El amor como ficción

Annie Ernaux, Pura pasión, (1991), Tusquets Editores, 2022.

Amamos amar porque amando somos.

El jeroglífico de la vida es descifrado por el sentimiento.

Hay maneras de perder el ser que son profundamente iluminadoras.

Perseguimos un camino de estrellas, un amor; tal vez lo encontramos.

La espera es ese momento suspendido en la indecisión, un instante prolongado de locura durante el cual no sabemos a quién esperamos.

Somos atravesadas por las circunstancias de la vida, no por las imágenes por medio de las cuales tratamos de representarla.

Es la vivencia, no su presesentación, la depositaria de la trascendencia.

Por eso hay que medir el deseo, que nos descubre el camino a la eternidad, a aquellas vivencias significativas que determinarán nuestra comprensión de todas las cosas.

La autobiografía es una ciencia subjetiva que interpreta el mundo. La única que poseemos.

La relación amorosa se entiende como un camino de perfección. Hay un esfuerzo consciente, un logro estético que se persigue, como cuando nos entregamos a la tarea de la escritura y desdeñamos el futuro.

Nuestra máxima aspiración es trascender en este mismo momento.

El amor es creación, también es el acto de vivirse, la destrucción de sí mismo.

Como una sucesión de párrafos o capítulos que agotan la escritura, así se consumen los días del amor, como un secreto que es borrado en un pergamino.

En el tiempo del amor se instaura también una suerte de pensamiento mágico. Surge una fe en la metáfora, en la coincidencia. Nos vemos representadas en las historias que ya han sido contadas. Enamorarse es, también, integrarse en el relato.

En ese descuido de la felicidad, no nos importa acaparar pequeñas pérdidas. Nos entregamos en cuerpo y alma, relegamos el intelecto.

Entramos un tiempo en el que los valores espirituales se ven incrementados. Nos reconocemos en las pasiones ajenas. Nos importunan, quizás, las consideraciones del deber.

Asistimos a la ficcionalización del yo.

La experiencia amorosa se convierte en algo narrable.

La vida adquiere las modulaciones de un cuento.

El amor hace que nos convirtamos en protagonistas indiscutibles de nuestra historia.

La vida se transforma en relato.

Creemos en los finales felices.

Vivimos en un presente eterno.

Evitamos las explicaciones.

El acto de vivir es suficiente.

El enamoramiento es, además, un relato del género de la fantasía.

La radical alienación del ser humano le es ajena.

Vivimos en la ilusión de formar parte de un mundo que se ha completado a sí mismo.

Le ponemos parches a la realidad para no caer por entre sus grietas.

Los celos se convierten en la medida de la veracidad de una pasión que no se sostiene.

A veces, también, el anhelo por la huida, por la conclusión del amor.

Matar al Ángel del Hogar

Virginia Woolf, Matar al Ángel del Hogar, Carpenoctem, 2022

‘Matar al Ángel del Hogar’ reúne dos conferencias de Virginia Woolf: “Las mujeres y la narrativa de ficción”, de 1929, y “Profesiones para mujeres”, de 1931, ambas muy relacionados con la creación de su clásico ensayo de 1929, ‘Una habitación propia’, en el que presenta una revisión de la tradición literaria femenina en Inglaterra y una serie de propuestas para la novela escrita por mujeres en el futuro y para el desarrollo de un feminismo que apueste por la impersonalidad, por el desarrollo de una voz poética libre de amargura y agravios, por la plena integración de las mujeres en las profesiones, por el desarrollo intelectual en una amplia variedad de géneros literarios, más allá de su territorio familiar de la novela.

En la segunda de estas conferencias, “Profesiones para mujeres”, describe como en el desempeño de su labor como crítica literaria hubo de matar al Ángel del Hogar, esa creación de la sociedad victoriana, la mujer dócil y sumisa que siempre pretendía hacerse agradable, que carecía de una visión propia, y así encontrar una voz auténtica, capaz de imponer sus propias opiniones, incluso cuando era necesario criticar la obra de un autor varón.

‘Una habitación propia’ celebraba, junto a estos ensayos, que las escritoras habían por fin logrado una cierta independencia desde los tiempos en los que Jane Austen y las hermanas Brontë tenían que escribir sus novelas en la sala común de la casa, careciendo de toda experiencia que no fuera aquella restringida a la observación cautelosa de las relaciones sociales.

“Ustedes han conseguido sus propias habitaciones en unas casas que hasta ahora eran propiedad exclusiva de los hombres. Son capaces, aunque no sin gran trabajo y esfuerzo, de pagar el alquiler. Ganan sus quinientas libras al año. Pero esta libertad es solo el principio: la habitación es suya, pero todavía está desnuda. Hay que amueblarla; hay que decorarla; hay que compartirla”.

Una voz incandescente

Virginia Woolf, Una habitación propia, (1929), Seix Barral, 2021.

Una habitación propia surgió a partir de dos conferencias que Virginia Woolf impartió en los colegios de Newnham y Girton, en Cambridge, en el otoño de 1928. El ensayo examina la tradición literaria desde el punto de vista de la mujer, mostrando una preocupación por las relaciones de poder entre los dos sexos a lo largo de la historia.

Woolf decide acometer la ficcionalización de su ensayo, como si no hubiera mejor método que novelar las ideas para presentar un argumento que versa, precisamente, sobre la ficción en su relación con las mujeres. Es a través del relato que, quizás, podemos mejor comprender la historia. La introducción de la fantasía como elemento de una reflexión ensayística propicia la iluminación de metáforas creativas que explican las ideas que se quieren exponer.

Una copiosa comida en uno de los colegios masculinos propicia que el ensayo comience reafirmando el valor del pasado, situándonos en nuestro lugar como parte integrante de la tradición. Esta tradición, sin embargo, acababa de romperse coincidiendo con el estallido de la primera guerra mundial. Había una cierta ilusión que animaba la creación de los grandes poetas de antaño que ya no se da en la poesía moderna, una cierta cualidad del alma humana se había perdido con el nuevo siglo. Nos había quedado una realidad desnuda y fría. Ya no nos reconocíamos a nosotros mismos. Nuestros sentimientos, tal y como son expresados en el ejercicio poético, habían perdido su veracidad.

Woolf escribe desde la vacilación, todavía, entre esos dos mundos, el viejo mundo que acababa de ser clausurado y el nuevo mundo que comenzaba a nacer. ¿Cuál de los dos reflejaba la verdad? ¿Habíamos perdido algo precioso para la existencia humana o lo estábamos ganando? ¿Implicaba aquel instante último de la historia un nuevo renacimiento?

