Resulta una experiencia inaudita acercarse a este estudio de la historia social durante el período en que vivió la novelista inglesa Jane Austen como el que proporciona este libro. En un tiempo como el actual en que Jane Austen se afianza como icono predilecto del gusto popular y académico, al tiempo que proliferan las ediciones de sus novelas y los estudios críticos, las traducciones de éstas y sus adaptaciones cinematográficas… sigue subsistiendo un desconocimiento generalizado de las características de la sociedad de la época, quizá afianzado por el halo de idealización de las representaciones de sus obras en la pantalla, y por el hecho de que las obras mismas de Austen se centran en cuestiones que atañían a la sociedad más respetable, lejos de las vicisitudes prosaicas de la vida ordinaria.
Este libro escrito por la pareja de historiadores Roy y Lesley Adkins viene a subsanar esa deficiencia en nuestro conocimiento de la vida cotidiana en la Inglaterra de Jane Austen. Para elaborarlo han consultado una gran variedad de fuentes documentales, de las cuales se reproducen los diarios y cartas personales de algunos testigos comunes de la época: el pastor James Woodforde, que estaba a cargo de la parroquia de Weston Longville en Norfolk, la institutriz Nelly Weeton, que trabajó en diversas residencias en el norte de Inglaterra, y también los relatos de dos viajeros extranjeros: el americano Benjamin Silliman y el alemán Carl Moritz.
De la mano de estos testigos de la época nos es dado espiar los usos y costumbres centrados alrededor de una serie de episodios y aspectos fundamentales de la vida, como lo son las bodas, la infancia, la vida doméstica, la moda, la religión y la superstición, la riqueza y el trabajo, el tiempo libre, el crimen, la medicina y los decesos. Aspectos a la luz de los cuales la vida cotidiana en el período de la Regencia del príncipe Jorge se nos aparece mucho más alejada de nuestra vida moderna de lo que en un primer momento pudiéramos sospechar.
Comencemos por las bodas. Al margen de la imagen de glamour romántico de los bailes elegantes que se organizaban para que los jóvenes encontrasen pareja, una vez se había pasado por la vicaría la realidad de la vida de la mujer casada era poco envidiable. Su propiedad se convertía en propiedad de su marido, y no tenía derecho a poseer tierras o ingresos propios, a no ser que se hubiese especificado lo contrario en un acuerdo. Los ricos podían comprar una licencia de matrimonio, pero la gente común debía recibir la aprobación paterna y de los vecinos de su parroquia. Es por esto que eran comunes las parejas de enamorados que se escapaban para casarse sin consentimiento paterno, sobre todo a pequeños pueblos en la frontera con Escocia, donde las leyes que regían el matrimonio eran menos estrictas. Las mujeres no casadas sin ingresos particulares se enfrentaban a un futuro complicado. Algunas, como Nelly Weeton, se hacían institutrices, con lo que podían subsistir aunque sus ingresos derivados de este trabajo fueran bajos. El divorcio se podía conseguir sólo de manera costosa, mediante una ley parlamentaria, y por lo tanto estaba reservado para las clases pudientes. En tales casos la madre solía perder la custodia de los hijos. Estaba permitido que el marido golpease a su esposa, a no ser que pusiera en peligro su vida. Un método utilizado por los maridos que no podían aspirar a pagar un divorcio era el de vender a sus esposas, incluso en contra de la voluntad de éstas. Esta práctica era denostada por muchos, pero continuó hasta casi el fin del siglo diecinueve. Estas “ventas de esposas” solían ser por acuerdo previo y debían ser conducidas en un lugar público.
Una mujer viuda tenía muchas opciones de caer en la pobreza más absoluta, ya que la herencia pasaba automáticamente a los hijos o familiares varones. Es por esto que debían tratar de volver a casarse. El principal papel de la mujer dentro del matrimonio era el de tener hijos, lo cual en numerosas ocasiones resultaba en su propia muerte en el parto. Debido a la ley de la época, era esencial tener un hijo varón para asegurar que la herencia no se iba a parientes varones lejanos.
Cuando estaban embarazadas, las mujeres pasaban la mayor parte del tiempo dentro de la casa, y se metían en cama unas seis semanas antes de la fecha probable del parto. Es así que la mayor parte de las veces, las mujeres daban a luz en sus hogares, pues en los hospitales no se podía garantizar la higiene, y a estos sólo acudían las mujeres pobres. El destino de una madre pobre no casada era negro, frecuentemente desembocaba en la prostitución. Se las despedía de sus trabajos como sirvientas y no encontraban otra manera de subsistir.
