El último domingo

Irène Némirovsky, Domingo, Ediciones Salamandra, 2017.

Irène Némirovsky publicó los diez relatos de Domingo en diferentes revistas francesas entre 1934 y 1940, y la progresión de las historias refleja fielmente un tiempo en que la despreocupada frivolidad de la sociedad de entreguerras fue dando paso a los iniciales, descreídos temores de una nueva conflagración mundial. La selección se abre con la historia del desengaño amoroso de una joven en el primer domingo de la primavera de 1934 en París, cuando ante las garçonnes se abría un mundo nuevo cargado de optimismo y se inauguraban nuevas formas de vivir la experiencia femenina, ensayando nuevos tropiezos en el amor, ignorando, tal vez, la circularidad oracular de la existencia de las mujeres, esa infelicidad reincidente.

Desde este agridulce comienzo, la sucesión de relatos está marcada por el progresivo descenso a los infiernos de lo que supondría la ocupación nazi de Francia y el comienzo de la segunda guerra mundial. Desde esta perspectiva los relatos aquí reunidos constituyen un documento literario de indudable valor histórico, un registro de la progresión temblorosa de una conciencia en uno de los momentos más oscuros de la historia reciente de la humanidad, desde las ilusiones rotas de la juventud de los primeros años treinta hasta la certidumbre terrible del retorno de la guerra, de un conflicto si cabe esta vez más pavoroso, más incomprensible por haber sido menos anticipado.

No pueden obviarse los orígenes biográficos de Némirovsky, los traumas de su infancia reflejados en algunos de los primeros relatos, esa huida con su familia de la revolución bolchevique cuando aún era una adolescente, en que se inspiran relatos profundos e hipnóticos como ‘Aíno,’ o ‘Los vapores del vino,’ que se desarrollan durante la guerra civil finlandesa de 1918, un eco de la revolución rusa.

Estos relatos combinan el terror del documento histórico con la fabulación y el ensueño de la perspectiva infantil, el recurso al imaginario simbólico del cuento de hadas para relatar la barbarie totalitaria del siglo XX y el contexto muy particular en que ésta se desarrolló.

También se hace necesario aludir a la condición judía de la autora, una preocupación cultural que traspasa los relatos, constituyéndose en eje central de algunos de ellos, como ‘Fraternidad,’ donde se ponderan los rasgos característicos de la raza, esa condición apátrida, el desarraigamiento, la búsqueda incesante de un hogar propio, de un refugio en medio de la tormenta de la historia.

La sucesión de relatos prosigue ahondando en temas como la fragilidad de los lazos familiares, la alienación en el matrimonio, la ruptura del acuerdo entre generaciones, el hostigamiento de la culpa, la falsedad del culto a la belleza, la vulgaridad del materialismo en su aspiración por domesticar la cultura, los despojos del arte en la era capitalista. Pero, sobre todo, sobresale el desconsuelo, sembrado de horror, frente a las fratricidas guerras europeas, frente al cruel sinsentido del relato político indiferente al sufrimiento del pueblo, la ansiedad moral frente a la destrucción, la indiferencia de la naturaleza ante los desmanes de la historia. Y, también, ante el escenario de esa frívola sociedad de entreguerras, la inconstancia del espíritu, los equívocos de la sofisticación, la bancarrota moral, la confusión entre el amor y el dinero, las ruindades del nuevo mundo que adquiría vida bajo los focos de los teatros y del music-hall cobrándose los sueños de las jóvenes.

Son relatos que sólo en apariencia muestran todas sus claves, cuyas tramas se oscurecen al tiempo que son reveladas. En el centro está el misterio insondable de las relaciones humanas, la transgresión de esas dolorosas traiciones que suceden en la intimidad, no menos ominosas por su ocultación. El ser humano se había convertido en una masa de voluntades y deseos insatisfechos, ajeno a los rituales de la herencia, al margen, asimismo, del poder iluminador de la razón. El nuevo mundo que inauguraba el siglo XX aparece representado como el escenario de un maleficio, el contexto propicio para el surgimiento del monstruo totalitario.

En aquella década de los años 30 del siglo XX, no tan diferente de nuestro presente histórico en sus vicios y sus deslealtades, ante la frivolidad que presidió el avance de la guerra, la desorientación general, aquel escenario poblado por actores que no conocían sus líneas, se sufría la exacerbación de pasiones como el hedonismo, y se siente la ausencia de un compromiso serio, incluso de un conocimiento atento de las causas y los orígenes de la contienda.

La falta de anticipación del conflicto resulta en ese horror súbito que nos retrotrae a los cuentos de hadas y que se hace especialmente amargo con el conocimiento a posteriori que los lectores tenemos del triste final de la autora en Auschwitz. Pero, como estos mismos relatos ya predicen, la vida avanzará con su nauseabunda compulsión incluso desde el centro de la mayor desolación frente a la universal fraternidad del sufrimiento.

El último relato, ‘El señor Rose,’ publicado en agosto de 1940, describe cómo el inicio de la guerra alcanza a un confiado hombre rico en su retiro de Normandía, de donde se ve obligado a huir, alcanzando en pocas horas la desposesión del refugiado, esa naturaleza desnuda en la que se consuma el abandono que la tierra hace de los hombres en las circunstancias más adversas.