La atmósfera que había protegido la existencia humana hasta entonces se había rasgado como un velo. Nos veíamos de pronto expuestas a una realidad terrible que había estallado sobre nosotras. Adquiríamos la mayoría de edad. Nuestra visión ahondaba en una experiencia lúcida y brillante, trascendía.

Sin embargo, una mujer que hubiera querido comenzar a escribir a finales de los años 20, cuando Woolf idea su ensayo, se habría encontrado con el problema de la ausencia de una tradición cultural femenina sobre la que sostenerse. Solo en las últimas décadas del siglo diecinueve comenzaron a desarrollarse en el Reino Unido las primeras leyes que les reconocían a las mujeres la propiedad del dinero.

Como parte de esta ficcionalizada visita a Oxbridge, la narradora nos invita a reparar en la alfuencia con la que se fueron edificando los colegios universitarios masculinos a lo largo de los siglos, que contrasta con las dificultades para reunir el dinero para la fundación del primer colegio femenino, el Girton, hacia el año 1860. Mientras los cimientos de los colegios masculinos habían sido construídos con oro y plata, el colegio de Girton –Fernham en la ficción de Woolf– había tenido que dispensar de las comodidades. La austeridad de las mujeres frente al privilegio de la tradición patriarcal. Las condiciones materiales de la tradición han quedado establecidas.

¿Cuál es el efecto en la mente de una escritora de su pertenencia a una tradición que no ha existido? ¿De qué manera nos determina como mujeres una historia que ha estado marcada por la pobreza y la dependencia económica?

Aquellas jóvenes a las que se dirigía Woolf en las dos conferencias que están en el origen del texto partían de una gran inseguridad en sus iniciales pasos vacilantes hacia su independencia. Este había sido el legado de centurias de dedicación a sus cometidos en el seno de la institución familiar, una ocupación que las había privado de la oportunidad de crear una cultura propia, que las había despojado de una identidad con la que afrontar la emergencia del mundo moderno.

Debido a su propósito de pronunciar una conferencia sobre “Las mujeres y la novela”, la narradora se dirige a la biblioteca del Museo Británico para realizar una investigación sobre las razones de la diferencia de las mujeres a lo largo de la historia. Su principal interés es encontrar respuestas a la pregunta “¿por qué son pobres las mujeres?” Pero la extensa e irrelevante bibliografía que los profesores habían dedicado a las mujeres hasta aquel momento carecía de valor intelectual o científico. Los profesores se contradecían. La madeja de opiniones que habían hilado en sus estudios estaba enmarañada. Los hombres habían narrado a la mujer de un modo absurdo que nada tenía que aportar a su futuro. Además, los profesores estaban furiosos. La cólera sobresalía en los libros y en los periódicos. Toda Inglaterra se hallaba bajo la dominación del patriarcado. El progreso de la civilización había dependido de la ilusión de superioridad del hombre frente a la mujer. En el tiempo en el que Woolf escribe, las mujeres estaban empezando a acceder a las profesiones. Solo este nuevo poder económico les otorgaría la libertad de pensamiento, la posibilidad de forjar y madurar su propia tradición.

En su esfuerzo por trazar el dibujo de la tradición de la escritura femenina en Inglaterra, Woolf parte de su preocupación por el estatus de la mujer en la época de Isabel I, el siglo XVI. Si Shakespeare hubiese tenido una hermana con idéntico genio para la literatura, seguramente la obra de esta no se habría llegado a producir. Judith Shakespeare habría perecido en una esquina de la ciudad cuyos teatros cerraban las puertas profesionales a las mujeres. El anonimato y la dependencia eran los signos de las vidas de las mujeres en aquel tiempo. El trabajo creativo precisa de unas condiciones materiales, pero también de un ambiente moral favorable que propicie el desempeño de la energía intelectual. En los siglos XVII y XVIII las mujeres mantuvieron una relación problemática con la escritura. Lady Winchilsea no se logró desprender de la amargura y el resentimiento. Margaret Cavendish cayó en la locura. Dorothy Osborne no se atrevió a ir más allá de la escritura de correspondencia.

Solo Aphra Behn escribió sin reparos, sin modestia, con genialidad, en un territorio que les estaba vedado a las mujeres. Ella fue la primera mujer en la tradición inglesa en convertirse en una autora profesional. En pleno siglo XVII, Aphra Behn demostró que la mujer podía ganar dinero escribiendo, pero la verdadera transición histórica por la que las mujeres de clase media comenzaron a escribir no se produciría hasta finales del siglo XVIII. La escritura de Jane Austen y de las hermanas Brontë se produjo en la sala de estar común de sus domicilios. Es así que la visión de Jane Austen se vio limitada por la observación y el análisis de las relaciones sociales. En el caso de Charlotte Brontë, Woolf censura la furia que se desprende de su estilo literario, fruto de las limitaciones de la existencia femenina en aquel tiempo. Estos constreñimientos que afectaron a las escritoras pioneras del canon femenino son un fiel reflejo de las desventajas materiales que sufrieron por su condición de mujeres.

El futuro de la novela escrita por las mujeres solo puede concebirse desde la emancipación económica de las mismas. Esa superación de las restricciones heredadas también liberará su mente para el desempeño de sus fuerzas creativas. Solo así podrá fijarse en su objeto: la descripción de la vida de las mujeres. “Sería una lástima terrible que las mujeres escribieran como los hombres”, señala Woolf.

Para ser fértil, la mente de la mujer debe abrazar su androginia, superar la debilidad que surge al escribir desde la rabia. Para desarrollar su pensamiento, debe vivir en la realidad, percibir las cosas por sí mismas.

La construcción de la tradición literaria de las mujeres es una tarea en pleno desarrollo. Se ha avanzado mucho en la creación de una voz literaria propia en estos cien años, pero han surgido nuevos desafíos: las mujeres han accedido a las profesiones, pero siguen soportando los trabajos no remunerados de los cuidados y las tareas domésticas. Nuestras obligaciones se han multiplicado. El exceso de trabajo, la persistencia y el auge de las violencias amenazan con volver a amargar nuestra voz.

El tiempo de la escritura

Tillie Olsen, Silencios, Las Afueras, 2022.

