
Lucy Barton se recupera de una operación en un hospital de Nueva York. La visita de su madre, que le cuenta historias de la pequeña comunidad rural en la que vivían, amenaza con alterar la percepción de la vida que se ha construido. A través de las historias de la vida familiar, fragmentos de memorias y retazos de la historia viva de Amgash, Illinois, Lucy nunca pierde su inconsolable solidaridad con los desposeídos. Como receptora de esta historia oral, Lucy adquiere su voz como escritora, se hace capaz de hilvanar un tejido hecho de relatos que dibujan el mapa de un país en su momento presente, un palimpsesto geográfico hecho de visiones, de fragmentos de una vida que ha ido conformando su identidad.
Habiéndose criado en los espacios de la desolación, en un garaje destartalado rodeado de grandes extensiones de maizales donde ella y sus hermanos crecieron hambrientos y suspicaces, Lucy ha interiorizado un sentimiento traumático de la existencia. Quizás haya una pequeña esperanza, pero ¿cómo pueden percibirla aquellas personas que no han conocido jamás la oscuridad y el horror? El conocimiento les corresponde a aquellos que han llegado a la gran ciudad cruzando la frontera, aquellos que han visitado los territorios de la miseria y el dolor.
Precisamente la miseria de sus orígenes le otorga esa visión más noble y trascendente que le permite comprender las perspectivas más complejas de la creación artística. El dolor y la virtud que la habían estigmatizado frente a la clase social del privilegio, finalmente producen el ensanchamiento de su comprensión del mundo, la iluminación de una verdad tan dura que no puede ser contada.
Su convalecencia en el hospital, siempre atenta al perfil del edificio Chrysler que se ve desde la ventana, le permite alumbrar un hilo de historias que su madre le irá contando, descifrando una crianza aislada y silenciosa, marcada por el frío puritanismo de su raza. Las historias de su familia posibilitan el reencuentro con sus orígenes, el punto de partida para el libro que Lucy ya ha comenzado a escribir al tiempo que la leemos.
Los terrores de su infancia son inseparables del sentimiento de pertenencia a las tierras del Medio Oeste, a esos campos en los que crece el maíz ignorándolo todo sobre los corazones de los niños. La fantasía muy pronto se convirtió en un medio de escape, una estrategia para ahuyentar el frío. Sabe que lo que necesita no es regresar a un pasado que la violenta, a no ser que sea para clausurarlo en el acto de la escritura. Lo que necesita es fuerza y templanza, una nueva seguridad para iniciar un nuevo futuro.
¿Es posible encontrarse a una misma partiendo de un horizonte de deprivación? Lucy Barton es apenas consciente de que el dolor de su experiencia le proporciona una más adecuada materia moral para la creación que la cultura sofisticada que nunca pudo adquirir. Hay un elemento de compasión en el alma del género humano que no está trascendiendo, quizás, como debiera. Desde el lugar que ocupa en el linaje de los desfavorecidos, Lucy está capacitada para contar esa historia.
Nuestra autobiografía es el relato de un sacrificio por el que nos ofrecemos a Dios y nunca somos suficiente. El conocimiento de la necesidad de este ofrecimiento tiene algo de complicidad furtiva, de iluminación inconsciente. A través de sus conversaciones, Lucy y su madre llegan a la certeza de la necesidad de sobreponerse a un lugar oscuro del que ambas provienen y que encierra maldades no dichas. Hay una melancolía que se inserta en los fragmentos de la memoria, en la savia oculta de la infancia. Hay una inocencia en las madres que sufrieron visiones sobre sus hijas. Los hilos de las conversaciones que madre e hija van enlazando amenazan con converger en el centro del pánico, un espacio tejido por los silencios que desde el principio se instauraron en la vida familiar. De todo esto, de estas elipsis del dolor, Lucy quiere dar testimonio.
“La gente sobre la que escribo está desapareciendo”, ha declarado Elizabeth Strout en su perfil de 2017 para el New Yorker. Como Lucy Barton, Strout abandonó su pueblo natal, se casó y se mudó a Nueva York. Como Lucy hace en la novela, Strout abandonó a su primer marido cuando su hija Zarina se fue a la universidad. Como su personaje, Elizabeth Strout volvió a casarse. Su segundo marido, un profesor de Derecho en Harvard, procede de Maine. Ambos comparten esa querencia por el lugar del origen, esa relación de apego y de fascinación con los pequeños pueblos hundidos de la desolación.
El edificio Chrysler iluminado en la noche que se ve desde la ventana del hospital en la novela representa la esperanza en el progreso de la virtud y la belleza, la seguridad del camino del éxito que ha sacado a Lucy de Illinois. Hay una conciencia política, un sentimiento vertido en la historia. Quizás en el transcurso de su vida, Lucy parece concluir finalmente, ya ha conseguido superar esa postración. Quizás las nuevas generaciones nacerán libres.