La escritura del éxtasis

VV. AA., Antología de poetas españolas. De la generación del 27 al siglo XV, Alba Editorial, 2018.

Nos hallamos ante una cuidada antología de poetas españolas preparada por Alba Editorial la cual, debido a su edición en orden cronológico inverso, supone un amplio movimiento regresivo desde la madurez de las autoras de la generación del 27 hasta el umbral de la no existencia que se anuncia al final del volumen con la breve selección de poemas dedicada a Florencia del Pinar, poeta del siglo XV que fue dama de la corte de Isabel la Católica.

La soledad y el grito bien pudieran ser los temas que atraviesan al conjunto de autoras de esta antología, conformando una tradición en la poesía española escrita por mujeres marcada desde sus orígenes por la conspiración contra el deseo de una moral adversa, profundamente marcada por el catolicismo, a lo largo de la historia, o al menos hasta bien entrado el siglo XX, que es el período abarcado en esta selección. 

El grito de Susana March en “La pasión desvelada” anuncia el tema que atravesará la poesía de estas mujeres en generaciones sucesivas: la pasión trascendente, el deseo apenas satisfecho, el ansia mística por la unión con Dios. La vida se revela como un encierro, una cárcel de ausencias.

En la poesía de las autoras de la generación del 27 se produce ya una cierta diversificación sobre todo en las formas. Por ejemplo, la poesía de Dolores Catarineu aparece como contenida y fría, influenciada por la poesía pura de Juan Ramón Jiménez, mostrando el afán por crear signos que cristalizan imágenes estáticas de la naturaleza y fragmentos de pensamiento trascendente. En la poesía de Marina Romero se repiten los temas de la soledad, el grito, la pasión que apenas intuye la posibilidad de su gratificación. El “Cántico de María sola” de Josefina Romo Arregui se hace explícito el tema del ansia por la pasión divina. Esta poesía es anhelo, ímpetu, ternura, satisfacción, esperanza. Josefina de la Torre, por su parte, ahonda en el tema de la expectativa ante el amor divino, que se sabe volátil y caprichoso.

La poesía de Carmen Conde, sin embargo, está, a diferencia de la de sus coetáneas, vuelta hacia sí misma. Está marcada por el afán de comprenderse y de comprender el mundo a través del despliegue del yo. El yo poético adquiere una densidad propia en algunos de sus poemas. En otros se transfigura en las grandes mujeres de la iconografía cristiana: María, Eva… para alzar el leve reproche de María, la amarga súplica de perdón de Eva, para desmentir el relato del mito judeocristiano por boca de estas mujeres.

En los versos de Carmen Conde la naturaleza estalla en imágenes sensuales cuidadosamente registradas por la mente, que busca su oportunidad de trascendencia. Es a través de estas imágenes que el yo se despliega: “¡Oh, qué tierra la mía, tan extensa / y tan breve que cabe en mi persona!” Carmen Conde se refiere así a su vacío: “Estoy sola (…) por tierra de Dios, tierra de nadie.”

Aún así, los poemas de evocación religiosa adquieren un valor especial, como la nostalgia del paraíso, en la voz de Eva, en “Primera noche en la tierra”: “¿Apagose del fuego la gran rama / o Dios se la llevó fuera del aire?” María no siente la plenitud de su Anunciación; Eva se siente condenada a la maternidad de generaciones. En ambas cristaliza la temática feminista de los poemas.

Ernestina de Champourcín es consciente de estar practicando una poesía que es la escritura del éxtasis. El deseo se despliega en el tiempo; la espera se convierte en una resignada obstinación. Como a muchas de sus coetáneas, a Champourcín, quizás conociendo su lugar en el final de una tradición, le preocupa la aprehensión del tiempo en toda su abarcable eternidad. El dominio del tiempo es condición necesaria para la comprensión del amado, que es Dios. El ser de la mujer que ama se desborda en un tiempo infinito. La curiosidad y el ardor son los rasgos de la poeta mística de esta tradición española.