La historia literaria está atravesada por las palabras que nunca fueron escritas, por los silencios a los que se refiere Tillie Olsen en las dos conferencias que conforman este libro, Silencios, prologado por Marta Sanz (Las Afueras, 2020), esas visiones que no llegan a alcanzar la conciencia creativa por las circunstancias del destino individual o quizás porque nuestra sociedad privilegia otras vicisitudes más prácticas de la existencia.

Hay quienes, como Rimbaud, experimentaron el silencio como una condena trágica. Otros, como Melville, con la conciencia despierta frente a las necesidades alimenticias, ese trabajo en la aduana que le proporcionaba un sustento pero que le robaba el tiempo y la paz necesarios para la escritura de sus novelas. El tiempo, tantas veces el grial perdido. Apenas hay escritores que no hayan sufrido la escasez de las horas, la impotencia al no poder aniquilar los contratiempos de la vida común.

El aplazamiento de la escritura ha sido una constante en la historia oculta de la literatura. Ha habido quienes han sentido una especial presión para suprimir sus voces, autores determinados por los silencios impuestos por su raza, sexo o clase social. Hay muchos autores negros norteamericanos de una sola novela. Otros no han visto la oportunidad de sentarse a escribir hasta que les ha sobrevenido una larga enfermedad. O algunas, como Laura Ingalls Wilder, no han roto su mutismo hasta pasados los sesenta años. También están los silencios pesados y dolorosos de las personas dotadas de sensibilidad pero privadas de formación, un tema abordado por Rebecca Harding Davies, autora norteamericana de finales del siglo XIX a la que Tillie Olsen le dedica un ensayo que no aparece en este volumen.

Kafka se lamenta del poco tiempo que le queda para escribir tras su trabajo en la oficina. Se da una dificultad en canalizar las energías creativas que quedan acumuladas en alguna parte de la conciencia. No hay tiempo para dejar fluir la escritura, para dominar el monstruo de la inspiración. Las páginas escritas apresuradamente, los breves destellos de inspiración no encauzada, los manuscritos que terminan en el fuego de la chimenea… Todo ello es silencio. La escritura se vive como un tormento, como una batalla que se considera perdida de antemano pero que se siente como la tarea natural de una vida que no debe dedicarse a otra cosa.

Estas circunstancias materiales y sociales que rodean las necesidades de la creación explican el silencio de la mujer durante siglos. Las primeras escritoras que empezaron a consagrarse en el siglo XIX y principios del XX eludieron la maternidad, y muchas de ellas también el matrimonio. Las que sí se casaron y tuvieron que enfrentarse a las tareas domésticas, como Katherine Mansfield, vivieron esto como un suplicio. Los trabajos del amor y los cuidados tan frecuentemente se han interpuesto con la creatividad, que requiere una dedicación extrema. La disponibilidad de servicio doméstico cambiaba mucho las cosas, por lo que han sido las escritoras de extracción humilde las más silenciadas.

Olsen concluye su ensayo “Silencios” enumerando la letanía de las interrupciones en su propia vida creativa. Los períodos de libertad y creación son escasos. “Se nos niega una vida consagrada a la escritura”. Parece más fácil rendirse. Sin embargo todo silencio es resultado de una violencia, nunca una elección de la propia voluntad.

En 1972, Jean Mullens llevó a cabo una investigación sobre el índice de autoras femeninas en las lecturas recomendadas a los estudiantes de primer curso en las universidades norteamericanas. La conclusión resultó inquietante: solo una autora por cada doce autores. Pareciera que la experiencia masculina en el arte y en la literatura se entendería como dotada de unos valores de universalidad y humanidad plena y que lo escrito por las mujeres se decantase por ser “otra cosa”.

El trabajo creativo requiere una dedicación plena, una soledad deliberada, el desarrollo de las facultades de una conciencia profunda. Es raro, nos dice Olsen, conseguir crear una obra sustancial si no se dan las circunstancias que posibilitan esta dedicación extrema. La obra consume todo el tiempo de la existencia.

Creación y mestizaje

Gloria Anzaldúa, Borderlands / La Frontera. The New Mestiza, (1987)

Gloria Anzaldúa parte de sus propios orígenes en una familia de inmigrantes mexicanos en el sur de Texas para producir la reescritura de su propia identidad como mujer mestiza habitante de la frontera. A partir de su formación en el seno de tres culturas dispares surge la necesidad e la hibridación del yo, de la legitimización de la ambigüedad cultural que reside en su identidad chicana. Mezclando su herencia indígena mexicana, la cultura de los colonizadores españoles y la cultura blanca del imperio anglosajón establece la necesidad de partir de la ideación de nuevas identidades mestizas que adquieran su significación en un mundo en perpetuo cambio y movimiento en el que se multiplican los territorios marginales, las periferias de las periferias. De esta diversidad de culturas surge una multiplicidad de lenguas con las que trasladar una experiencia desde perspectivas múltiples y complejas, y el propio lenguaje híbrido del texto: el español, el inglés y también las lenguas consideradas ilegítimas, las lenguas propias de la frontera que ella reconoce, y a las que quiere proporcionar un status propio: la lengua chicana o el tex-mex.

Identifica su propia identidad queer, como mujer lesbiana y feminista de color, con esa cualidad transfronteriza, propia de quienes atraviesan la norma y la convención. Participa de la herencia de los cultos a las deidades femeninas de las tribus mesoamericanas: Coatlicue (la diosa serpiente), Tonantsi, Coloxauhqui, Antigua, todas relacionadas con el inframundo o mictlán, y con la sombra inconsciente de la psique, y que convergerían en 1660 en la adaptación católica, depurada, del mito de Guadalupe. De esta visión mística y contestataria surge su técnica creativa: el poder de la evocación y del ensueño para prefigurar mundos y para cambiar el mundo: “Escribo los mitos en mí, los mitos que soy, los mitos en los que quiero convertirme”.  

Ilusión y malestar

Remedios Zafra, Frágiles, Anagrama, 2021.

Frágiles (Anagrama, 2021) surge como una serie de cartas dirigidas a una trabajadora precaria en el ámbito cultural de la red. Sibila, protagonista de El entusiasmo (Anagrama, 2017) era el prototipo de esta trabajadora creativa autoexplotada que veía el mundo desde su pequeño cuarto propio conectado.

El sistema de educación pública alimenta unas expectativas que no preparan a los adolescentes para la incertidumbre laboral y la salvaje competición individualista que les esperan. Remedios Zafra juzga a los poderes conservadores que depositan toda la responsabilidad en el propio sujeto. Como parte de las políticas neoliberales, la realización personal consiste hoy en la proyección del ser en el marco de unas relaciones económicas profundamente competitivas, y buena parte de estas dinámicas tienen lugar en la red.

