El centro del maleficio

María Negroni, El corazón del daño, Random House, 2023.

El corazón del daño (Random House, 2023) surge como ofrecimiento a la madre, como ejercicio de la memoria, como indagación en una historia compartida, oscurecida por los silencios, iluminada por la esperanza de recuperar el pasado, un destino profético. Las escenas del pasado tienen una permanencia, un espíritu indomable.

María Negroni ha escrito el relato de lo que no se pudo contar. Entre sus frases surgen los interrogantes de la filosofía. Se trata de una autobiografía en clave de poesía, construida por imágenes del pensamiento más que por anécdotas, aunque su base esté firmemente anclada en la experiencia.

Este pasado suprimido se reconstruye a través de las imágenes escritas para lograr por fin encauzar los sentimientos perdidos, para refundarse en la compasión y el amor. El desastre de nuestro origen es el sustrato del que ha germinado nuestro ser. Solo cabe el perdón como hilo de la memoria, como costura del relato de la propia biografía.

Hay una sustracción de la experiencia, una voluntad de desaparición. Hay una herencia envenenada de la que germinan todas las palabras. Hay una necesidad de existir en la intemperie, de desvivir el destino.

El miedo se convierte en un hábito de la existencia. Fuimos niñas que habitaban los cuentos de hadas, sujetas al maleficio. En el horizonte surgía la palabra como promesa. Las madres, sus iras y sus silencios, iban marcando el camino en el bosque, el sendero de la tragedia y de la perdición que conduciría al objeto mágico, la oculta revelación de su propia trascendencia. La realidad ofrece materiales suficientes para la intriga. La memoria de la infancia presenta discrepancias con la manifestación de la historia en las fotografías. El lenguaje revela la justa medida de la distorsión entre el relato y la experiencia.

La escritura autobiográfica es para Negroni la enunciación precisa de la poesía, una filosofía de la pérdida. La herencia materna, esa desesperación, esa ruptura de la conciencia, está en el origen de las palabras. Desafiamos las lecciones aprendidas, las hazañas de la historia. Sabemos que la verdad se esconde tras una huella invisible, el eco de un grito ahogado.

La escritura acontece como la revelación de una historia sin palabras. No podemos recordar lo que tal vez no sucedió. Nos aferramos al relato del silencio. Aquellas habitaciones en una casa olvidada. No podemos saber lo que no nos fue dicho.

Es preciso ausentarse, consumirse. Estamos en guerra. La escritura reproduce ese cántico belicoso, a pie de página se desarrolla la fábula: el lobo del cuento, la reina malvada, todos han sido convocados en este apocalipsis.

En las vidas así vividas se da una sensación de reconocimiento, de maleficio presentido. Todo sucede, tal vez, como estaba previsto. Hallamos un enorme parecido entre nuestras circunstancias y el conocimiento de la verdad. Nuestra vida sucedió en momentos no reconocibles. El molde es el de una historia bien conocida. El relato de una repetición.

Hay un significado que se oculta en los intersticios, en las elipsis de lo real. Habitamos un mundo de apariencias. La comprensión de los fenómenos está ausente. Le corresponde a la escritura inventariar los silencios, desvelar los certeros trazos de la fábula, la verdad que anida en lo oscuro.

Las palabras surgen de aquel daño, una penitencia infantil que retorna como un presagio turbio, una certeza inconsciente. La madre traslada su dolor como herencia. Nada puede restituir la felicidad perdida en un agujero de la memoria.

La infancia es el origen de la historia, un relato inscrito en cada célula. La escritura ilumina esta herencia de sombras, inserta nuestra experiencia en el mundo. Hay un misterio que surge de cada infancia, que guía el avance de las palabras. Negroni se propone rastrear el origen de su relato. No estamos ante un libro de memorias, sino ante una indagación de los fragmentos constitutivos del ser, del relato originario de una vida.

La escritura busca reproducir los círculos concéntricos de la experiencia, el relato inscrito en el tronco seccionado del árbol, hasta llegar a la médula, la primera palabra. El abecedario de la infancia está en el origen del libro. Este esfuerzo por llegar al centro del ser despoja al relato de todo artificio, del lastre de un discurso impostado.

Escribir desde la memoria es heredar el testimonio de la barbarie. Contemplamos las ruinas de lo que fue, rescatamos el horror de nuestras madres, las cenizas de una pasión, el desastre. Contemplamos los fragmentos perdidos del ser, la permanencia del pasado a pesar de la desmemoria, un torbellino de imágenes que nos hechizan, un vendaval que preserva cada cosa. Tratamos de recuperar lo que es valioso, de fijarlo, de inscribirlo mediante la palabra.

Negroni asume la herencia del dolor de su madre, y se pregunta si fue necesaria esa exactitud en el sufrimiento. Su docilidad infantil fue el presagio de un destino funesto. Se convirtió en la portadora de las palabras, de un horóscopo oscuro. Esta singularidad de su infancia es la penitencia de la que surge la palabra, su estética de la fragmentación, una indagación entre las ruinas para proponer una reescritura iluminadora, una revelación de los significados que quedaron ocultos.

