
¿A quién le pertenece Sylvia Plath? La trama del célebre ensayo de Janet Malcolm, La mujer en silencio, se centra en el encendido conflicto entre los biógrafos de Plath y los Hughes (especialmente Ted y su hermana Olwyn) a partir de la publicación de Ariel en 1965, la colección póstuma de poemas brillantes y oscuros sobre la muerte que catapultó a Sylvia Plath al Olimpo de las Letras.
Janet Malcolm trata de restaurar el nombre de Ted Hughes, víctima de la deshonra tras el suicidio de Sylvia el 11 de febrero de 1963 abriendo la llave del gas de la cocina de su apartamento. Ted Hughes acababa de iniciar una relación adúltera con la artista Assia Wevill, con la que estaba de viaje por España, mientras Sylvia cuidaba en Londres de sus dos hijos pequeños en el invierno más frío en décadas, afrontaba las facturas y se levantaba cada mañana para escribir los poemas que consolidarían su fama literaria. Tenía 30 años.
Después de que Ted hubiera sido objeto de la ira de los biógrafos de Plath durante décadas, una situación a la que él intentó hacer frente ejerciendo un férreo control sobre sus derechos de copyright sobre las obras de Sylvia, a comienzos de la década de los 90 Janet Malcolm se propuso escribir este ensayo para articular, a través de la revisión pormenorizada de algunos de los momentos más controvertidos de la historia escrita del matrimonio Plath-Hughes, su propia crítica a los géneros de la biografía y la crítica literaria, que en su opinión son víctimas de la subjetividad de sus autores, de imprecisiones que acaban por sentar cátedra, de opiniones que son elaboradas hasta ser tomadas por datos. ¿Quién decide cuál es la verdad objetiva del biografiado? El género de la biografía no es sino más que un método para producir un relato producto de muchos relatos superpuestos, a veces basados, ciertamente, en chismes y habladurías, en recuerdos borrosos de familiares y amigos, en el poco honroso oficio que acerca al biógrafo al periodista, y también al novelista: aquel que se inventa un cuento con una base equívoca y fluctuante en los hechos que borró la historia y que ya apenas nadie puede atestiguar.
Como lectores, desconfiamos. Malcolm nos enseña a cuestionar la legitimidad de todos los relatos, casi siempre gloriosos, de las hagiografías, de los cuentos de hadas en que se basan todas las historias de buenos y malos, de víctimas y verdugos, incluso de la furia, un tanto cándida, del feminismo. Lo que tiene entre manos es un interrogante lúcido sobre la verdadera significación del periodismo y el (limitado) alcance de su ética, sobre el valor de los géneros de no ficción, sobre los críticos y biógrafos que escriben a ciegas persiguiendo un sueño, conscientes de su necesidad de causar una sensación, de justificar su propio voyeurismo y el de sus lectores, de hacerse oír.
A lo largo de su carrera, en sus ensayos Malcolm se cuestionó la ética del periodista, las motivaciones del biógrafo y del crítico literario, un asunto que es vivamente nutrido por la controversia de la vida póstuma del matrimonio Plath-Hughes: el mal marido que decepcionó a Plath para luego verse universalmente condenado por los adoradores de su esposa suicida, pues Sylvia fue una víctima deseante, la poeta visionaria que ya nunca estará muerta del todo, que renace para hablar por boca de sus devotos en una ruidosa cacofonía.
Hughes aparece, finalmente, como el antihéroe que aprende a desplegar su cautela tras haber sufrido un destino profundamente trágico: el presente, como él aprendió, engulle rápidamente cada decisión mal tomada, cada uno de nuestros errores, para transformarlos rápidamente en un pasado irreparable contra el que quizás hemos de articular nuestra defensa durante el resto de nuestras vidas.