En este contexto se favorece la sobreproducción de productos culturales superficiales y fácilmente desechables, frente a la actividad lenta que ahonda en su objeto. En opinión de Zafra, el engranaje del capitalismo en la cultura-red se mantiene activo gracias a la autoexplotación de las trabajadoras creativas vocacionales. Una característica de la “cultura ansiosa” de nuestro tiempo es que los creadores no tengamos apenas tiempo para la realización del trabajo que nos otorga el sentido.

Según Zafra, la economía actual sitúa a la cultura en el centro, las plataformas tecnológicas enfatizan el capital simbólico, lo cual resultaría en la domesticación del arte en cuanto producto destinado al consumo perecedero. La ilusión de la creatividad se convertiría en una trampa del sistema.

Se echa en falta un trabajo menos expuesto, la oscuridad y las sombras de la intimidad en que se desenvuelve el pensamiento libre. Zafra propone la negativa como método de resistencia al sistema –la “creatividad” y la “felicidad” son palabras fetiche de la cultural neoliberal–, el rechazo del mantra capitalista de hacerse a uno mismo a través del trabajo, trabajo generalmente fragmentado, mediado a través de pantallas, y pagado con el capital simbólico de la visibilidad. En todo momento parece que la tecnología dificulta el pensamiento autónomo y la profundización en el estudio de las cosas, enfatizando el comportamiento adictivo, manteniéndonos enganchados a un número de tareas fragmentadas que no hace sino aumentar.

Zafra establece una relación entre esta autoexplotación en los trabajos creativos y la tradición de sumisión y de asumir tareas no remuneradas y de cuidados de las mujeres. El trabajo precario es un trabajo feminizado, también en los entornos digitales del capitalismo patriarcal.

Frágiles es una llamada a recuperar los espacios y los tiempos de la intimidad, de la reflexión, del pensamiento pausado, frente a la vorágine de Internet. Quizás nuestras subjetividades están en peligro. Quizás ese lugar interior que eludimos es el centro mismo de la creatividad. Quizás los procesos artísticos que buscamos necesitan más tiempo para la elaboración de una narración propia, para que se produzca ese fenómeno profundamente curativo que es el autonarrarse.

Materia mística

Yolanda Castaño, Materia, Xerais, 2022

Hai un verso en “Venecia: o vicio da beleza,” o último poema da compilación Edénica (Espiral Maior, 2000) que di: “Aquí a materia faise mística verdadeiramente.” Ao longo destes poemas fixémonos testemuñas do propósito da autora, moi seriamente establecido, de desfacer todas as mitoloxías, eses soños requintados das fábulas que herdamos dun mundo vello.

Parece un punto axeitado para abordar Materia (Xerais, 2022), un percorrido iniciático, unha autolatría que profunda nos fragmentos matéricos do ser, dende o estado líquido da primeira parte, “Un río subterráneo,” que parte dunha desmitificación das propias orixes familiares, ata o estado sólido da segunda, “Iceberg,” un mapa dos afectos do presente, e o gasoso da terceira, que anuncia a sublimación d“A ingrávida.”

“Algunhas estrelas non caen do ceo” conta como Manuel Castaño librou dun destino funesto durante a guerra civil. A poeta recoñece a astucia dos seus avós, a empurrar o futuro. A renovación dos ciclos da vida ás veces depende de artimañas, a palabra que avanza encubrindo a mentira. Como legado fica ese amarguexo de terse salvado polo engano: “un regueiriño de leite que se cortou.” Mais a avoa modista aprendeulle “a destreza dun discurso,” un alfabeto de tecidos que cobren corpos invisibles, o prodixio de recoñecer o que non está. Desbotamos a bioloxía para considerar o valor da palabra como proposta para acadar unha definición máis axeitada dunha mesma.

Materia avanza buscando o fío que traslada a memoria dos afectos na historia persoal. O corpo faise depositario da propia biografía, dos espazos habitados nas casas nas que vivimos, de códigos escritos en ningures. Albiscamos ese limiar aínda non traspasado, esa arelada refundación. A casa é un espazo dubidoso, protexe os nosos segredos, recoñece os nosos corpos, máis tamén ameázanos coa súa compracencia, o peso grávido da desmemoria.

A familia é a obediencia ao tempo, tamén é a decepción polas enerxías malgastadas. Desenvolvemos as nosas estratexias contra o sangue, enxeños feitos de soños e novos horizontes. Cómpre acadar “a mesma sabedoría que garda a pel do hipopótamo,” insensibilizarse fronte ao dano das orixes. O tempo é o prezo da supervivencia, o custo da vida.

Cada novo nacemento é un novo apuntamento no relato da imprudencia, esas primaveras reincidentes de enfermiza beleza. Toda acción sométenos, amamos a pasividade. Mais non é doado ceibarse da gramática da existencia: “Cada día da primavera é un acto irreversible.”

O xeo somerxido do iceberg nos sosterá escasamente. Fican a memoria e as feituras dos devanceiros nunha mesma, mais tamén a vontade de facerse finalmente visible, de escapar o afundimento. A familia é auga fuxidía, un río subterráneo que nos persegue, un pedazo de xeo que non repousa, un relato dubidoso que foxe do esquecemento. Sentimos o avance irreversible dunha vida que non nos pertence. Faise necesario renunciar á casa dos pais, un oco de cemento sen historia; non se pode crear unha mitoloxía deses espazos tan cativos onde existimos.

“Nube, Ou O Peso da Ingrávida” admite unha certa ousadía no mandato biolóxico, o espanto das raiceiras estendéndose no subsolo dunha nova vida, aquela monstruosidade dun sangue novo a rebulir, a materia a destemperarse.

Asistimos a unha revisión das mitoloxías da maternidade. Matinamos naquela obxección a si mesmas propia das nais, arroladas polas leis da física, polo poder incontestable dos elementos, esquecidas do misterio. Estas nais piden permiso para ausentarse de si mesmas; cerimoniosamente, coa vontade torta, compren os ritos da crianza, habitan un tempo desmemoriado.

