destellos de inspiración no encauzada, los manuscritos que terminan en el fuego de la chimenea… Todo ello es silencio. La escritura se vive como un tormento, como una batalla que se considera perdida de antemano pero que se siente como la tarea natural de una vida que no debe dedicarse a otra cosa.
Estas circunstancias materiales y sociales que rodean las necesidades de la creación explican el silencio de la mujer durante siglos. Las primeras escritoras que empezaron a consagrarse en el siglo XIX y principios del XX eludieron la maternidad, y muchas de ellas también el matrimonio. Las que sí se casaron y tuvieron que enfrentarse a las tareas domésticas, como Katherine Mansfield, vivieron esto como un suplicio. Los trabajos del amor y los cuidados tan frecuentemente se han interpuesto con la creatividad, que requiere una dedicación extrema. La disponibilidad de servicio doméstico cambiaba mucho las cosas, por lo que han sido las escritoras de extracción humilde las más silenciadas.
Olsen concluye su ensayo “Silencios” enumerando la letanía de las interrupciones en su propia vida creativa. Los períodos de libertad y creación son escasos. “Se nos niega una vida consagrada a la escritura”. Parece más fácil rendirse. Sin embargo todo silencio es resultado de una violencia, nunca una elección de la propia voluntad.
En 1972, Jean Mullens llevó a cabo una investigación sobre el índice de autoras femeninas en las lecturas recomendadas a los estudiantes de primer curso en las universidades norteamericanas. La conclusión resultó inquietante: solo una autora por cada doce autores. Pareciera que la experiencia masculina en el arte y en la literatura se entendería como dotada de unos valores de universalidad y humanidad plena y que lo escrito por las mujeres se decantase por ser “otra cosa”.
El trabajo creativo requiere una dedicación plena, una soledad deliberada, el desarrollo de las facultades de una conciencia profunda. Es raro, nos dice Olsen, conseguir crear una obra sustancial si no se dan las circunstancias que posibilitan esta dedicación extrema. La obra consume todo el tiempo de la existencia.
Gloria Anzaldúa, Borderlands / La Frontera. The New Mestiza, (1987)
Gloria Anzaldúa parte de sus propios orígenes en una familia de inmigrantes mexicanos en el sur de Texas para producir la reescritura de su propia identidad como mujer mestiza habitante de la frontera. A partir de su formación en el seno de tres culturas dispares surge la necesidad e la hibridación del yo, de la legitimización de la ambigüedad cultural que reside en su identidad chicana. Mezclando su herencia indígena mexicana, la cultura de los colonizadores españoles y la cultura blanca del imperio anglosajón establece la necesidad de partir de la ideación de nuevas identidades mestizas que adquieran su significación en un mundo en perpetuo cambio y movimiento en el que se multiplican los territorios marginales, las periferias de las periferias. De esta diversidad de culturas surge una multiplicidad de lenguas con las que trasladar una experiencia desde perspectivas múltiples y complejas, y el propio lenguaje híbrido del texto: el español, el inglés y también las lenguas consideradas ilegítimas, las lenguas propias de la frontera que ella reconoce, y a las que quiere proporcionar un status propio: la lengua chicana o el tex-mex.
Identifica su propia identidad queer, como mujer lesbiana y feminista de color, con esa cualidad transfronteriza, propia de quienes atraviesan la norma y la convención. Participa de la herencia de los cultos a las deidades femeninas de las tribus mesoamericanas: Coatlicue (la diosa serpiente), Tonantsi, Coloxauhqui, Antigua, todas relacionadas con el inframundo o mictlán, y con la sombra inconsciente de la psique, y que convergerían en 1660 en la adaptación católica, depurada, del mito de Guadalupe. De esta visión mística y contestataria surge su técnica creativa: el poder de la evocación y del ensueño para prefigurar mundos y para cambiar el mundo: “Escribo los mitos en mí, los mitos que soy, los mitos en los que quiero convertirme”.
Frágiles (Anagrama, 2021) surge como una serie de cartas dirigidas a una trabajadora precaria en el ámbito cultural de la red. Sibila, protagonista de El entusiasmo (Anagrama, 2017) era el prototipo de esta trabajadora creativa autoexplotada que veía el mundo desde su pequeño cuarto propio conectado.