Existe el temor a que la longitud del tiempo se resuelva en la nada. También existe el temor de que no seamos merecedoras de la salvación. Nos queda la esperanza de seguir el rastro de luz a la espera de una vida nueva y plena, que en esta existencia nos es vedada por nuestro parcial entendimiento. Escribir poesía para estas autoras es tratar de poner los ojos en el paraíso, pero sólo Champourcín parece especialmente concernida por las limitaciones, por el no-existir y el no-saber: “Al final de la tarde / dime tú ¿qué nos queda?”

En la poesía de Cristina de Arteaga aquí seleccionada, el talante místico articula la vocación religiosa, un camino espiritual que supone la negación de una misma, el pesaroso rechazo del amor, el resignado abandono a la soledad y a la melancolía. Como contraste, la poesía de Elisabeth Mulder tiene un tono más liviano y es más rebelde, elaborando un canto a los oscuros romances de la modernidad. Los temas de Concha Méndez son la memoria de la espera, la sombra doliente del afecto, la leve queja por el amor maternofilial traicionado por el destino. Lucía Sánchez Saornil se hace testigo de la memoria negra del combate y de la muerte que presenció en la guerra civil. Pilar del Valderrama escribe lúcidamente sobre las interacciones entre el mundo interior perpetuamente renovado por el esfuerzo del espíritu y el viejo mundo incomprensible y oscuro que cerca al yo amenazadoramente. Los poemas de Blanca de los Ríos, con un cariz más filosófico, se interrogan sobre la germinación de la palabra sobre la multitud de voces que se aúnan en la voz que se plasma en el papel.

En el siglo XIX, según el giro retrospectivo planteado por la antología, irrumpe la temática romántica en una poética melancólica, lúgubre y sentimental por ejemplo en las composiciones de Carolina Valencia o de Concepción de Estevarena, poeta que falleció en su juventud, que en su breve pero fértil carrera ahondó en los temas del contraste entre el sueño y la realidad, el rechazo nostálgico de la felicidad y la luz, la imposibilidad de satisfacer el deseo de trascendencia. Los poemas de amor romántico y apasionado de Carolina Coronado dan lugar a la sobria y aún así romántica y melancólica poesía de Gertrudis Gómez de Avellaneda, como su renombrado elogio “A la poesía,” que se caracteriza por proporcionar consuelo a las penas, por ser fuente de aprendizaje, semilla de inmortalidad, explicación última del universo.

Las poetas del siglo XVIII reflejan la impronta de la Ilustración, con un estilo más clásico como el de María Nicolasa de Helguero y Alvarado o Margarita Hickely, o la notable oda al monte Teide de María Rosa Gálvez, que anticipa la poesía romántica europea de las primeras décadas del siglo XIX. María Gertrudis Hore escribió unos endecasílabos de gusto ilustrado y gran actualidad sobre la conveniencia de la filosofía melancólica del autor inglés Edward Young, que impulsó el auge del romanticismo en diversos países europeos.

La influencia del catolicismo ya se hará notable desde las poetas del siglo XVII hasta el origen de esta tradición, y la mayor parte de las autoras son religiosas que escriben desde sus conventos. El estandarte lo llevarán Sor Juana de la Cruz en la conclusión de esta fase mística y Teresa de Ávila en sus comienzos. El “Primero Sueño” (1692) de la autora mexicana desarrolla el tema de las limitaciones del ingenio humano. El poder creativo de la fantasía y del arte, incluyendo las construcciones humanas más excelsas, obedece a la imitación. El entendimiento está marcado por su incapacidad para intuir valores universales, para realizar una investigación adecuada de la naturaleza. Todo el catálogo de los esfuerzos humanos pertenecerían a la noche, siendo fruto de la fantasía incapaz, de un juicio errado. La única perfección existente, para sor Juana, se halla en la creación divina, pero no le es dado al entendimiento aprehenderla.