Como parte deste sentimento acedo da maternidade que se vén de rexeitar establécese un diálogo coa filla que non se vai ter, sabéndose triunfante na batalla do ser: “Non serei máis ca eu, para sempre.” A institución familiar foi tomada por superstición do sangue, por reliquia dunha orde antiga e trasnoitada da existencia. A muller apareceu como vítima desa durmición da conciencia, nesa liturxia dos intercambios entre os corpos e os seres, nese sacrificio tan animal da crianza. Sublíñase o papel das nais que asumen a súa maternidade como inmolación, a ofrenda aos fillos dun dano que deixa detrás o vestixio dun sometemento dubidoso, imborrable.

Cómpre tamén redefinir a matria desde esta renuncia á tiranía dos vencellos, recoñecela como materia indómita, outorgarlle a liberdade do ser, unha certa vontade de desposuírse. O noso desexo é que o seu afán sexa eludir o soño enfermizo en que teimou o patriarcado.

A decisión de non concibir é unha porta pechada ao porvir, é facerse testemuña da progresiva perda de auga: “Así vai vertendo a auga o noso reloxo.” Existe unha desconfianza respecto da proxenie, o esoterismo trastornado das leis da xenealoxía, as lealdades non vinculantes do amor, o autoengano nos hábitos de domesticación, a albanelaría determinista da bioloxía: “Os nenos son / cemento.”

Os derradeiros poemas recollen unha mensaxe á filla que habita na memoria do que non foi, cando a ingrávida ascende no ar, preparada para voar xa como emigrante fuxida da matria dourada, habitante de todos os mundos posibles, aqueles que pousan no irrecoñecible trazo de tinta dos poemas.

Los pobres crean

Remedios Zafra, El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, Editorial Anagrama, 2017

Los pobres crean. En El entusiasmo (2017), Remedios Zafra escribe sobre el “érase una vez” del trabajo creativo en la era digital. Al hacerlo piensa sobre todo en una generación que salió de sus pueblos de provincias para estudiar en la universidad. Quizás desde allí pudimos viajar a universidades extranjeras y comenzar a enlazar contratos precarios en el mundo de la cultura. Entramos a formar parte de la noria del proletariado cultural en la era de Internet.

Desde nuestros perfiles digitales nos vemos abocadas a autogestionar el ser, enumerando con cada publicación compartida los frágiles progresos de nuestra existencia reflejada en los espejos ilusorios de las redes. La creación en la red se revela como una posibilidad de trascendencia efímera pero altamente gratificante. Porque el entusiasmo nos hace frágiles. Las pantallas reproducen nuestros marcos cotidianos de la fantasía. Habitamos entre el deseo y la espera. Tenemos un cuarto propio conectado pero no tenemos tiempo. Las “entusiastas” estamos casi siempre desarticuladas políticamente y vivimos instaladas en la precariedad en el campo de los trabajos culturales. Desde nuestras habitaciones conectadas llevamos a cabo un trabajo feminizado, somos herederas de un linaje de trabajadoras no remuneradas. Los cuidados y las tareas domésticas enlazan naturalmente con las prácticas del proletariado digital. La gratificación emocional que produce la visibilidad de nuestro trabajo se ofrece como moneda de cambio, como sustituta de la remuneración. En este torbellino de acciones y reacciones digitales queda poco tiempo para encender el interruptor de la conciencia, para tejer verdaderas redes de apoyo, solidaridad y denuncia, para concentrarse o filosofar.

A veces llega un momento en que se debe finalmente, poner punto y final al entusiasmo, a la gratuita generación autoconsentida de nuestros fragmentados procesos creativos. “¿Dónde queda la vida y dónde termina lo interpretado?”, se pregunta Zafra. Quizás se trate de una carga familiar inesperada, quizás la elección de un trabajo que pague las facturas aunque no nos motive. Pero esta renuncia también se puede volver liberadora: decidirte a contribuir a tu comunidad, abanderar el activismo y luchar por la justicia social, o quizás, encerrarte en tu habitación propia de pueblo para leer los mejores libros como nunca antes lo habías hecho, sin interrupciones de tu teléfono móvil, sin claudicar ante las modas, simplemente concediéndote profundizar por fin en el trabajo creativo que el engranaje capitalista de las redes sociales te estaba falsamente prometiendo sin que pudieras nunca llegar a realizarlo.

El sueño de Liliana

Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana, Literatura Random House, 2021.

Uno de los aspectos más inexplicables del crimen es la manera en la que altera, amplificándola, nuestra concepción de la realidad. Cristina Rivera Garza ha escrito un libro sobre el feminicidio de su hermana Liliana en la Ciudad de México en 1990 que es en parte un relato de no ficción, en parte una polifonía que incorpora las historias de sus amigos universitarios, y que también hace uso del archivo de las cartas y notas manuscritas que la propia Liliana guardó en vida.

El duelo impulsa el acto de escritura, la búsqueda de la reparación. Rivera Garza nos advierte de que el conjunto de informaciones que se incorporan a la narración le dan un aire de mensaje cifrado, de caja de Pandora que nos alucinará con sus fantasmas. El poder de las culturas ancestrales mexicas acecha en los laberintos burocráticos del presente, cuando Cristina se afana en la búsqueda del expediente policial del asesinato de su hermana.

Desde el principio sabemos que llegaremos a la constatación de que no es posible entregarse al amor en un mundo hostil, mientras la ley no hace nada por preservar la libertad de las mujeres. Liliana, como tantas otras jóvenes enamoradas, habitó en el centro de una realidad dañina; la felicidad romántica se convierte en el episodio de un cuento de hadas, no en una opción posible en los espacios gobernados por el patriarcado.

En el año 1990 ni siquiera se conocía la palabra “feminicidio.” Con el tiempo los asesinatos de mujeres fueron en aumento en México. Así también surgió y fue desarrollándose el movimiento feminista. La esperanza en la revolución se entrelaza con la pervivencia del mito. La noche del Mictlán, el inframundo en la mitología mexica, exige un camino de vuelta. Azcapotzalco, el barrio en el que está el campus universitario de la UAM en el que Liliana estudió Arquitectura en sus últimos años, era conocido como “lugar de los hormigueros” en náhuatl. Según la leyenda las hormigas guiaron a Quetzalcóatl al mundo de los muertos. Esas hormigas también trajeron los granos de maíz para alimentar el nuevo mundo.

La noche oscura del duelo acaba de llegar a su fin. La noche del Mictlán es un lugar desde el que solo se pueda regresar con la revelación de las palabras, y con su libro Cristina Rivera Garza se propone trazar ese itinerario de luz. Esos granos de maíz que alimentarán el nuevo mundo son las palabras del testimonio.

