Matar al Ángel del Hogar

Virginia Woolf, Matar al Ángel del Hogar, Carpenoctem, 2022

‘Matar al Ángel del Hogar’ reúne dos conferencias de Virginia Woolf: “Las mujeres y la narrativa de ficción”, de 1929, y “Profesiones para mujeres”, de 1931, ambas muy relacionados con la creación de su clásico ensayo de 1929, ‘Una habitación propia’, en el que presenta una revisión de la tradición literaria femenina en Inglaterra y una serie de propuestas para la novela escrita por mujeres en el futuro y para el desarrollo de un feminismo que apueste por la impersonalidad, por el desarrollo de una voz poética libre de amargura y agravios, por la plena integración de las mujeres en las profesiones, por el desarrollo intelectual en una amplia variedad de géneros literarios, más allá de su territorio familiar de la novela.

En la segunda de estas conferencias, “Profesiones para mujeres”, describe como en el desempeño de su labor como crítica literaria hubo de matar al Ángel del Hogar, esa creación de la sociedad victoriana, la mujer dócil y sumisa que siempre pretendía hacerse agradable, que carecía de una visión propia, y así encontrar una voz auténtica, capaz de imponer sus propias opiniones, incluso cuando era necesario criticar la obra de un autor varón.

‘Una habitación propia’ celebraba, junto a estos ensayos, que las escritoras habían por fin logrado una cierta independencia desde los tiempos en los que Jane Austen y las hermanas Brontë tenían que escribir sus novelas en la sala común de la casa, careciendo de toda experiencia que no fuera aquella restringida a la observación cautelosa de las relaciones sociales.

“Ustedes han conseguido sus propias habitaciones en unas casas que hasta ahora eran propiedad exclusiva de los hombres. Son capaces, aunque no sin gran trabajo y esfuerzo, de pagar el alquiler. Ganan sus quinientas libras al año. Pero esta libertad es solo el principio: la habitación es suya, pero todavía está desnuda. Hay que amueblarla; hay que decorarla; hay que compartirla”.

Una voz incandescente

Virginia Woolf, Una habitación propia, (1929), Seix Barral, 2021.

Una habitación propia surgió a partir de dos conferencias que Virginia Woolf impartió en los colegios de Newnham y Girton, en Cambridge, en el otoño de 1928. El ensayo examina la tradición literaria desde el punto de vista de la mujer, mostrando una preocupación por las relaciones de poder entre los dos sexos a lo largo de la historia.

Woolf decide acometer la ficcionalización de su ensayo, como si no hubiera mejor método que novelar las ideas para presentar un argumento que versa, precisamente, sobre la ficción en su relación con las mujeres. Es a través del relato que, quizás, podemos mejor comprender la historia. La introducción de la fantasía como elemento de una reflexión ensayística propicia la iluminación de metáforas creativas que explican las ideas que se quieren exponer.

Una copiosa comida en uno de los colegios masculinos propicia que el ensayo comience reafirmando el valor del pasado, situándonos en nuestro lugar como parte integrante de la tradición. Esta tradición, sin embargo, acababa de romperse coincidiendo con el estallido de la primera guerra mundial. Había una cierta ilusión que animaba la creación de los grandes poetas de antaño que ya no se da en la poesía moderna, una cierta cualidad del alma humana se había perdido con el nuevo siglo. Nos había quedado una realidad desnuda y fría. Ya no nos reconocíamos a nosotros mismos. Nuestros sentimientos, tal y como son expresados en el ejercicio poético, habían perdido su veracidad.

Woolf escribe desde la vacilación, todavía, entre esos dos mundos, el viejo mundo que acababa de ser clausurado y el nuevo mundo que comenzaba a nacer. ¿Cuál de los dos reflejaba la verdad? ¿Habíamos perdido algo precioso para la existencia humana o lo estábamos ganando? ¿Implicaba aquel instante último de la historia un nuevo renacimiento?

La atmósfera que había protegido la existencia humana hasta entonces se había rasgado como un velo. Nos veíamos de pronto expuestas a una realidad terrible que había estallado sobre nosotras. Adquiríamos la mayoría de edad. Nuestra visión ahondaba en una experiencia lúcida y brillante, trascendía.

Sin embargo, una mujer que hubiera querido comenzar a escribir a finales de los años 20, cuando Woolf idea su ensayo, se habría encontrado con el problema de la ausencia de una tradición cultural femenina sobre la que sostenerse. Solo en las últimas décadas del siglo diecinueve comenzaron a desarrollarse en el Reino Unido las primeras leyes que les reconocían a las mujeres la propiedad del dinero.

Como parte de esta ficcionalizada visita a Oxbridge, la narradora nos invita a reparar en la alfuencia con la que se fueron edificando los colegios universitarios masculinos a lo largo de los siglos, que contrasta con las dificultades para reunir el dinero para la fundación del primer colegio femenino, el Girton, hacia el año 1860. Mientras los cimientos de los colegios masculinos habían sido construídos con oro y plata, el colegio de Girton –Fernham en la ficción de Woolf– había tenido que dispensar de las comodidades. La austeridad de las mujeres frente al privilegio de la tradición patriarcal. Las condiciones materiales de la tradición han quedado establecidas.

¿Cuál es el efecto en la mente de una escritora de su pertenencia a una tradición que no ha existido? ¿De qué manera nos determina como mujeres una historia que ha estado marcada por la pobreza y la dependencia económica?

Aquellas jóvenes a las que se dirigía Woolf en las dos conferencias que están en el origen del texto partían de una gran inseguridad en sus iniciales pasos vacilantes hacia su independencia. Este había sido el legado de centurias de dedicación a sus cometidos en el seno de la institución familiar, una ocupación que las había privado de la oportunidad de crear una cultura propia, que las había despojado de una identidad con la que afrontar la emergencia del mundo moderno.

Debido a su propósito de pronunciar una conferencia sobre “Las mujeres y la novela”, la narradora se dirige a la biblioteca del Museo Británico para realizar una investigación sobre las razones de la diferencia de las mujeres a lo largo de la historia. Su principal interés es encontrar respuestas a la pregunta “¿por qué son pobres las mujeres?” Pero la extensa e irrelevante bibliografía que los profesores habían dedicado a las mujeres hasta aquel momento carecía de valor intelectual o científico. Los profesores se contradecían. La madeja de opiniones que habían hilado en sus estudios estaba enmarañada. Los hombres habían narrado a la mujer de un modo absurdo que nada tenía que aportar a su futuro. Además, los profesores estaban furiosos. La cólera sobresalía en los libros y en los periódicos. Toda Inglaterra se hallaba bajo la dominación del patriarcado. El progreso de la civilización había dependido de la ilusión de superioridad del hombre frente a la mujer. En el tiempo en el que Woolf escribe, las mujeres estaban empezando a acceder a las profesiones. Solo este nuevo poder económico les otorgaría la libertad de pensamiento, la posibilidad de forjar y madurar su propia tradición.