Sigue una delicada selección de poemas de gran sencillez espiritual, con elogios a la vocación religiosa y advertencias frente a los engaños del amor y la corrección de las pasiones. Amarilis, quizás, destaca en este período como una autora más atrevida, pues ella pretende seducir al amado a través de su “Epístola a Belardo.” También llama la atención la comicidad de Catalina Clara de Guzmán, que se burla de sí misma en un retrato disuasorio para su pretendiente.

Las poetas del siglo XVI se afanan por proporcionar consuelo para los males de espíritu, manifestar la entrega a Dios y el desconsuelo que pronto surge de los amores terrenales. Amor, ausencia, martirio, religión son los temas de algunas de las composiciones más exaltadas, como en la poesía de Luisa de Carvajal y Mendoza, en la que parece discreto que el amado esté siempre ausente y que solamente el amor de Dios sea abiertamente correspondido.

La antología, así, nos permite remontar el río de cristalino caudal de las poetas españolas desde el siglo XX hasta su virginal nacimiento en el siglo XV de la pluma de Florencia del Pinar. Los poemas de las autoras de los siglos XVII y XVI son callados brotes místicos de radical serenidad, cuya lectura permite ganarle tiempo a la vida, reflejando los temas de la huida del mundo, la búsqueda de Dios, de su respuesta, de sus atenciones… Pero ya en estos orígenes se hace aparente que estas autoras escriben poesía desde la conciencia de que ser mujer es una forma muy especial de estar en el mundo, que predispone a a tener una perspectiva y una sensibilidad marcadas por el deseo y por el dolor ante las limitaciones que a éste le son impuestas. El acto de silenciarse sería el resultado del conocimiento de las propias limitaciones existenciales. La tradición de la poesía española escrita por mujeres desde sus orígenes hasta la generación del 27 está marcada por el tema de la conspiración contra el deseo de una moral adversa al amor a lo largo de la historia de España. 

Posteriormente, en el siglo XIX, como hemos visto, con el romanticismo el amor terrenal se vuelve una realidad imaginable, aunque siga estando impedida por las desgracias. Hacia el siglo XX la poesía del silencio deviene poesía del grito. Las poetas ya no soportan con la misma serenidad sus desvaríos amorosos, la larga espera por el amado se vuelve intolerable. “Yo no sé qué tengo,” declaraba Josefina de la Torre:

“No sé qué me pasa.

Siento que me espera una hora de luces

Un inesperado vaivén de misterio.”

Hipermodernidad y existencia

Agota Kristof, Da igual, Alpha Decay, 2021

Da igual (Alpha Decay, 2021) reúne 25 relatos breves de Agota Kristof que constituyen una radiografía de la crisis moral del hombre contemporáneo. Detrás de cada persona en apariencia inocente, de cada situación anodina, podemos encontrar un elemento despiadado. Lo que está en juego en la vida moral de nuestra hipermoderna era de la barbarie es la propia trascendencia de la existencia humana.

Ante una vida que se ha manifestado como atroz, permanecen frágiles refugios, los lugares exactos donde pueden encontrar un hogar los desheredados. Los cuentos se mueven entre la desesperación y esos impermanentes oasis de quietud. El dolor es la memoria reflejándose en las quebraduras del presente. La crónica contemporánea es la de la experiencia íntima del desarraigamiento. La soledad se ofrece como consuelo incierto frente al sinsentido en que ha caído la vida moderna. Estos desheredados somos los hijos impuros de la modernidad, y la noción de un hogar propio nos resulta problemática.

El materialismo ha convertido la historia en pesadilla, su conclusión en proverbial castigo y catástrofe. La impronta del pecado es la de una maldición que abarca generaciones. En cuentos como “El canal,” atestiguamos que el infinito no es sino la repetición continuada de esta maldición por la que el hombre pierde su morada en el universo. El colapso moral se manifiesta en una vivencia apocalíptica. Llegamos a una conciencia de nuestro estatus moral como desperdicios de la historia.