El sistema de educación pública alimenta unas expectativas que no preparan a los adolescentes para la incertidumbre laboral y la salvaje competición individualista que les esperan. Remedios Zafra juzga a los poderes conservadores que depositan toda la responsabilidad en el propio sujeto. Como parte de las políticas neoliberales, la realización personal consiste hoy en la proyección del ser en el marco de unas relaciones económicas profundamente competitivas, y buena parte de estas dinámicas tienen lugar en la red.
En este contexto se favorece la sobreproducción de productos culturales superficiales y fácilmente desechables, frente a la actividad lenta que ahonda en su objeto. En opinión de Zafra, el engranaje del capitalismo en la cultura-red se mantiene activo gracias a la autoexplotación de las trabajadoras creativas vocacionales. Una característica de la “cultura ansiosa” de nuestro tiempo es que los creadores no tengamos apenas tiempo para la realización del trabajo que nos otorga el sentido.
Según Zafra, la economía actual sitúa a la cultura en el centro, las plataformas tecnológicas enfatizan el capital simbólico, lo cual resultaría en la domesticación del arte en cuanto producto destinado al consumo perecedero. La ilusión de la creatividad se convertiría en una trampa del sistema.
Se echa en falta un trabajo menos expuesto, la oscuridad y las sombras de la intimidad en que se desenvuelve el pensamiento libre. Zafra propone la negativa como método de resistencia al sistema –la “creatividad” y la “felicidad” son palabras fetiche de la cultural neoliberal–, el rechazo del mantra capitalista de hacerse a uno mismo a través del trabajo, trabajo generalmente fragmentado, mediado a través de pantallas, y pagado con el capital simbólico de la visibilidad. En todo momento parece que la tecnología dificulta el pensamiento autónomo y la profundización en el estudio de las cosas, enfatizando el comportamiento adictivo, manteniéndonos enganchados a un número de tareas fragmentadas que no hace sino aumentar.
Zafra establece una relación entre esta autoexplotación en los trabajos creativos y la tradición de sumisión y de asumir tareas no remuneradas y de cuidados de las mujeres. El trabajo precario es un trabajo feminizado, también en los entornos digitales del capitalismo patriarcal.
Frágiles es una llamada a recuperar los espacios y los tiempos de la intimidad, de la reflexión, del pensamiento pausado, frente a la vorágine de Internet. Quizás nuestras subjetividades están en peligro. Quizás ese lugar interior que eludimos es el centro mismo de la creatividad. Quizás los procesos artísticos que buscamos necesitan más tiempo para la elaboración de una narración propia, para que se produzca ese fenómeno profundamente curativo que es el autonarrarse.
Hai un verso en “Venecia: o vicio da beleza,” o último poema da compilación Edénica (Espiral Maior, 2000) que di: “Aquí a materia faise mística verdadeiramente.” Ao longo destes poemas fixémonos testemuñas do propósito da autora, moi seriamente establecido, de desfacer todas as mitoloxías, eses soños requintados das fábulas que herdamos dun mundo vello.
Parece un punto axeitado para abordar Materia (Xerais, 2022), un percorrido iniciático, unha autolatría que profunda nos fragmentos matéricos do ser, dende o estado líquido da primeira parte, “Un río subterráneo,” que parte dunha desmitificación das propias orixes familiares, ata o estado sólido da segunda, “Iceberg,” un mapa dos afectos do presente, e o gasoso da terceira, que anuncia a sublimación d“A ingrávida.”
“Algunhas estrelas non caen do ceo” conta como Manuel Castaño librou dun destino funesto durante a guerra civil. A poeta recoñece a astucia dos seus avós, a empurrar o futuro. A renovación dos ciclos da vida ás veces depende de artimañas, a palabra que avanza encubrindo a mentira. Como legado fica ese amarguexo de terse salvado polo engano: “un regueiriño de leite que se cortou.” Mais a avoa modista aprendeulle “a destreza dun discurso,” un alfabeto de tecidos que cobren corpos invisibles, o prodixio de recoñecer o que non está. Desbotamos a bioloxía para considerar o valor da palabra como proposta para acadar unha definición máis axeitada dunha mesma.