En su esfuerzo por trazar el dibujo de la tradición de la escritura femenina en Inglaterra, Woolf parte de su preocupación por el estatus de la mujer en la época de Isabel I, el siglo XVI. Si Shakespeare hubiese tenido una hermana con idéntico genio para la literatura, seguramente la obra de esta no se habría llegado a producir. Judith Shakespeare habría perecido en una esquina de la ciudad cuyos teatros cerraban las puertas profesionales a las mujeres. El anonimato y la dependencia eran los signos de las vidas de las mujeres en aquel tiempo. El trabajo creativo precisa de unas condiciones materiales, pero también de un ambiente moral favorable que propicie el desempeño de la energía intelectual. En los siglos XVII y XVIII las mujeres mantuvieron una relación problemática con la escritura. Lady Winchilsea no se logró desprender de la amargura y el resentimiento. Margaret Cavendish cayó en la locura. Dorothy Osborne no se atrevió a ir más allá de la escritura de correspondencia.

Solo Aphra Behn escribió sin reparos, sin modestia, con genialidad, en un territorio que les estaba vedado a las mujeres. Ella fue la primera mujer en la tradición inglesa en convertirse en una autora profesional. En pleno siglo XVII, Aphra Behn demostró que la mujer podía ganar dinero escribiendo, pero la verdadera transición histórica por la que las mujeres de clase media comenzaron a escribir no se produciría hasta finales del siglo XVIII. La escritura de Jane Austen y de las hermanas Brontë se produjo en la sala de estar común de sus domicilios. Es así que la visión de Jane Austen se vio limitada por la observación y el análisis de las relaciones sociales. En el caso de Charlotte Brontë, Woolf censura la furia que se desprende de su estilo literario, fruto de las limitaciones de la existencia femenina en aquel tiempo. Estos constreñimientos que afectaron a las escritoras pioneras del canon femenino son un fiel reflejo de las desventajas materiales que sufrieron por su condición de mujeres.

El futuro de la novela escrita por las mujeres solo puede concebirse desde la emancipación económica de las mismas. Esa superación de las restricciones heredadas también liberará su mente para el desempeño de sus fuerzas creativas. Solo así podrá fijarse en su objeto: la descripción de la vida de las mujeres. “Sería una lástima terrible que las mujeres escribieran como los hombres”, señala Woolf.

Para ser fértil, la mente de la mujer debe abrazar su androginia, superar la debilidad que surge al escribir desde la rabia. Para desarrollar su pensamiento, debe vivir en la realidad, percibir las cosas por sí mismas.

La construcción de la tradición literaria de las mujeres es una tarea en pleno desarrollo. Se ha avanzado mucho en la creación de una voz literaria propia en estos cien años, pero han surgido nuevos desafíos: las mujeres han accedido a las profesiones, pero siguen soportando los trabajos no remunerados de los cuidados y las tareas domésticas. Nuestras obligaciones se han multiplicado. El exceso de trabajo, la persistencia y el auge de las violencias amenazan con volver a amargar nuestra voz.

Escritura y deseo

Janet Malcolm, La mujer en silencio. Sylvia Plath & Ted Hughes, Gedisa Editorial, 2017.

¿A quién le pertenece Sylvia Plath? La trama del célebre ensayo de Janet Malcolm, La mujer en silencio, se centra en el encendido conflicto entre los biógrafos de Plath y los Hughes (especialmente Ted y su hermana Olwyn) a partir de la publicación de Ariel en 1965, la colección póstuma de poemas brillantes y oscuros sobre la muerte que catapultó a Sylvia Plath al Olimpo de las Letras.

Janet Malcolm trata de restaurar el nombre de Ted Hughes, víctima de la deshonra tras el suicidio de Sylvia el 11 de febrero de 1963 abriendo la llave del gas de la cocina de su apartamento. Ted Hughes acababa de iniciar una relación adúltera con la artista Assia Wevill, con la que estaba de viaje por España, mientras Sylvia cuidaba en Londres de sus dos hijos pequeños en el invierno más frío en décadas, afrontaba las facturas y se levantaba cada mañana para escribir los poemas que consolidarían su fama literaria. Tenía 30 años.

Después de que Ted hubiera sido objeto de la ira de los biógrafos de Plath durante décadas, una situación a la que él intentó hacer frente ejerciendo un férreo control sobre sus derechos de copyright sobre las obras de Sylvia, a comienzos de la década de los 90 Janet Malcolm se propuso escribir este ensayo para articular, a través de la revisión pormenorizada de algunos de los momentos más controvertidos de la historia escrita del matrimonio Plath-Hughes, su propia crítica a los géneros de la biografía y la crítica literaria, que en su opinión son víctimas de la subjetividad de sus autores, de imprecisiones que acaban por sentar cátedra, de opiniones que son elaboradas hasta ser tomadas por datos. ¿Quién decide cuál es la verdad objetiva del biografiado? El género de la biografía no es sino más que un método para producir un relato producto de muchos relatos superpuestos, a veces basados, ciertamente, en chismes y habladurías, en recuerdos borrosos de familiares y amigos, en el poco honroso oficio que acerca al biógrafo al periodista, y también al novelista: aquel que se inventa un cuento con una base equívoca y fluctuante en los hechos que borró la historia y que ya apenas nadie puede atestiguar.

Como lectores, desconfiamos. Malcolm nos enseña a cuestionar la legitimidad de todos los relatos, casi siempre gloriosos, de las hagiografías, de los cuentos de hadas en que se basan todas las historias de buenos y malos, de víctimas y verdugos, incluso de la furia, un tanto cándida, del feminismo. Lo que tiene entre manos es un interrogante lúcido sobre la verdadera significación del periodismo y el (limitado) alcance de su ética, sobre el valor de los géneros de no ficción, sobre los críticos y biógrafos que escriben a ciegas persiguiendo un sueño, conscientes de su necesidad de causar una sensación, de justificar su propio voyeurismo y el de sus lectores, de hacerse oír.