También se aborda en relatos como “La muerte de un obrero” el tema de la deshumanización del trabajo mecanizado, esa muerte diaria que amenaza la pervivencia de todo vestigio del espíritu. O en relatos como “Ya no como” asistimos a la constatación del hastío que provoca la repetición de rituales gastronómicos desde tiempos inmemoriales. Aparece la búsqueda de una espiritualización del yo mediante la superación de estos ritos materiales de la existencia. La pulsión materialista todo lo convierte en desechos.

Otros relatos reflejan la inversión de los valores morales en la edad contemporánea, la confusión entre el bien y el mal y la humillación de los valores considerados como tradicionales. Así sucede en “Los profesores,” donde una alumna asesina a su profesor por compasión, o en “El niño,” donde asistimos a la ruptura en la ley moral que vincula a las generaciones y a la inevitabilidad de la violencia en el mundo del porvenir. En “El escritor” comprobamos que incluso los artistas con frecuencia se encuentran sin otra respuesta que el silencio y el vacío, con la imposibilidad de transformar la modernidad en un relato inteligible. Es también este relato el fruto de la consideración de los límites del lenguaje en la edad contemporánea, en el vacío verbal que sucede a las efusiones del postmodernismo. Nos quedamos con la consideración de los límites del lenguaje frente al vacío de la edad moderna, la exigencia de la brevedad y la concisión, de una expresividad de pocos recursos. Se trata también de una reflexión sobre los problemas que plantea la creación en un mundo en proceso de ser destruido. La única aspiración posible es a la espiritualización del yo, pero ese sufrimiento no va a traducirse necesariamente en un hallazgo creativo.

Es asimismo de importancia la reflexión sobre la significación de la pérdida de la idea de un hogar propio. En “La casa,” un hombre vive obsesionado con la pérdida del hogar de su infancia. Un hogar es sólo un espacio en un tiempo determinado, por lo tanto un refugio fragmentario y condenado a desaparecer. En nosotros pervive la lealtad por los espacios que nos constituyeron en su humildad y belleza, pero ante la fugacidad de la memoria surge la imposibilidad de preservar los recuerdos, su decadencia ante el avance del tiempo. Sufrimos la nostalgia por ese mismo pasado que eludimos en nuestra ansia por avanzar. El porvenir aparece como un campo yermo, en un momento en que se impone la sencillez más radical como forma de supervivencia. Estamos hablando de la pérdida de los orígenes frente al horizonte estéril del progreso. Parece que la quietud sea la condición principal de toda espiritualidad, sobre todo cuando la realidad se convierte en un vórtice vertiginoso. Vuelve a nosotros esa necesidad de afianzarnos en la quietud, en el apego a lo que a cada quien le es propio, sus orígenes, la vocación de pervivencia espiritual, el silencio… Está en juego el desarrollo de una habilidad para sobreponernos espiritualmente a un presente catastrófico, la pervivencia de lo que nos hace humanos en un mundo en descomposición.  

Uno de los rasgos de la hipermodernidad es la multiplicidad de sus sistemas culturales, que acaban por contraponerse entre sí generando espacios de descontextualizada barbarie. En el relato “Mi hermana Line, mi hermano Lanoé,” asistimos a una escena en la que se produce la venta de una niña en matrimonio al llegar la pubertad. El drama íntimo de prácticas culturales presentadas en una estudiada descontextualización resalta su anacrónico barbarismo. La era hipermoderna es anacronía. Así somos confrontados con una multiplicidad de sistemas morales que chocan entre sí y que ofrecen una imagen delirante de nuestra problemática modernidad. Sin embargo, y a pesar de que el amor pueda subyacer a las prácticas sociales más aberrantes, nos queda la constatación de que toda práctica social establecida induce al barbarismo, del universo social como aberración.