El acto de dar a luz era muy peligroso, pues no había anestesia ni antibióticos, y no se conocía la naturaleza de las infecciones. En los hospitales las infecciones eran frecuentes. En aquel tiempo se empezaron a realizar las primeras cesáreas, pero la práctica no estaba desarrollada ni generalizada. Un cirujano de la época realizó en noviembre de 1793 la primera cesárea en la que la madre sobrevivió, aunque no el bebé.
Una vez que nacía el bebé, se le solía asignar una mujer que se ocuparía de amamantarlo, normalmente una mujer campesina o una sirvienta que hubiese dado a luz recientemente, pues existía la superstición de que las madres no debían dar el pecho a sus hijos. Cuando eran muy pequeños, los niños a veces se criaban con padres adoptivos, y tal fue el caso de las hermanas Austen.
Otra costumbre que puede parecer supersticiosa era la de que la mujer que había dado a luz debía ser purificada en una ceremonia religiosa. Como la madre no era ritualmente “purificada” hasta unas semanas después del parto, a veces no podía asistir al bautizo de su hijo o hija, que se realizaba muy pronto después del nacimiento.
Existía la costumbre de enrollar a los bebés en bandas de ropa tirante, pues se creía que esto prevenía la formación de miembros torcidos, aunque en realidad causaba serios problemas. Pero en la década de 1790 esta práctica ya iba a menos, y se comenzaba a vestir a los bebés con túnicas y gorros. Apenas existían juguetes para niños, y en su lugar habitualmente se los sedaba con una mezcla de licor, opio, morfina y un compuesto del mercurio.
La mortalidad infantil era alta y abundaban las enfermedades infecciosas. En casi todas las familias moría al menos un hijo. Sin embargo la población estaba en pleno proceso de expansión, y las ciudades crecían. Si un niño era abandonado en un lugar público, se convertía en la responsabilidad de la parroquia. En 1741 se abrió el primer hospital en Londres para niños abandonados. Otras madres pobres y solteras asesinaban a sus hijos o trataban de abortar. Mujeres con más recursos podían trasladarse a una residencia discreta para ocultar su embarazo y luego daban el bebé en adopción.
El uso de anticonceptivos se consideraba inaceptables para las mujeres casadas, y cada esposa tenía de media seis o siete hijos que sobrevivieran al parto y a la primera infancia. Unos tipos de preservativos muy toscos y primitivos se utilizaban con las amantes o las prostitutas. La prostitución no era ilegal, pero la homosexualidad sí.
Los juguetes sólo estaban al alcance de las clases más pudientes, y en general los castigos a los hijos por sus travesuras eran muy severos. Era frecuente el delito de robar a niños. Algunos niños eran robados para ser proporcionados a familias que no podían tener hijos, otros para ser utilizados como mano de obra barata, y otros eran vendidos para la esclavitud en los países en que ésta existía o para la prostitución.
Los niños de las familias con recursos aprendían sus primeras lecciones en casa con una institutriz. Las escuelas locales se especializaban en la enseñanza de la gramática del latín, para que los estudiantes pudiesen acceder a Oxford o Cambridge, donde el latín era muy importante. Gradualmente, estas escuelas empezaron a enseñar también griego, matemáticas y literatura, oratoria y deportes. Algunas de estas escuelas públicas eran más selectas, como las de Eton o Harrow, y el acceso a las mismas requería de contactos especiales. Las niñas aprendían en casa de la mano de las institutrices, aunque empezaba a haber algunas escuelas que las admitían. La educación formal de Jane Austen terminó a los once años.
Existían escuelas de caridad y religiosas para los niños pobres, sobre todo del credo noconformista, hasta que la iglesia de Inglaterra empezó a crear escuelas para los pobres, pero se centraban en la educación religiosa. A los catorce años estos niños pobres podían comenzar a trabajar como aprendices, bajo un estricto contrato que duraba siete años. Los niños de buena familia de esta edad que no querían seguir estudiando solían unirse a la Marina Real. Los niños más pobres eran llevados a las minas o a las fábricas textiles del norte, donde las condiciones de trabajo eran muy duras. Pero quizá el trabajo más duro que podía realizar un niño era el de limpiar chimeneas, un trabajo que frecuentemente resultaba en su muerte prematura.