A lo largo de su carrera, en sus ensayos Malcolm se cuestionó la ética del periodista, las motivaciones del biógrafo y del crítico literario, un asunto que es vivamente nutrido por la controversia de la vida póstuma del matrimonio Plath-Hughes: el mal marido que decepcionó a Plath para luego verse universalmente condenado por los adoradores de su esposa suicida, pues Sylvia fue una víctima deseante, la poeta visionaria que ya nunca estará muerta del todo, que renace para hablar por boca de sus devotos en una ruidosa cacofonía.

Hughes aparece, finalmente, como el antihéroe que aprende a desplegar su cautela tras haber sufrido un destino profundamente trágico: el presente, como él aprendió, engulle rápidamente cada decisión mal tomada, cada uno de nuestros errores, para transformarlos rápidamente en un pasado irreparable contra el que quizás hemos de articular nuestra defensa durante el resto de nuestras vidas.  

Morte no Oeste

O propósito de Joyce con Dublineses, cuxo primeiro manuscrito foi entregado en 1905, pero que non sairía do prelo ata 1914, era representar o que el mesmo describiu como un “capítulo moral” na historia de Irlanda, amosar Dublín como o centro da parálise que impedía a progresión dos irlandeses. Para acadar isto, a serie de relatos incluídos no libro intégranse nun deseño unificado. As historias dedícanse á representación de personaxes que van desde a infancia á madurez, e desde a vida privada á vida pública. Cada unha delas reflicte un fracaso moral, o progreso é dexenerativo. Así aparecen representados os sete pecados capitais, ademais da ausencia de virtudes, culminando con “Os mortos,” a célebre historia que reflicte esa intimidade coa corrupción da vida que Joyce albiscou cando viviu entre as ruínas de Roma.

Joyce empregou unha minuciosa técnica realista herdada de Ibsen co obxecto de retratar os escenarios da decadencia moral pequeno-burguesa no cambio de século. A orixinalidade de Joyce está na súa crítica da devastación espiritual do colonialismo, da relación entre a miseria moral dos dublineses e a subordinación de Irlanda á elite protestante do imperio. A cultura de Irlanda vese asoballada pola imposición do materialismo inglés e diminuída pola decadencia do catolicismo, a ruindade dun sistema moral que se esboroa. Ademais, Joyce contempla o desenvolvemento do nacionalismo cultural do Rexurdimento Literario Irlandés cunha fonda desconfianza. O exilio e a fuxida cara o este, o oriente salvífico, aparece como a única oportunidade de renovación espiritual.

En ‘Os mortos’ o afouto Gabriel Conroy chega a coñecer, ao final dunha celebración de Nadal, que a súa muller Gretta viviu de nova un gran amor nas terras do Oeste, que recibiu o aprecio de Michael Furey, un rapaz que deu a vida por ela, e este coñecemento provoca a epifanía, esa revelación dun aspecto transcendente da existencia, na que se reflicte a desilusión de Gabriel con todos os cativos aspectos da súa vida presente. O seu destino é viaxar ao Oeste, restituír o vencello de Gretta co pasado, consumar, despois da peregrinación inversa de todo o libro, a súa desintegración.

La medición del deseo

Rachel Cusk, Segunda casa, Libros del Asteroide, 2021.

¿Puede la búsqueda del significado del arte revelarse como un problema sentimental? Segunda casa (2021) de Rachel Cusk, revela cómo la experiencia del arte facilita que nos situemos en el mundo, del mismo modo que la experiencia del amor auténtico posibilita la definición de nuestra existencia, la concreción del ser.

M vive con Tony, su segundo marido, en una casa en unas remotas marismas de Inglaterra. Con el tiempo acondicionaron una segunda casa en unos terrenos adyacentes, donde acostumbran a acoger a artistas invitados, una generosidad que goza de desigual fortuna. Quizás haya algún enigma en aquel paisaje único de la marisma que merezca ser descifrado a través de la visión creativa. Desde que descubrió la pintura de L una soleada mañana en París, M ha experimentado una alteración radical en su existencia. Intuye que un conocimiento más cercano del arte de L le proporcionará las coordenadas para aprender a decirse, un lugar desde el cual adquirir el verbo creativo. Al invitar a L a pasar una temporada en la segunda casa se siente conmovida por la posibilidad de consumar la trascendencia que este arte le promete.

Tony, el marido de M, es un hombre natural, juntos comparten una mística de la cotidianeidad insertada en aquel paraje, una intimidad transparente y apenas perceptible. La novela también es una reflexión sobre la maternidad, sobre el sacrificio que supone ceder espacios vitales, sobre el juego de espejos que se desarrolla al ver madurar a una hija, ese fenómeno por el que la biografía se desprende del ser y somos capaces de verlo todo nuevo.

El amor que M intuye a través de su experiencia del arte de L se le aparece como tormento, como plenitud y como daño. El verdadero arte es sin duda la cesión del fuego de los dioses, una forma de participación en una libertad sin medida que nos vivifica y que nos hiere. La consumación del arte solo es comparable al amor que se aguarda y al amor al que finalmente se asiste como si fuésemos testigos de un acontecimiento.

Segunda casa es una novela que aborda el problema de la creación, también de la creación de uno mismo, que a veces sucede por la comunión con los objetos artísticos, y, según intuye M, a través de las conversaciones y de las relaciones con los artistas que los crean. “Pensaba en él –en realidad en su obra– cíclicamente, como una consumación. Una consumación de mi yo solitario en la que encontraba una especie de continuidad.” La novela también es una celebración del raro don, o del engaño, de lograr hallar la propia trascendencia en la íntima comunión con la obra de otra persona. La búsqueda de M parte de su pavor ante el desorden propio, de su necesidad de interiorizar la habilidad del artista para conferir la existencia a sus creaciones.

M tiene una fe absoluta en el poder curativo de los efectos trascendentes del arte. Su íntima convicción es que, al invitar a L a la marisma, logrará dilucidar la relación oculta entre el arte de L y la profunda crisis que sufrió en su pasado, motivada por el fracaso de su anterior matrimonio.

Para desentrañar el misterio, M se propone observar las relaciones que se despliegan a su alrededor y trata de retener sus hallazgos, como quien asiste en silencio al embrollo del cual se desmadejará, como por arte de magia, alguna personal y definitiva victoria. Tal abrumadora exhibición de fe contemplativa depende de la consideración del arte como materialización de una verdad trascendente.

La felicidad silenciosa de M junto a Tony en el jardín de su marisma se verá amenazada por la serpenteante irrupción de L y su inoportuna acompañante. Tony y M se enfrentarán al problema que supone acoger a extraños en el propio círculo íntimo, ese descaro por el que un punto de vista ajeno nos invade. Se trata también de ensayar la mirada del otro, una mirada en la que recrearnos, que reordena nuestra realidad, aunque en ocasiones sea de una manera devastadora. Segunda casa propone una reflexión sobre las frágiles construcciones sobre las que asentamos nuestras vidas, siempre susceptibles de ser derribadas por virtud de las íntimas colisiones con quienes nos rodean y que suceden en un débil instante.

