El tiempo de la escritura

Tillie Olsen, Silencios, Las Afueras, 2022.

La historia literaria está atravesada por las palabras que nunca fueron escritas, por los silencios a los que se refiere Tillie Olsen en las dos conferencias que conforman este libro, Silencios, prologado por Marta Sanz (Las Afueras, 2020), esas visiones que no llegan a alcanzar la conciencia creativa por las circunstancias del destino individual o quizás porque nuestra sociedad privilegia otras vicisitudes más prácticas de la existencia.

Hay quienes, como Rimbaud, experimentaron el silencio como una condena trágica. Otros, como Melville, con la conciencia despierta frente a las necesidades alimenticias, ese trabajo en la aduana que le proporcionaba un sustento pero que le robaba el tiempo y la paz necesarios para la escritura de sus novelas. El tiempo, tantas veces el grial perdido. Apenas hay escritores que no hayan sufrido la escasez de las horas, la impotencia al no poder aniquilar los contratiempos de la vida común.

El aplazamiento de la escritura ha sido una constante en la historia oculta de la literatura. Ha habido quienes han sentido una especial presión para suprimir sus voces, autores determinados por los silencios impuestos por su raza, sexo o clase social. Hay muchos autores negros norteamericanos de una sola novela. Otros no han visto la oportunidad de sentarse a escribir hasta que les ha sobrevenido una larga enfermedad. O algunas, como Laura Ingalls Wilder, no han roto su mutismo hasta pasados los sesenta años. También están los silencios pesados y dolorosos de las personas dotadas de sensibilidad pero privadas de formación, un tema abordado por Rebecca Harding Davies, autora norteamericana de finales del siglo XIX a la que Tillie Olsen le dedica un ensayo que no aparece en este volumen.

Kafka se lamenta del poco tiempo que le queda para escribir tras su trabajo en la oficina. Se da una dificultad en canalizar las energías creativas que quedan acumuladas en alguna parte de la conciencia. No hay tiempo para dejar fluir la escritura, para dominar el monstruo de la inspiración. Las páginas escritas apresuradamente, los breves destellos de inspiración no encauzada, los manuscritos que terminan en el fuego de la chimenea… Todo ello es silencio. La escritura se vive como un tormento, como una batalla que se considera perdida de antemano pero que se siente como la tarea natural de una vida que no debe dedicarse a otra cosa.

Estas circunstancias materiales y sociales que rodean las necesidades de la creación explican el silencio de la mujer durante siglos. Las primeras escritoras que empezaron a consagrarse en el siglo XIX y principios del XX eludieron la maternidad, y muchas de ellas también el matrimonio. Las que sí se casaron y tuvieron que enfrentarse a las tareas domésticas, como Katherine Mansfield, vivieron esto como un suplicio. Los trabajos del amor y los cuidados tan frecuentemente se han interpuesto con la creatividad, que requiere una dedicación extrema. La disponibilidad de servicio doméstico cambiaba mucho las cosas, por lo que han sido las escritoras de extracción humilde las más silenciadas.

Olsen concluye su ensayo “Silencios” enumerando la letanía de las interrupciones en su propia vida creativa. Los períodos de libertad y creación son escasos. “Se nos niega una vida consagrada a la escritura”. Parece más fácil rendirse. Sin embargo todo silencio es resultado de una violencia, nunca una elección de la propia voluntad.

En 1972, Jean Mullens llevó a cabo una investigación sobre el índice de autoras femeninas en las lecturas recomendadas a los estudiantes de primer curso en las universidades norteamericanas. La conclusión resultó inquietante: solo una autora por cada doce autores. Pareciera que la experiencia masculina en el arte y en la literatura se entendería como dotada de unos valores de universalidad y humanidad plena y que lo escrito por las mujeres se decantase por ser “otra cosa”.

El trabajo creativo requiere una dedicación plena, una soledad deliberada, el desarrollo de las facultades de una conciencia profunda. Es raro, nos dice Olsen, conseguir crear una obra sustancial si no se dan las circunstancias que posibilitan esta dedicación extrema. La obra consume todo el tiempo de la existencia.