En la arquitectura se desarrollaba el elegante estilo georgiano en los barrios residenciales más pudientes, pero los pobres vivían hacinados en viviendas insalubres, especialmente en Londres. Había poca seguridad respecto a la vivienda. Las viudas generalmente debían abandonar el domicilio familiar.
Los inviernos de la década de 1790 fueron especialmente fríos, y la mayoría de los hogares se calentaban con carbón, que llegaba de las minas a través de la incipiente red de canales. A veces los amplios vestidos de las mujeres eran atrapados por las llamas, y en los periódicos abundaban las noticias de mujeres que morían por esto. Los incendios eran frecuentes, y en aquel tiempo se formaban los primeros cuerpos de bomberos. Las casas se iluminaban con velas de distintos tipos y calidades.
Hubo problemas de hambrunas debidas al aumento de la población, a las guerras con Francia y al hecho de que algunos granjeros almacenaban la cosecha para inflar los precios. La leche y otros alimentos eran frecuentemente adulterados. Era difícil mantener la comida fresca, sobre todo en verano. La posesión de hielo se convirtió en una obsesión. Los contrabandistas campaban a sus anchas. Las cenas eran copiosas, aunque a veces los alimentos estaban en mal estado.
La moda del vestido femenino comenzó a imitar el mundo clásico, mientras que el atuendo masculino imitaba el estilo militar. El avance de las fábricas textiles significó que empezasen a proliferar los tejidos. Los caballeros llevaban pantalones hasta la rodilla y medias. Los hombres pobres llevaban puesto lo que pudiesen encontrar. Las mujeres llevaban apretados corsés. La muselina empezó a ponerse de moda. La ropa se hacía por encargo, y muchas veces se rehacía o transformaba. El paraguas empezaba a utilizarse en aquel tiempo. Las pelucas iban cayendo en desuso. La ropa y las sábanas se lavaban en enormes calderas, pero no frecuentemente, ya que era un trabajo pesado y costoso. Normalmente se dedicaba una semana al lavado de prendas de ropa y ropa de cama y toallas cada mes y medio, y se contrataba a mujeres para realizar la tarea. Las primeras máquinas lavadoras de madera comenzaban a aparecer. El jabón era caro y estaba sujeto a elevados impuestos, por lo que la gente frecuentemente sólo utilizaba agua para lavarse. Las casas tenían orinales pero también una construcción en el jardín que servía de inodoro.
Muchos hombres salían de la universidad para seguir una carrera en la iglesia de Inglaterra. Sus parroquianos debían pagarle un tributo, conocido como “tithe,” que podía consistir en un diez por ciento de sus cosechas, pero también había impuestos para el registro de bodas, bautizos y entierros. Los pastores tenían suficientes ingresos, pero también realizaban donaciones caritativas entre los más pobres de la parroquia. El lugar en que se sentaba un feligrés en la iglesia era indicativo de su estatus social. La clase trabajadora trabajaba seis días a la semana y el domingo debía ir a la iglesia. Poco a poco el metodismo empezó a ganar popularidad, sobre todo entre las clases más humildes.
Entre las supersticiones estaba la creencia en los fantasmas. La gente que se suicidaba no recibía una sepultura en terreno consagrado, sino que era enterrada por la noche en una encrucijada al tiempo que se clavaba una estaca en el cuerpo. La gente temía a las brujas, y cuando alguna era cazada, se la castigaba públicamente.
Un impuesto sobre la renta fue introducido en 1799, pero los ricos seguían viviendo sin realizar trabajo alguno. Derivaban sus ingresos de sus tierras y propiedades. Al mismo tiempo, muchos trabajadores perdían sus empleos en las fábricas por el avance de las máquinas, lo que ocasionó el surgimiento del ludismo, el movimiento que consistía en destrozar las máquinas de las fábricas textiles principalmente.
El trabajo agrícola seguía el curso natural de las estaciones y se vio afectado por el comienzo de la práctica de cercar la tierra. Esto dio lugar a que muchos labradores perdieran sus derechos a trabajar las tierras y tuvieran que abandonar los pueblos para buscar empleo en los centros urbanos. La Marina inglesa tenía derecho a apresar a jóvenes para forzarles a trabajar de marineros. En los pueblos, las parroquias debían hacerse cargo de los pobres que vivían en su jurisdicción.