M necesita explicarse la manera en que su experiencia está traspasada por su percepción particular del arte de L: ¿qué implicaciones tiene para su vida cotidiana y también para su matrimonio el hecho de que la visión de L, o lo que ella percibe como su visión, impregne su vida? M llega a intuir la posibilidad de aceptar su comunión con el arte de L como un regalo que la implica en el proceso de su creación de sí misma, de su vivencia de la realidad, sin llegar a modificar las condiciones de su existencia cotidiana.

M es profundamente consciente de sus propias imperfecciones. Le produce pesar su propia naturaleza fragmentaria y desordenada; ante sus ojos L se aparece como un ser perfecto y libre, y ella necesita interiorizar esta perfección, hacer suya la libertad de una existencia íntegra.

Las perfecciones de L también hacen que este sea incapaz de concebir la realidad; su vida transita entre la desilusión que le producen los demás y el sueño vano de sí mismo. Su eventual insatisfacción y desarraigo no es más que una excusa para evitar repetirse, para evitar que se consume esa coincidencia fatal para su ego entre lo que proyecta ser y lo que es.

Subyace el tema de la crítica a la retórica del hombre-artista, del artista consumado. Parecería que la mujer tiene una relación más problemática con la revelación, más honesta y sincera.

M persigue su intuición de la verdad, el desarrollo de una cierta esencia del espíritu en el tiempo, su afán de que finalmente se despliegue la justicia, también en sus relaciones más íntimas. La vida social aparece como juego, como un escenario en el que se lleva a cabo una constante medición de fuerzas, frecuentemente con resultados catastróficos para el ego.

M se siente una expectadora de su propia realidad deshabitada. Su interés está en la deducción y el análisis más que en la experiencia. La vida social que se despliega a su alrededor le ofrece la posibilidad de interrogarse sobre su propia existencia. Conocer a L supone sumirse en la vivencia de relaciones personales con el poder de desdibujar la experiencia, de cuestionar los perfiles reconocidos, de emborronar el yo. Así llega a comprender que las certidumbres morales por las que elaboramos nuestro mundo pueden ser producto de la imaginación. ¿Hay quizás una realidad externa a nuestras proyecciones, una verdad que se impondría a nuestras parciales figuraciones? Quizás atender a esta verdad significa destruirnos lentamente; también significa salvarnos. Un sutil ejercicio mental de escepticismo ante la propia realidad conocida, esa medición consciente del deseo, podría cambiar nuestras vidas.

M aspira a asomarse a la creación como medio para reparar su pérdida de fe en su vida anterior. Las creencias a las que se había aferrado para interpretar el sistema de sus relaciones personales corren el riesgo de derrumbarse. Entiende que proyectar altas expectativas hacia los demás también implica un desprecio de sí misma. Aún así, buscará a L, contrariamente a todo lo que la vida le ha enseñado, a pesar de la amenaza que supone a su plácida existencia con Tony, siendo consciente de que sin subjetividad tampoco existe la historia, solamente la vida desplegándose en toda su crudeza a cada instante. 

Nosotras, las mujeres

Miriam Toews - Ellas hablan

Una comunidad rural menonita (se trata de una secta protestante) en Bolivia que parece sobrevenida de un tiempo remoto. El sol de poniente alarga las sombras melancólicamente entre los campos labrados. Las mujeres cosen colchas para la cooperativa y limpian la casa, y callan. Los niños juegan al balón con vejigas de cerdo hinchadas y arrojan boñigas de caballo a las niñas que les gustan. Los hombres, rudos y fornidos, se dedican a las tareas agrícolas y ganaderas sin descanso.

Molotschna no tiene una existencia fácilmente explicable. Sus contornos geográficos exactos son desconocidos por sus habitantes (los mapas están prohibidos) y el tiempo parece estar suspendido en un presente eterno. En una comunidad sin historia no puede existir conciencia ni memoria, y por lo tanto las aspiraciones humanas quedan anuladas. Uno de los granjeros recibió un reloj en herencia, pero éste fue requisado rápidamente por el obispo Peters, el representante de la autoridad en Molotschna. El paso del tiempo, en cuanto implica una cuantificación de la experiencia, la posibilidad de albergar una memoria y vislumbrar un progreso, se vuelve una adquisición transgresora.

En el centro de esta comunidad utópica tienen lugar unos abusos horrendos. Aunque sólo ocho hombres son culpables, todos parecen identificados con esa ideología perniciosa que une a los violadores con el resto de los hombres de la comunidad en mutua solidaridad. Miriam Toews se basó en los sucesos reales por los que en junio de 2009 varios hombres procedentes de una colonia menonita en Bolivia fueron arrestados por violación. Anestesiaban a las mujeres cada noche con un spray y éstas se despertaban magulladas pero incapaces de recordar lo que había sucedido. Toews, que perteneció a la colonia menonita de Steinbach en Canadá, de la que se marchó a los dieciocho años, parte de estos sucesos reales para desarrollar su obra de ficción.

Durante dos largos días las mujeres se reúnen en un granero para decidir su respuesta a las agresiones, el paso del tiempo lo marca la progresión del sol a través del polvoriento ventanal. Allí las mujeres, seis de ellas, tres generaciones en representación de todas las demás, han de enfrentarse a sus propias limitaciones en la búsqueda de significado. Pretenden no sólo explicarse la realidad de una forma nueva, sino también reconsiderar su religión, racionalizarla, para que no se les imponga perdonar a los hombres. Ellas intuyen que esta toma de conciencia colectiva ha de ser proyectada como una conquista del lenguaje. En el granero, las mujeres despiertan de su no-existencia mediante el diálogo. Se trata, de alguna manera, también de una conquista política. En su nueva colonia, dirigida por ellas mismas, según explican en un manifiesto, las prioridades serán aprender a leer y a escribir, y a pensar, y tomarán las decisiones colectivamente.