El relato que da su nombre a la colección, “Da igual,” nos revela una profunda indiferencia  frente al sinsentido de la existencia, la sensación de haber llegado a la conclusión de la historia, al último capítulo del devenir, en el que los significados colapsan, la materialidad social se vuelve líquida, las fronteras de los sistemas culturales se difuminan resultando en el absurdo. Frente a esta inestabilidad de la realidad, todo intento de comunicación es una quimera. La desconfianza hacia los vínculos emocionales se convierte en un requisito de cualquier ejercicio de radicalidad espiritual.

“El campo” es un relato sobrecogedor sobre la nueva condición de inhabitabilidad del mundo, cuando nuestros entornos habituales son degradados por los estragos del progreso en sucesivas devoluciones ambientales. Estas nuevas condiciones de inhabitabilidad del mundo conducen en muchas ocasiones, al absurdo. Asistimos al hundimiento de los escenarios que habitamos. Con cada esfuerzo por sobreponernos al fin solo conseguimos hundirnos más resueltamente en la ciénaga, por lo que todo acto de protesta resulta inútil, y el esfuerzo por tomar el control de nuestras vidas una temeridad.

En un relato de una original belleza, “Las calles,” el protagonista recurre a la contemplación de las calles de su pueblo y al ensimismamiento frente al desvarío de la historia, cuando no queda ya lugar para el romanticismo ni la adoración de la belleza. Frente a un entorno fragmentario y roto, permanece el consuelo en la infinitud de la imagen estética, aunque su trascendencia sea subjetiva, íntimamente incomunicable. Se trata de encontrar la belleza que se oculta tras lo ordinario, la magia que resulta invisible a ojos más prosaicos. El espacio del individuo sensible en la hipermoderna era de la barbarie se da en un entorno precario. El refugio se busca en lo íntimo, en ese lugar incomunicable. Se busca también la renuncia del mundo, de sus distracciones, en especial de las otras personas. La incomunicación no es una causa, sino una condición del aislamiento. El amor que no se puede sentir hacia otro ser humano se traslada hacia un objeto depositario de la pureza. El amante se transforma en voyeur para descubrir el elemento de lo sublime que se oculta tras las manifestaciones más prosaicas de nuestra realidad: “Se volvió un voyeur. Un voyeur de casas.”

La conciencia de la propia fragilidad existencial es evidente en “La gran rueda,” donde la autora busca cifrar el conocimiento del lugar exacto del ser humano en el monstruoso engranaje de la realidad. En “El ladrón” asistimos al sentimiento de incomprensión ante la vida que nos daña, la vida que además perdemos a cada segundo. Lo único que nos queda es la conciencia de que progresamos en el daño. En “La madre” se reafirma la ruptura de los vínculos emocionales, de toda solidaridad entre las personas. “La invitación” incide en la violencia soterrada de los ritos sociales. El egoísmo aparece como la emoción definitoria de nuestra organización social. El ser humano es apenas consciente de su pertenencia a un oscuro eje de tradiciones que son el epítome de la barbarie.

“La venganza” es un relato sobrecogedor que trata de realizar una apreciación del poder oscuro e incomprensible del que pendemos, al que corresponde salvarnos o condenarnos. Subyace la ansiedad por la propia sublimación en la no-existencia, el sentimiento de parálisis que produce la crueldad palpable en que se desenvuelve el mundo. Vivimos con la indiferencia a un destino atroz, inherente a la fatalidad del ser humano. Se hace necesario el cuestionamiento de la inocencia, un estado que ya no tiene lugar tras la caída del mundo en las sombras.

La escritura del conjunto de estos relatos incorpora la urgencia del testimonio, la necesidad de poner por escrito una experiencia muy particular del mundo surgida de una crisis existencial que es también una crisis de representación artística y estética. Habitar el mundo se convierte en una experiencia terrorífica y también en un acto de sublimación. La crisis del arte se presenta como metáfora del desatino, de un destino fatal. La conclusión inevitable pasa por la aceptación del nihilismo como un trastorno derivado de la desigualdad, fruto de la alienación. En estos cuentos despiadados de Agota Kristof resuenan la urgencia, la náusea nihilista, el terror y la más pura belleza que puede concebir un alma hecha pedazos.