Materia avanza buscando o fío que traslada a memoria dos afectos na historia persoal. O corpo faise depositario da propia biografía, dos espazos habitados nas casas nas que vivimos, de códigos escritos en ningures. Albiscamos ese limiar aínda non traspasado, esa arelada refundación. A casa é un espazo dubidoso, protexe os nosos segredos, recoñece os nosos corpos, máis tamén ameázanos coa súa compracencia, o peso grávido da desmemoria.
A familia é a obediencia ao tempo, tamén é a decepción polas enerxías malgastadas. Desenvolvemos as nosas estratexias contra o sangue, enxeños feitos de soños e novos horizontes. Cómpre acadar “a mesma sabedoría que garda a pel do hipopótamo,” insensibilizarse fronte ao dano das orixes. O tempo é o prezo da supervivencia, o custo da vida.
Cada novo nacemento é un novo apuntamento no relato da imprudencia, esas primaveras reincidentes de enfermiza beleza. Toda acción sométenos, amamos a pasividade. Mais non é doado ceibarse da gramática da existencia: “Cada día da primavera é un acto irreversible.”
O xeo somerxido do iceberg nos sosterá escasamente. Fican a memoria e as feituras dos devanceiros nunha mesma, mais tamén a vontade de facerse finalmente visible, de escapar o afundimento. A familia é auga fuxidía, un río subterráneo que nos persegue, un pedazo de xeo que non repousa, un relato dubidoso que foxe do esquecemento. Sentimos o avance irreversible dunha vida que non nos pertence. Faise necesario renunciar á casa dos pais, un oco de cemento sen historia; non se pode crear unha mitoloxía deses espazos tan cativos onde existimos.
“Nube, Ou O Peso da Ingrávida” admite unha certa ousadía no mandato biolóxico, o espanto das raiceiras estendéndose no subsolo dunha nova vida, aquela monstruosidade dun sangue novo a rebulir, a materia a destemperarse.
Asistimos a unha revisión das mitoloxías da maternidade. Matinamos naquela obxección a si mesmas propia das nais, arroladas polas leis da física, polo poder incontestable dos elementos, esquecidas do misterio. Estas nais piden permiso para ausentarse de si mesmas; cerimoniosamente, coa vontade torta, compren os ritos da crianza, habitan un tempo desmemoriado.
Como parte deste sentimento acedo da maternidade que se vén de rexeitar establécese un diálogo coa filla que non se vai ter, sabéndose triunfante na batalla do ser: “Non serei máis ca eu, para sempre.” A institución familiar foi tomada por superstición do sangue, por reliquia dunha orde antiga e trasnoitada da existencia. A muller apareceu como vítima desa durmición da conciencia, nesa liturxia dos intercambios entre os corpos e os seres, nese sacrificio tan animal da crianza. Sublíñase o papel das nais que asumen a súa maternidade como inmolación, a ofrenda aos fillos dun dano que deixa detrás o vestixio dun sometemento dubidoso, imborrable.
Cómpre tamén redefinir a matria desde esta renuncia á tiranía dos vencellos, recoñecela como materia indómita, outorgarlle a liberdade do ser, unha certa vontade de desposuírse. O noso desexo é que o seu afán sexa eludir o soño enfermizo en que teimou o patriarcado.
A decisión de non concibir é unha porta pechada ao porvir, é facerse testemuña da progresiva perda de auga: “Así vai vertendo a auga o noso reloxo.” Existe unha desconfianza respecto da proxenie, o esoterismo trastornado das leis da xenealoxía, as lealdades non vinculantes do amor, o autoengano nos hábitos de domesticación, a albanelaría determinista da bioloxía: “Os nenos son / cemento.”
Os derradeiros poemas recollen unha mensaxe á filla que habita na memoria do que non foi, cando a ingrávida ascende no ar, preparada para voar xa como emigrante fuxida da matria dourada, habitante de todos os mundos posibles, aqueles que pousan no irrecoñecible trazo de tinta dos poemas.