El narrador de la novela no es sin embargo una de las mujeres, sino un hombre: el maestro de la escuela, August Epp, a quien se le ha encargado escribir las actas de las deliberaciones de las mujeres durante estos dos días, un hombre en los márgenes, cuya reputación está dañada debido a su interés en el estudio y su poca habilidad en las tareas del campo, y a un oscuro secreto del pasado que amenaza los cimientos de la comunidad. A medida que deliberan, August trata de ilustrar cada dilema con una pequeña historia, como la historia de la corriente de agua que discurre en lo más profundo del mar muerto, o la historia del poeta koreano Ko Un y sus fallidos intentos de suicido. Las mujeres tienen una clara intuición de la significación trascendental que se puede ocultar detrás de cada suceso cotidiano, y, así, reflexionan sobre algunas anécdotas protagonizadas por los animales de la colonia, o sobre los procesos biológicos femeninos. Quieren ser capaces de interpretar la realidad por sí mismas. Desconfían de la lectura que los hombres han hecho de la Biblia. La realidad es un texto sagrado que se reescribe continuamente.

Muchas son las incertidumbres que acompañarán a las mujeres en su partida al final del libro. ¿Se trata realmente de un final feliz? Y el lector se pregunta también si en su nueva colonia las mujeres no acabarán reproduciendo los estériles patrones del utopismo que han terminado por interiorizar en Molotschna. Las mujeres se van, no huyen, y avanzan entre la oscuridad, destinadas a una existencia sin hombres, pero iluminadas por la esperanza de una fuerza mayor que el amor que las sostenga.

Ona: “Sin luchar, pero avanzando. Siempre en movimiento, sin luchar, sólo movimiento y avance, movimiento y avance.”

La batalla por la identidad

Zadie Smith - Da beleza

Zadie Smith rindió homenaje a Howards End (1910) de E. M. Forster en esta su tercera novela, Sobre la belleza (Da beleza en su traducción al gallego por Eva Almazán en la Editorial Galaxia). En ambos textos se enmarca el tema de las guerras culturales entre el progresismo y el conservadurismo en términos del antagonismo entre dos familias, que, si podemos recordar, en el caso de la obra de Forster tenía como escenario el Londres anterior a la primera guerra mundial. El contexto político en la primera década del siglo XX en Inglaterra había favorecido el auge del Partido Liberal, que el 29 de abril de 1910 logró que se aprobase como ley su famoso People’s Budget (“los presupuestos de la gente”), introduciendo impuestos en las propiedades y los ingresos de la clase más afluente para financiar amplios programas de bienestar social. Entre los artífices de esta forma de redistribución de la riqueza estaban el entonces ministro de Hacienda, David Lloyd George, y un jovencísimo Winston Churchill. En Howard’s End, E. M. Forster nos presenta a las hermanas Schlegel, dos jóvenes solteras y empapadas de esta filosofía liberal y amantes del arte y la literatura, y frente a ellas están los Wilcox, que encarnan los valores puramente utilitarios y conservadores, profundamente enraizados en la cultural británica, del capitalismo burgués.

De esta manera, E. M. Forster escenificó el conflicto, que tendría una historia duradera a lo largo del siglo XX, con sucesivos aletargamientos y reincidencias, entre los valores de la intelligentsia liberal y los valores de la burguesía capitalista. Uno de los temas principales de Howards End, así como de Sobre la belleza, es el tema de la mala conciencia de la clase media cultivada respecto a su disponibilidad de unos recursos económicos holgados que permiten la dedicación a la cultura y al arte. En Sobre la belleza, sin embargo, como veremos, esta falsa conciencia es el motivo de la sátira más descarnada, y se inscribe dentro de la temática clásica de la “novela de formación,” pues los protagonistas, los hijos del matrimonio Belsey, se encuentran en el umbral de la edad adulta.

Este elemento cómico en Sobre la belleza se asienta en la manera en que se ejercitan el arte de la caracterización y el punto de vista. Con gran habilidad a lo largo de más de 500 páginas Zadie Smith consigue una y otra vez defraudar nuestras expectativas sobre los personajes, mientras los matrimonios de las dos familias protagonistas se desintegran y los hijos empiezan a dar sus primeros pasos tambaleantes en el camino de la madurez, sin duda aprovechando mejor o peor las ruinas de la heredada auto-complacencia de sus progenitores. Es así que Sobre la belleza ahonda en la dinámica existencial en que se promueve la generación de los referentes éticos de la propia identidad. Esto es, el principal tema de ambas novelas es el problema de acomodar el desarrollo la propia identidad personal de acuerdo a unos principios éticos y sociales en el seno de la sociedad capitalista burguesa de la que se forma parte. Este era el problema de las hermanas Schlegel, y ahora será el problema principal de los tres hijos del matrimonio Belsey.

En su reelaboración de Howards’ End, Zadie Smith traslada aquel (eterno) conflicto de principios del siglo XX entre la burguesía culta de izquierdas y las clases pudientes más materialistas y anti-intelectuales al contexto de las guerras culturales que tuvieron su auge en el ámbito académico entre los años 80 del siglo pasado y los primeros años de este siglo XXI. Howard Belsey y Monty Kipps son dos profesores de arte rivales, ambos especializados en el estudio de la pintura de Rembrandt y cada uno inscrito en una de las dos trincheras culturales, la del postmodernismo liberal y descreído (Belsey) y la del humanismo conservador más falsamente tergiversado (Kipps). Howard Belsey es un profesor blanco liberal, casado con Kikia, una mujer afroamericana con un corazón de oro pero nulo interés en las ideas o las teorías. Belsey, sin embargo, parece volverse contra estos mismos valores encarnados por su mujer, ya que imparte un curso universitario sobre Rembrandt en cuyo programa se incluye el propósito de negarle un valor humanista al arte. Para Belsey toda construcción es material; el arte no es más que una mera producción artesanal surgida de una cierta estructura social cuyos valores y dinámicas expone. Por su parte, Monty Kipps es un académico cristiano proveniente de la isla de Trinidad, pero cuyos valores morales se pondrán gravemente en entredicho a lo largo de la novela, y que nada más llegar como profesor invitado a la misma universidad de Wellington (Boston) se propone el ridículo objetivo de eliminar la discriminación positiva del campus, así destruyendo las expectativas culturales y de ascenso social, de varios estudiantes de su misma raza negra pero con recursos limitados.