La llegada de la adolescencia intensifica el encantamiento. El desamparo da lugar a los paraísos soñados de la imaginación, el inicio de la relación con los libros, una oportunidad para el renacimiento del mundo en cada página. La infancia se había presentado como el origen de todas las historias, la médula del relato. El corazón del daño es un libro que lo dice todo apoyándose en las elipsis, prescindiendo de la narración. De su madre fue heredado este vocabulario de la pérdida.

En la adolescencia, el descubrimiento de la literatura, aquel sueño del silencio, el nacimiento del ser. Aquí está el preludio de su poesía, un compendio de conocimientos del mundo relacionados entre sí con el afán del coleccionista. Después de la mudanza a Buenos Aires, aquel invierno en que el padre las abandonó, el origen de la desdicha, el nacimiento de la escritura, de su afán de archivista de imágenes, sombras, rastros del mundo.

El arte, ella descubrirá, es ese sueño de la muerte, la reproducción de fragmentos de no-vida, aquella tela blanquísima, virgen, que no aspira a significar sino a ser, a consumarse en su propio vacío sin límites, el agujero negro que devora sus propias creaciones.

Aquella biografía del infortunio proporciona el material para la escritura, la oportunidad de la redención en el instante postrero en que se revele la realidad de todas las cosas.

Surge la necesidad de un hogar, el refugio de su yo adulto, una morada en la que aguardar el destino, desde donde asistir a la impermanencia de todo lo que existe. La contemplación de un amor, quizás no vivido, sino solo soñado. Este deseo de independencia femenina es también, como la desdicha, una herencia materna.

La vocación es ese encantamiento. La poesía se aparece como relato sin palabras, como indagación en el ser, como refugio de la existencia. Se trata de nombrar lo que no existe, de experimentar el gozo de un mundo renacido en el papel.

Esta escritura es silencio. Es una comunicación sin ruido por la que el ser se sobrepone a la obviedad, a lo superfluo. Lo que está escrito participa de las cualidades del secreto. Adquiere su trascendencia sin explicarse a sí mismo, sin buscar propagarse ni convencer, ni manipular. La palabra inscrita, el verbo, el ADN de la historia.

Nada importa, el deseo es vanidad y capricho. Solo nos debemos a esta obra, a este proceso por el que el ser fluye en la tinta sin más esperanza que convertirse en palabra, que inscribirse en la realidad, sin entenderla, apenas imaginándola. Como autora y poeta, María Negroni se somete al mandato de su vocación. Este es un libro profundamente comprometido.

Este compromiso con la escritura nace de un enfrentamiento con las condiciones de la existencia. Hay una rebelión, un poder que surge de la batalla del ser, una necesidad de poseerse. La conciencia despierta a la realidad de uno mismo. Para siempre pertenecemos ya a las sombras.

El abandono del hogar familiar inicia el relato del yo. A veces el destino es marcharse, marcharse para así siempre permanecer en el espacio de la conciencia.

El libro se lee como una suerte de breviario de plegarias, invocaciones. Nos deslizamos por una espiral de significados hasta el autoconocimiento, ese grial que nunca llega. El corazón del daño es una novela que prolifera hacia dentro, como la primera memoria.

El traslado a Nueva York en los años 80 inaugura este espacio de libertad, de separación del mundo que hasta entonces había determinado su vida: no solo el hogar familiar, también las batallas políticas y culturales en Argentina, el rostro del amor. Esta necesidad de vivir en soledad es una condición de la vida eremita, uno de los muy serios requisitos del espíritu. Ella precisará una vida dedicada a la poesía, al estudio, a la contemplación del propio sacrificio. Ejercer la sensatez sin otra esperanza que habitar la palabra, adquirir, definitivamente, una existencia translúcida, haciéndose vehículo de múltiples iluminaciones.

La vida es entendida como una sucesión de batallas. Un libro atravesado por la violencia, la vergüenza, el relato suprimido de la indiscrección. Nunca existió un hogar al que regresar. Hemos perdido los futuros. La indecisión es esa incógnita que nos hace pasar página.

Nueva York es ese espacio de libertad y creación en el que la vida se despliega. Trabajar, escribir, leer, recorrer la geografía urbana. Necesita seguir habitando esa intemperie cuando su relación se rompe. Él quiere regresar a Buenos Aires, recuperar las raíces que en su caso siguen intactas quizás porque nunca experimentó el terror; el odio es solamente el tema de su estudio, no una vivencia encarnada en el propio espanto.

La conclusión de toda autobiografía es la formulación de una poética. El arte no puede ser un sucedáneo de la ideología. Se basta a sí mismo, como un fragmento de la realidad que existe de por sí, sin palabras, sin explicaciones. La lucha no nos hará más valiosos. Ahondar en nuestra existencia posibilitará que, al menos, mejore nuestra comprensión del mundo. La realidad no se deja conocer. El autoconocimiento significa no comprenderse. Al menos eso lo hemos aprendido.

María Negroni ha escrito una autobiografía impresionista, un poema en primera persona, una interrogación sobre la existencia, sobre su propio lugar frente a la naturaleza opaca del mundo.

La escritura ha sido el legado de la zozobra, de la relación nunca resuelta con su madre, una devoción correspondida con la agitación de un daño incomprensible. En el corazón de ese daño anida la escritura, como una restauración del espíritu, una economía mística, un misterio por el que la palabra germina de los corazones devorados.