“La escritura es la forma que toma el secreto en el mundo,” dice Cristina Rivera Garza. El quebranto del duelo deja un poso de melancolía, una tristeza indefinible que se instala en el ser. El duelo también tiene el efecto insospechado de anclar el espíritu en el momento de la pérdida. A partir de ahí la vida es mera redundancia. La existencia se transforma en un ruedo infernal que siempre nos devuelve al instante de la muerte. Cualquier aparente avance es simple repetición. El estribillo hueco de nuestro destino se reitera machaconamente. El círculo de la existencia está sumido en el quebranto y la culpa.

El día 3 de octubre de 2019 Cristina Rivera Garza inicia la búsqueda del expediente del feminicidio de su hermana. Quizás se trate de una acontecimiento capaz de resquebrajar el momento presente, alterando la temporalidad y convocando un espacio ancestral, el antecedente mágico a la barbarie civilizatoria, un poderoso vórtice pre-histórico que desplegará su fuerza para ayudarnos a encontrar las respuestas. La búsqueda del rastro Liliana implica un recorrido por la geografía del sacrificio. Los ritos antiguos son inconscientemente emulados en la ciega odisea de la vida contemporánea. La hermosa doncella se convierte en un festín de los dioses. La modernidad revela en los fragmentos descosidos de su palimpsesto la pervivencia de las fuerzas ancestrales de lo sagrado, el terror y el poder del Mictlán.

Es necesario remontarnos a los orígenes familiares de las dos hermanas: la herencia del algodón, la devoción a la patata. La conciencia siempre alerta, mientras recorrían la ladera del volcán de Toluca, de un mundo mejor y más bello, un mundo que renacería de sus márgenes ocultos, de la fuerza de la visión, de la rebeldía y de la inteligencia. Ya en algunas cartas de la temprana adolescencia reflejaban Liliana y sus amigas la conciencia de su identidad como mujeres latinoamericanas, sabiéndose depositarias de la memoria de un ultraje histórico, hermanas de tantas latinas que todavía viven entre la tristeza, el temor y el deseo.

Tempranamente surge la relación con Ángel, y ya desde el comienzo las palabras para nombrar la agresión son articuladas por el silencio. Es un lenguaje que, de haberlo, no se encuentra. Lo que no es nombrado quizás apenas existe. Las primeras discusiones adoptan en los diarios la forma de la elipsis. Es un daño que se traga, obedientemente, pues faltan los recursos para sobreponerse a él, no ayuda el buen carácter femenino, no existe todavía una conciencia del envés maligno de la ideología romántica.

Esta fascinación de Liliana por los amoríos adolescentes no es ajena a la conciencia, grácilmente expresada, del extrañamiento producido por las relaciones sentimentales, de lo profundamente absurda, casi cómica, que es la condición del amante, de la necesidad que el amor impone de habitar espacios imaginarios. El amor es ya en aquellos años de novios adolescentes un sueño intenso pero efímero, un cuento cuyo final no se recuerda; para la Liliana que copiaba notas en los márgenes de sus apuntes de física o matemáticas en la enseñanza secundaria, la imaginación y el amor son siempre lo más extraño.

El relato de no ficción de Cristina y las notas y cartas de Liliana dan paso a la polifonía caleidoscópica de los testimonios de sus amigos universitarios: Raúl Espino Madrigal, Ana Ocadiz, Manolo Casillas Espinal, Leonardo Jasso… Gracias a la técnica del caleidoscopio, de la multiplicidad de puntos de vista, se produce una distorsión de la mirada por la que la protagonista se divide, el objeto se hace brillante y luminoso, pero aunque revele nuevas perspectivas nunca pierde su distintiva identidad. El libro no busca emitir un juicio definitivo sobre el pasado, sino solo iluminar el rompecabezas del crimen desde distintos focos de luz. Los últimos meses en la vida de Liliana Rivera Garza nos son expuestos como un plano cuyas claves nos corresponde interpretar.

La explosión de la conciencia feminista en las dos primeras décadas del siglo XXI ha posibilitado que Cristina Rivera Garza nos invite a proyectar una nueva lectura sobre los hechos que acaecieron en 1990, que los comprendamos desde novedosas coordenadas que favorecen la discusión y el análisis, una vez superado el estigma de la culpa y la vergüenza que rodeaba a un suceso como este en el propio tiempo en que se produjo.    

Es gracias al testimonio de los amigos de Liliana que llegamos a conocer significativos sucesos en su vida: como su fascinación con el manantial de Almoloya de Juárez, en cuya corriente puede distinguir la raya que separa el agua sucia de la limpia, la sutil frontera, tan enigmática, entre los elegidos y los condenados. O su predilección por el personaje histórico de Milena Jesensky que nos revela el temor a la moral entendida como castigo a la sencilla euforia de los sentimientos libres. También parece un fatal augurio la historia del gorrión que Liliana compró para que volase libre, pero que acabó muriendo antes de extender sus alas.

La historia de Liliana nos revela que detrás de la apariencia amable e intrascendente de los días de la vida cotidiana de una joven pueden latir las pulsiones ocultas del destino. Nos persigue el deber atroz de la propia consumación según unas reglas que nos han sido impuestas, a las que somos ajenos, como ajenos somos casi continuamente a los designios oscuros que subyacen en las raíces sagradas de la vida, en nuestra forzosa lealtad al imperativo de la sangre. Así vivió Liliana en el México contemporáneo, de cuyos cálidos valles han brotado las pirámides, cuyas costas salvajes se ven azotadas por las olas saladas y arenosas, las mismas pirámides y las mismas costas que Liliana visitó con sus amigos en su viaje del verano de 1988, recorriendo todos los caminos de la que iba a ser su vida, cumpliendo hasta el milímetro su mandato ancestral.

¿Cuál es el valor de la libertad en un mundo regido por los oscuros designios del destino? ¿Hasta dónde llega el poder liberador del sueño? ¿Por qué llegamos a creer que el amor, la amistad o la belleza pueden salvarnos? Liliana entendió muy bien que hay algo “atroz” y “sagrado,” – sus mismas palabras – en el mandato de nuestra identidad, pero nunca anticipó la manera en que estos poderes se manifestarían en su vida.

Liliana tenía singulares dotes de observación que a menudo vertía en sus escritos. Su texto de mediados de noviembre de 1988 sobre el aborto clandestino la que hubo de someterse es un poema en verso libre que enumera los vacíos, las ausencias las soledades. Aquí Liliana se afirma a sí misma a través de la negación. El vacío que siente es quizás la única manera de encontrar su lugar en la cadena de la existencia. La ausencia de sí misma es necesaria para entrar a formar parte de una fuerza que la supera, quizás se trate de la avidez del dios que ya se iba manifestando.