La caracterización sorprendentemente ágil y psicológicamente realista de los personajes en Sobre la belleza pone de manifiesto que el motivo de la desintegración paralela de las familias de los Belsey y los Kipps tiene su origen en la absoluta desconexión entre los individuos que las forman, no sólo en la falta de comunicación y empatía, sino también en la falta de imaginación (y aquí, más que en los muy evidentes guiños de la trama, se actualiza la influencia de E. M. Forster, pues si recordamos el famoso epígrafe a  Howards End era aquel famoso “Only connect…”.) En parte, según apunta David Lodge en su canónica introducción a Howard’s End, E. M. Forster se había visto influenciado por la filosofía de G. E. Moore, que defendía el desarrollo de relaciones personales afectuosas y la contemplación de la belleza como los estadios más dignos de aspiración para el alma y la mente humanas. Esta filosofía, convenientemente convertida al hedonismo, sería apropiada por el grupo de Bloomsbury. En Sobre la belleza, los valores puramente sociales y emocionales están encarnados por Kiki, la maternal esposa afroamericana de Belsey, valores puramente humanos de los que la sociedad anglosajona de comienzos del siglo XXI retratada por Smith se ve tan desprovista. Kiki carece de inquietudes intelectuales, de vanidad o de ambición, y su único propósito se basa en una comprensión emocional de la vida social que la rodea, aunque a veces, sin embargo, con poco tino, como en el caso de su idealización, hacia el final de la novela, del profesor Kipps. Pero la humanidad desbordante de Kiki se verá limitada por las suspicacias y reticencias de las personas que la rodean, su materialismo y el egoísmo (Kipps), la ingenuidad y la ocultación (sus hijos), la confusión existencial (Belsey).

A pesar de los nobles propósitos que todos los hijos del matrimonio Belsey tienen de enmarcar el desarrollo de sus identidades adultas en la consecución de unos valores éticos determinados (el compromiso racial en el caso de Levi, la conjugación de los valores sociales y culturales en el caso de Zora, y los valores cristianos en el caso de Jerome), lo cierto es que a medida que avanzamos en la lectura de los capítulos asistimos al progresivo derrumbe de nuestras más firmes expectativas sobre cada uno de ellos. Y en buena parte el principal problema está en el mal ejemplo paterno y en el materialismo que impregna la sociedad, incluso un ambiente tan en apariencia saneado como el de una universidad de cierto prestigio en la costa este americana.

El marido infiel arrepentidísimo que había sufrido un desliz fruto del despiste casual se hunde con más saña en el lodazal. La estudiante brillante e idealista es desenmascarada como parte integrante de la corrupta moral de privilegio del campus. El hijo descarriado que tiene trazas de que acabará muy mal acaba revelándose como el único personaje que descubre la autenticidad del compromiso político. Cabe preguntarse cómo podríamos esperar que estas familias permanezcan unidas cuando a todos ellos les falta información crucial sobre los demás, cuando la mayoría de las veces lo ignoran todo incluso sobre ellos mismos. Las carencias intelectuales y afectivas que sufren les impiden alcanzar los ideales éticos que se proponen. En algunos casos les falta autoconocimiento, en otros voluntad, en otros inteligencia, en algún otro se da la más descarada impostura, pero la norma constante y común es la más absoluta falta de imaginación y empatía. La ética social y la integridad individual a las que aspiran no son alcanzables si no hay conocimiento del otro ni conocimiento de uno mismo. En ese caso, ante la ausencia total de valores puramente humanistas (esos valores contra los que el profesor Belsey diseñó su curso sobre Rembrandt) como el amor, la comprensión y el respeto – salvo, quizás, en el caso de las sufrientes esposas – toda empresa ética personal o social y política está condenada a caer en la farsa.

La originalidad en el tratamiento que Zadie Smith da a este conflicto perenne entre cultura burguesa y materialismo capitalista (¿hasta dónde habría llegado la capacidad de paciencia y comprensión de Margaret Schlegel con el materialismo encarnado por Trump?) consiste en la racialización del mismo. Si E. M. Forster había bebido de las novelas de la “Condición de Inglaterra” de mediados del siglo XIX, en las que se escenificaba el drama de la extendida pobreza entre las clases campesina y obrera en la era victoriana, para Zadie Smith ese permanente ente de otredad no asimilable en el relato del desarrollo nacional está marcado por la raza. Los hijos de los Belsey, en cuanto hijos de un matrimonio mixto, encuentran verdaderos problemas para encontrar su lugar en un mundo en el que empezaban, ya en 2005, a polarizarse cada vez más todas las cuestiones relativas a la identidad y el nacionalismo.

Lo que Belsey acabará comprendiendo es que si el arte es un depósito de sedimentos socioculturales susceptibles a la crítica, también, por momentos, tiene la facultad de convertirse en espejo de vida, profética huella humana, constatación estética de los anhelos del espíritu.

 

Sacrificio maternofilial y esclavitud

2019_09_06

Una casa encantada es el cuerpo de los espíritus que la habitan, y al comienzo de la novela Beloved (1987), de Toni Morrison, tristemente fallecida el pasado año, la pequeña casa gris y blanca en el número 124 de Bluestone Road, a las afueras de Cincinnati, estaba poseída por el rencor de una niña muy pequeña. Cuando Paul D, uno de los cinco hombres de la plantación de Sweet Home, llega a esta dirección en 1873 tras un largo peregrinaje hacia el norte huyendo de la esclavitud, al cruzar el umbral percibe una fuente de luz roja y ondulante y exclama: “¡Dios mío!,” “¿qué clases de espíritu maligno tienes aquí?.” Sethe, la mujer que él ha venido a buscar, le responde: “No es maligno, solo está triste.” (Todas las citas de la novela son de mi traducción). La suegra de Sethe, la bendita Baby Suggs, que había vivido en la casa con Sethe y su nieta Denver (tres generaciones de mujeres y el fantasma de un bebé conviviendo y enfrentándose a la vida en libertad) había declarado antes de morir, hacia el término de la guerra de Secesión, que no había ninguna casa en el país que no contuviese el espíritu doliente del fantasma de algún esclavo.

La novela de Toni Morrison está marcada por la problemática del concepto de “hogar” para alguien que es o ha sido un esclavo. En la plantación de Sweet Home, en Kentucky, las circunstancias no eran ideales – “No era dulce y con toda seguridad no era nuestro hogar,” dice Paul D – pero tampoco eran tan malas como en otras plantaciones. El señor Garner presumía de que sus esclavos eran verdaderos “hombres”: les dejaba portar armas y escuchaba sus opiniones. A Paul D le preocupa su masculinidad amenazada por la esclavitud. ¿Podía un hombre negro considerarse hombre solo porque un capataz blanco así lo decidía? ¿La hombría no consistía acaso en la propia valía de cada hombre, independientemente de su color? Al morir el señor Garner, su débil esposa hace llamar a su cuñado, conocido como “el profesor” en adelante, un racista con pretensiones intelectuales que consideraba que los negros compartían rasgos con los animales. Sethe había sido la encargada de fabricar la tinta que “el profesor” empleaba para desarrollar sus teorías racistas, un recuerdo que la tortura y un ejemplo de la desposesión del trabajador esclavo frente al fruto de su labor.