Siempre entre sus notas hayamos instantes breves de lucidez en los que vislumbra el horror de su presente, el verdadero rostro del monstruo, pero estas frágiles iluminaciones son pronto sofocadas por la confianza, por la rutina, por la paciencia femenina. Además, entre sus nuevos amigos no terminó por encontrar un firme asidero, quizás no el alcanzó el tiempo para ello, sino nuevas razones para multiplicar su incertidumbre.

Su fe en sí misma posibilitaba esta vivencia lúdica del amor, su concepción como un juego complejo de corte existencial, el recurso de las relaciones románticas como método de indagación en el ser; el mapa de los afectos ilumina un camino interior, la odisea del autoconocimiento, sin partir de condicionamientos socialmente establecidos, más bien volviéndose contra ellos, utilizando el amor como arma frente a una organización social patriarcal obsoleta. Liliana reconocía “lo posmoderno,” como su  natural manera de ser, que contrastaba con el idealismo romántico de Ángel, esa filosofía tantas veces reñida con la honestidad que Liliana convertían en su guía en su camino hacia la libertad del ser.

A través de su historia conocemos que la violencia machista frecuentemente se convierte en un hábito, una carta de la naturaleza, que avanza y se repliega constantemente, acomodándose al devenir cotidiano, emponzoñando la existencia de la mujer y desarmándola de antemano, salvo por aquel breve hilo de conciencia que reconoce el desacato.

Para Cristina Rivera Garza la muerte de su hermana es el jalón que origina el comienzo del tiempo futuro. La progresión de su libro sobre Liliana es circular: comienza en el presente, en aquel día, el 3 de octubre de 2019, en que inicia el rastreo del expediente policial, y desde ahí vuelve a los orígenes familiares, el relato de la infancia y la adolescencia, para nuevamente llegar al punto de no retorno, ese instante, diluido en diversas progresiones de la conciencia, en que debe aceptar que la muerte de su hermana pequeña es real, que lo impensable ha sucedido. También es circular el aullido del dolor, la reiteración del sacrificio, la pervivencia de un rito ancestral apenas imaginado, perdido entre una sucesión quebradiza de imágenes de la memoria colectiva.

Las últimas páginas persiguen realizar la reconstrucción del crimen haciendo uso de la misma técnica de la visión caleidoscópica. Pero hay un punto de vista que nos está vedado: el del criminal, que se convierte en actor de un acontecimiento innombrable y mudo, el ritual por el cual consuma su inexistencia.

La escritura del éxtasis

VV. AA., Antología de poetas españolas. De la generación del 27 al siglo XV, Alba Editorial, 2018.

Nos hallamos ante una cuidada antología de poetas españolas preparada por Alba Editorial la cual, debido a su edición en orden cronológico inverso, supone un amplio movimiento regresivo desde la madurez de las autoras de la generación del 27 hasta el umbral de la no existencia que se anuncia al final del volumen con la breve selección de poemas dedicada a Florencia del Pinar, poeta del siglo XV que fue dama de la corte de Isabel la Católica.

La soledad y el grito bien pudieran ser los temas que atraviesan al conjunto de autoras de esta antología, conformando una tradición en la poesía española escrita por mujeres marcada desde sus orígenes por la conspiración contra el deseo de una moral adversa, profundamente marcada por el catolicismo, a lo largo de la historia, o al menos hasta bien entrado el siglo XX, que es el período abarcado en esta selección. 

El grito de Susana March en “La pasión desvelada” anuncia el tema que atravesará la poesía de estas mujeres en generaciones sucesivas: la pasión trascendente, el deseo apenas satisfecho, el ansia mística por la unión con Dios. La vida se revela como un encierro, una cárcel de ausencias.

En la poesía de las autoras de la generación del 27 se produce ya una cierta diversificación sobre todo en las formas. Por ejemplo, la poesía de Dolores Catarineu aparece como contenida y fría, influenciada por la poesía pura de Juan Ramón Jiménez, mostrando el afán por crear signos que cristalizan imágenes estáticas de la naturaleza y fragmentos de pensamiento trascendente. En la poesía de Marina Romero se repiten los temas de la soledad, el grito, la pasión que apenas intuye la posibilidad de su gratificación. El “Cántico de María sola” de Josefina Romo Arregui se hace explícito el tema del ansia por la pasión divina. Esta poesía es anhelo, ímpetu, ternura, satisfacción, esperanza. Josefina de la Torre, por su parte, ahonda en el tema de la expectativa ante el amor divino, que se sabe volátil y caprichoso.

La poesía de Carmen Conde, sin embargo, está, a diferencia de la de sus coetáneas, vuelta hacia sí misma. Está marcada por el afán de comprenderse y de comprender el mundo a través del despliegue del yo. El yo poético adquiere una densidad propia en algunos de sus poemas. En otros se transfigura en las grandes mujeres de la iconografía cristiana: María, Eva… para alzar el leve reproche de María, la amarga súplica de perdón de Eva, para desmentir el relato del mito judeocristiano por boca de estas mujeres.

En los versos de Carmen Conde la naturaleza estalla en imágenes sensuales cuidadosamente registradas por la mente, que busca su oportunidad de trascendencia. Es a través de estas imágenes que el yo se despliega: “¡Oh, qué tierra la mía, tan extensa / y tan breve que cabe en mi persona!” Carmen Conde se refiere así a su vacío: “Estoy sola (…) por tierra de Dios, tierra de nadie.”

Aún así, los poemas de evocación religiosa adquieren un valor especial, como la nostalgia del paraíso, en la voz de Eva, en “Primera noche en la tierra”: “¿Apagose del fuego la gran rama / o Dios se la llevó fuera del aire?” María no siente la plenitud de su Anunciación; Eva se siente condenada a la maternidad de generaciones. En ambas cristaliza la temática feminista de los poemas.

Ernestina de Champourcín es consciente de estar practicando una poesía que es la escritura del éxtasis. El deseo se despliega en el tiempo; la espera se convierte en una resignada obstinación. Como a muchas de sus coetáneas, a Champourcín, quizás conociendo su lugar en el final de una tradición, le preocupa la aprehensión del tiempo en toda su abarcable eternidad. El dominio del tiempo es condición necesaria para la comprensión del amado, que es Dios. El ser de la mujer que ama se desborda en un tiempo infinito. La curiosidad y el ardor son los rasgos de la poeta mística de esta tradición española.