Cuando Paul D llega a la casa, utiliza su hombría para expulsar al fantasma. El fantasma de la niña entonces se hará carne, adoptando la edad que tendría si no hubiera muerto, y visita el mundo de los vivos para expulsar a Paul D y tomar posesión del alma de su madre, alimentándose con fruición antropófaga del sentimiento de culpa de esta. La muerte de Beloved había constituido el sacrificio, la oferta carnal, por el cual Sethe y su familia consiguieron dejar atrás la esclavitud. Esto es, el sacrificio de Beloved es la moneda de cambio que otorga la libertad a los miembros supervivientes de la familia; este suceso tan ignominioso, el asesinato de una hija por su madre, había logrado poner freno a la codicia del “profesor” y sus sobrinos, que creyeron a Sethe trastornada y, por lo tanto, ya inservible para el trabajo en la plantación.

Aunque no era la intención de Sethe utilizar el sacrificio como moneda de cambio, el asesinato de su hija Beloved le sirve, paradójicamente, para asegurarse una nueva vida en libertad en el norte, un trabajo y un hogar familiar propiamente dicho, la casa del número 124 de Bluestone Road, cedida por los Bodwin, sus progenitores blancos en Cincinnati. Después de la huida de los hijos para unirse al ejército, el hogar está constituido por tres generaciones de mujeres. El marido de Sethe, Halle, había desaparecido tras, según Paul D más tarde deduce, perder la cordura al ser testigo involuntario de los abusos sexuales sufridos por ella en la plantación justo antes de su huida. Sethe es consciente de lo inconveniente que puede resultar la memoria: en su mente Sweet Home no es solo la plantación en la que fue esclava, también es un espacio íntimamente deseado, un “infierno hermoso” impregnado de posibilidades de apropiación y conquista que hace volar su imaginación.

La consecuencia negativa más inmediata del crimen sacrificial es la marginación de los habitantes de la casa por parte de la comunidad de antiguos esclavos de aquella parte de Cincinnati. Baby Suggs, la suegra de Sethe, había realizado rituales curativos en un claro del cercano bosque. Eran celebraciones gozosas en las que hombres, mujeres y niños dejaban que la anciana bendita hiciese que el dolor huyese. Pero el crimen de Sethe, que espanta a los dueños de la plantación, también produce el rechazo en  la comunidad negra de Cincinnati. A partir de ese momento la comunidad ignora a los habitantes de la casa, al tiempo que llega el fantasma y acentúa el ostracismo de Sethe y su familia, que termina por verse reducida – después de la melancólica muerte de Baby Suggs – a Sethe y su hija Denver, la menor, y juntas se alimentan de la compañía del fantasma en soledad y lo invocan para solicitar el perdón. Al sacrificar a su hija, Sethe ha logrado asegurar la libertad para su familia, pero ha perdido el vínculo con la comunidad.

Luego, una vez que Beloved se haya instalado en la casa y Paul D haya sido expulsado – precisamente Beloved utilizará su atractivo sexual para confundir la hombría de Paul D como táctica de expulsión – el principal empeño de Sethe será el de encontrar las palabras para justificarse ante Beloved, explicándole que su plan había sido que ella y sus hijos se reunieran en el más allá. Es entonces cuando la historia se convierte en una invocación dentro de un cuento. El momento en que las tres mujeres, supremamente aisladas del mundo circundante, consiguen comunicarse sus más íntimos sentimientos y razones, también es, en cuanto clímax de la novela, el momento en el que el profundo vínculo entre las tres comienza a disolverse. En el proceso de realizar esta invocación a tres voces que es un mea culpa traspasado por el amor entre tres mujeres de una misma familia, Sethe sufre el peligro de ser devorada por la codicia retributiva del amor de su hija muerta.

Quien pondrá fin al decadente episodio de antropofagia maternofilial es la hija mayor, Denver, que al realizar el exorcismo de su hermana y expulsarla de sus vidas para siempre con la ayuda de la comunidad de mujeres negras, ingresará en la edad adulta y producirá la restauración social de la unidad familiar.

Es un tema recurrente de la novela la denuncia de que uno de los rasgos más brutales de la realidad de la esclavitud era que impedía las relaciones familiares. Los esclavos eran intercambiados sin tener en cuenta los lazos familiares y afectivos que existían entre ellos mismos. Las mujeres se utilizaban como el medio por el cual los esclavos se reproducían sin atender a ningún lazo afectivo entre ellos, para vender los hijos resultantes o incrementar la propiedad de mano de obra en la hacienda. En este contexto, los hijos resultantes no pertenecían a sus padres, sino al dueño de la plantación. La precariedad de los lazos familiares en el contexto de la esclavitud es el punto de partida de esta historia en la que una mujer, antigua esclava, debe aceptar superar su sentimiento de culpa por el sacrificio maternofilial que le otorgó la libertad.

La historia como superación del cuento

Henry James - Gabrielle de Bergerac
Henry James, Gabrielle de Bergerac, (1869), Impedimenta, 2012.

Gabrielle de Bergerac (1865) es una novella escrita por Henry James en su juventud y, por lo tanto, un estudio previo de los brillantes personajes femeninos que jalonarían su carrera literaria, así como de su tema característico del conflicto entre el viejo y el nuevo mundo. En esta historia, que describe un amor imposible en la Francia de los albores de la Revolución, la joven Gabrielle se halla suspendida entre el viejo pays de France de la decadente nobleza rural del Antiguo Régimen, y la nueva sociedad ilustrada que aventuraba un incipiente desafío del sistema de castas y que esgrimía los valores de la bondad, la cultura y la belleza. Así, asistimos a las fantasías insustanciales, una mezcla de impetuosidad e instinto, por las que la señorita Bergerac olvida sus obligaciones sociales y se enamora de Coquelin, el preceptor plebeyo de su sobrino.

La señorita de Bergerac debe decidir entre la persuasión de su conciencia, que la predispone a confluir con la corriente de modernidad surgida de la Ilustración, y los mandatos de la conveniencia social encarnados en el corrupto y adulador vizconde de Treuil, poseedor de un linaje, pero de una fortuna incierta. Lo que distingue a Coquelin como el hombre nuevo que traerá la Revolución es su habilidad para alzarse por encima de sus circunstancias, desarrollando una refinada sensibilidad artística y una conciencia política.