Existe el temor a que la longitud del tiempo se resuelva en la nada. También existe el temor de que no seamos merecedoras de la salvación. Nos queda la esperanza de seguir el rastro de luz a la espera de una vida nueva y plena, que en esta existencia nos es vedada por nuestro parcial entendimiento. Escribir poesía para estas autoras es tratar de poner los ojos en el paraíso, pero sólo Champourcín parece especialmente concernida por las limitaciones, por el no-existir y el no-saber: “Al final de la tarde / dime tú ¿qué nos queda?”

En la poesía de Cristina de Arteaga aquí seleccionada, el talante místico articula la vocación religiosa, un camino espiritual que supone la negación de una misma, el pesaroso rechazo del amor, el resignado abandono a la soledad y a la melancolía. Como contraste, la poesía de Elisabeth Mulder tiene un tono más liviano y es más rebelde, elaborando un canto a los oscuros romances de la modernidad. Los temas de Concha Méndez son la memoria de la espera, la sombra doliente del afecto, la leve queja por el amor maternofilial traicionado por el destino. Lucía Sánchez Saornil se hace testigo de la memoria negra del combate y de la muerte que presenció en la guerra civil. Pilar del Valderrama escribe lúcidamente sobre las interacciones entre el mundo interior perpetuamente renovado por el esfuerzo del espíritu y el viejo mundo incomprensible y oscuro que cerca al yo amenazadoramente. Los poemas de Blanca de los Ríos, con un cariz más filosófico, se interrogan sobre la germinación de la palabra sobre la multitud de voces que se aúnan en la voz que se plasma en el papel.

En el siglo XIX, según el giro retrospectivo planteado por la antología, irrumpe la temática romántica en una poética melancólica, lúgubre y sentimental por ejemplo en las composiciones de Carolina Valencia o de Concepción de Estevarena, poeta que falleció en su juventud, que en su breve pero fértil carrera ahondó en los temas del contraste entre el sueño y la realidad, el rechazo nostálgico de la felicidad y la luz, la imposibilidad de satisfacer el deseo de trascendencia. Los poemas de amor romántico y apasionado de Carolina Coronado dan lugar a la sobria y aún así romántica y melancólica poesía de Gertrudis Gómez de Avellaneda, como su renombrado elogio “A la poesía,” que se caracteriza por proporcionar consuelo a las penas, por ser fuente de aprendizaje, semilla de inmortalidad, explicación última del universo.

Las poetas del siglo XVIII reflejan la impronta de la Ilustración, con un estilo más clásico como el de María Nicolasa de Helguero y Alvarado o Margarita Hickely, o la notable oda al monte Teide de María Rosa Gálvez, que anticipa la poesía romántica europea de las primeras décadas del siglo XIX. María Gertrudis Hore escribió unos endecasílabos de gusto ilustrado y gran actualidad sobre la conveniencia de la filosofía melancólica del autor inglés Edward Young, que impulsó el auge del romanticismo en diversos países europeos.

La influencia del catolicismo ya se hará notable desde las poetas del siglo XVII hasta el origen de esta tradición, y la mayor parte de las autoras son religiosas que escriben desde sus conventos. El estandarte lo llevarán Sor Juana de la Cruz en la conclusión de esta fase mística y Teresa de Ávila en sus comienzos. El “Primero Sueño” (1692) de la autora mexicana desarrolla el tema de las limitaciones del ingenio humano. El poder creativo de la fantasía y del arte, incluyendo las construcciones humanas más excelsas, obedece a la imitación. El entendimiento está marcado por su incapacidad para intuir valores universales, para realizar una investigación adecuada de la naturaleza. Todo el catálogo de los esfuerzos humanos pertenecerían a la noche, siendo fruto de la fantasía incapaz, de un juicio errado. La única perfección existente, para sor Juana, se halla en la creación divina, pero no le es dado al entendimiento aprehenderla.

Sigue una delicada selección de poemas de gran sencillez espiritual, con elogios a la vocación religiosa y advertencias frente a los engaños del amor y la corrección de las pasiones. Amarilis, quizás, destaca en este período como una autora más atrevida, pues ella pretende seducir al amado a través de su “Epístola a Belardo.” También llama la atención la comicidad de Catalina Clara de Guzmán, que se burla de sí misma en un retrato disuasorio para su pretendiente.

Las poetas del siglo XVI se afanan por proporcionar consuelo para los males de espíritu, manifestar la entrega a Dios y el desconsuelo que pronto surge de los amores terrenales. Amor, ausencia, martirio, religión son los temas de algunas de las composiciones más exaltadas, como en la poesía de Luisa de Carvajal y Mendoza, en la que parece discreto que el amado esté siempre ausente y que solamente el amor de Dios sea abiertamente correspondido.

La antología, así, nos permite remontar el río de cristalino caudal de las poetas españolas desde el siglo XX hasta su virginal nacimiento en el siglo XV de la pluma de Florencia del Pinar. Los poemas de las autoras de los siglos XVII y XVI son callados brotes místicos de radical serenidad, cuya lectura permite ganarle tiempo a la vida, reflejando los temas de la huida del mundo, la búsqueda de Dios, de su respuesta, de sus atenciones… Pero ya en estos orígenes se hace aparente que estas autoras escriben poesía desde la conciencia de que ser mujer es una forma muy especial de estar en el mundo, que predispone a a tener una perspectiva y una sensibilidad marcadas por el deseo y por el dolor ante las limitaciones que a éste le son impuestas. El acto de silenciarse sería el resultado del conocimiento de las propias limitaciones existenciales. La tradición de la poesía española escrita por mujeres desde sus orígenes hasta la generación del 27 está marcada por el tema de la conspiración contra el deseo de una moral adversa al amor a lo largo de la historia de España. 

Posteriormente, en el siglo XIX, como hemos visto, con el romanticismo el amor terrenal se vuelve una realidad imaginable, aunque siga estando impedida por las desgracias. Hacia el siglo XX la poesía del silencio deviene poesía del grito. Las poetas ya no soportan con la misma serenidad sus desvaríos amorosos, la larga espera por el amado se vuelve intolerable. “Yo no sé qué tengo,” declaraba Josefina de la Torre:

“No sé qué me pasa.

Siento que me espera una hora de luces

Un inesperado vaivén de misterio.”