Uno de los movimientos decisivos en su relación tiene lugar cuando Gabrielle descubre el retrato que Coquelin ha pintado de ella. La imagen de sí misma que Coquelin le devuelve encuentra una resonancia en su interior, le ayuda a anhelar el cumplimiento de un ideal ético de su existencia más allá de los valores mundanos. El verdadero amante, pues, es aquél que tiene el don de la observación. El amor es conocimiento de la amada. Al confrontar este retrato de sí misma que Coquelin ha concebido, Gabrielle adquiere su individualidad. Hasta aquel momento, la mujer noble había tenido una función meramente decorativa en el matrimonio, además de servir como agente reproductivo de la casta. Entre los nuevos valores que traerá la Revolución surge la posibilidad del desarrollo de la individualidad y la creciente importancia del pensamiento. Los valores espirituales e intelectuales se democratizan.

Coquelin representa el nuevo hombre de la sociedad democrática, pero su herencia intelectual incluye todas las fábulas y ensueños de la antigua Francia que ha bebido en sus fuentes literarias, los cuentos de hadas, las viejas leyendas del bosque. Es también, así, un hombre entre dos mundos, sus fantasías románticas pertenecen al viejo, sus aspiraciones políticas y su orgullo al nuevo. En él se da una distinción lúcida entre el pasado histórico y los cuentos. Su aprecio de la literatura y del patrimonio inmaterial de su país no afecta a su espíritu reivindicativo. No permite que su particular adoración por los cuentos de hadas de la antigua Francia interfiera con su comprensión racional de la realidad atroz sobre la que esas historias se sustentaban.

En Gabrielle admira sobre todo el halo sacramental en la nobleza de su carácter, su disposición caritativa y democrática para con los campesinos pobres. Cuando juntos visitan un castillo en ruinas, Coquelin solo puede ver crueldad, iniquidad, los tentáculos de poder que oprimieron a sus antepasados, la ciega y contundente arquitectura del sometimiento, la geografía pétrea de laberínticos sótanos abovedados destinados para el castigo. Entre las ruinas del castillo de Fossy cristaliza el amor de ambos, en un escenario propicio para romper con el pasado, para sufrir un quebrantamiento moral. La Revolución francesa iba a inaugurar este mundo más natural que los amantes ansían, en el que la Razón y también la emoción individual se convierten en los valores divinamente consagrados.

La desesperanza y la lucha tienen un componente hereditario, este es el bagaje moral con el que Coquelin se enfrenta a su destino, estas son las armas que le asistirán cuando su intuición política se plasme en el siguiente remolino de la Historia.

Lo innombrable

 

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Una parte de las críticas que recibió The Turn of the Screw, la más famosa historia de fantasmas de Henry James, al ser publicada, reflejó el escándalo moral que suscitó entre algunos de los primeros críticos que la leyeron, que la calificaron como repulsiva, asquerosa y, en el caso de la reseña en el periódico The Independent, como “una afrenta a la más sagrada y dulce fuente de la inocencia humana.” Para estos críticos, el acto de lectura de este relato era moralmente comprometedor para el lector, que no podría evitar hacerse partícipe de la atmósfera de corrupción moral destilada por la simple presencia de los dos infames fantasmas que visitan a la institutriz de la casa de Bly y a los dos niños, Miles y Flora, de diez y ocho años respectivamente, a su cargo.

Especialmente a partir del ensayo de Edmund Wilson, “La ambigüedad en Henry James,” de 1934, que pronuncia el caso de la institutriz como el de un delirio neurótico causado por la pasión insatisfecha por el guardián de los niños, la interpretación de la historia se ha dividido entre los que creen que los fantasmas son fruto de la imaginación de la institutriz y los que otorgan fiabilidad a la realidad de su existencia.

Ciertamente, la institutriz parte con todas las cartas para acabar siendo víctima del delirio. Hija menor de un pastor de Hampshire, con veinte años de edad este es su primer empleo y las dos reuniones con el guardián de los niños suponen sus únicos dos encuentros con un varón deseable con un status reconocido, la posible personificación en su mente de los apuestos galanes de la novela romántica que ha formado parte de la dieta intelectual de la institutriz. El hecho de que el apuesto guardián de los niños establezca como condición primordial no ser molestado en adelante, al tiempo que otorga a la inexperimentada institutriz la autoridad absoluta sobre la casa de Essex en la que viven los niños con la impresionable ama de llaves, Mrs Grose – la institutriz pronto comprende que Mrs Grose será una aliada incapaz de cuestionar su propia voz, que es revestida de todo el peso de la autoridad en Bly – y los demás sirvientes implica que esta establezca desde el principio una concepción un tanto grotesca de su propio papel.

En la casa de Bly se le concede uno de los mejores dormitorios; el ama de llaves Mrs Grose no tiene la capacidad ni la voluntad de ejercer el mando, y el guardián no quiere ser molestado bajo ninguna circunstancia – exenta de cualquier fuente externa de autoridad, la institutriz queda prendada de su propia estación al mando de Bly, y su vocación, especialmente una vez que conoce a los angelicales y misteriosos niños, es la de alcanzar, a través de su papel como institutriz, el rango de heroína.

Es por esto que, al conocer que los niños son visitados por los fantasmas de Peter Quint, un sirviente del guardián que vivió con ellos antes de morir en extrañas circunstancias, y Miss Jessel, su anterior institutriz, sobre quienes recayó una oscura reputación en el pasado, la institutriz decide que la batalla que ha de librar con estos dos espíritus nefastos es una lucha del bien contra el mal por la posesión de las almas de los dos niños.

Henry James es en gran parte de su obra el maestro de lo no-dicho. Parte de su genio reside en que es en la imaginación del lector donde la mayor parte de la acción tiene lugar, pues los silencios, las frases no acabadas, las conclusiones apenas esbozadas sobre cada anécdota, cada idea parcialmente expuesta… constituyen el intangible, etéreo e inasible, pero firmemente trabado armazón de la historia.

The Turn of the Screw, más que una historia de fantasmas, es una historia sobre el silencio, sobre lo que no se puede escribir, sobre lo innombrable. En ella Henry James eleva el silencio a la categoría de un arte. Los dos grandes errores de la institutriz tienen lugar en las ocasiones en las que se atreve a nombrar lo innombrable frente a cada uno de los niños. De esta manera los pierde, y ellos se pierden. Es sólo en el silencio paciente de las frases ambiguas y las acciones aparentemente justificadas que existe un atisbo de esperanza para los niños asediados por el influjo del pecado. Cuando ella quiebra ese silencio, en su afán por derrotar el mal, el orden vital de la casa de Bly se desmorona y la convivencia, la propia vida, se hacen imposibles.