Los trabajadores poseían escasas oportunidades para el ocio. Existían deportes por los que se torturaba a animales, incluidos los toros. La tortura de animales como entretenimiento fue prohibida en 1835. Se jugaba al futbol, al cricket, se practicaba la lucha y las carreras de caballos estaban muy de moda. En la ciudad se iba al teatro y en los pueblos se asistía a las actuaciones de actores ambulantes. Los primeros conciertos musicales empezaban a tener lugar. La mayor parte de la gente organizaba cenas con familiares y amigos como entretenimiento. Comenzaron a apreciarse las oportunidades de realizar viajes para conocer los lugares más apartados de las islas, mientras que el Grand Tour de Europa seguía siendo una costumbre respetable.
Se produjo una gran expansión en la publicación de libros, aunque existían las bibliotecas que funcionaban con suscripciones. Solían leerse los libros en alto al resto de la familia, más que leerse en solitario. Habitualmente se escribían cartas, aunque el papel de que podía hacerse uso era limitado.
La gente frecuentemente tenía que caminar para desplazarse. Sólo los ricos tenían carruajes, aunque todo el mundo podía alquilar una plaza en una diligencia. Aunque éstas no siempre eran seguras, debido a las condiciones de los caminos y a los bandoleros. Las primeras carreteras de peaje comenzaban a aparecer, aunque éstas eran resentidas por la mayor parte de la población.
El crimen estaba muy extendido, especialmente en los caminos. Muchos de estos ladrones eran antiguos soldados que seguían la tradición de Dick Turpin, que fue ejecutado en 1739. La gente que salía viaje tenía razones para sentirse nerviosa. También se robaba mucho en las casas, tanto en las de clase media como en las afluentes. La pena de muerte estaba extendida porque las cárceles estaban mal vistas, ya que se consideraba que en ellas se gastaba dinero en mantener a criminales. Pero existían las prisiones para la gente que tenía deudas, aunque este procedimiento para hacerles pagar parezca ilógico en caso de que no dispusiesen de dinero. El padre de Charles Dickens estuvo en una de estas prisiones. Algunos criminales eran transportados a América, donde debían trabajar como esclavos en las plantaciones, y más tarde, después de la guerra de independencia, serían transportados a Australia. Otros delincuentes podían sufrir latigazos, incluso por robar una hogaza de pan. Las ejecuciones eran públicas. Frecuentemente los cadáveres de los criminales ejecutados se dejaban colgando de unas construcciones especiales a la vista de todos durante un tiempo, para disuadir a posibles futuros criminales. La traición se consideraba merecedora de los castigos más brutales. Las mujeres eran quemadas en la hoguera, y los hombres troceados en público.
La ciencia médica comenzaba a desarrollarse, pero para ello los cirujanos necesitaban poder disponer de cuerpos que diseccionar, y debido a esto surgió un comercio clandestino de cadáveres. Había hombres que se dedicaban a asaltar tumbas para robar cadáveres recientes y proporcionarlos a los hospitales de cirujanos para sus estudios. Nadie podía estar seguro de que su familiar no hubiese sido robado de su tumba por la noche, a pesar de que existían guardias nocturnos en los cementerios para intentar evitar estos robos. Algunas familias recurrían a vigilar las tumbas día y noche. Los pobres no podían hacer esto, y por eso sus tumbas eran las más frecuentemente asaltadas.
Entre los tratamientos médicos era frecuente desangrar a los enfermos, y las amputaciones. Existía el problema de la pérdida temprana de la dentadura, y para solventarlo se hacían trasplantes de dientes. Muchos de estos dientes trasplantados provenían de cadáveres. De los cuerpos de los soldados caídos en Waterloo en junio de 1815 se robaron muchos dientes para trasplantes. Los que asaltaban tumbas para vender los cuerpos a médicos cirujanos también vendían los dientes del cadáver a dentistas. En 1832 se pasó una ley para regular la adquisición de cadáveres para el estudio anatómico.
El mundo de nuestros antepasados puede chocarnos, atraernos o repelernos, pero en todo caso representa uno de los escalones que han hecho posible el progreso de que disfrutamos hoy en día. Es importante no idealizar el tiempo que ya pasó, pero también es conmovedor leer los testimonios de primera mano de aquellos que nos precedieron en esos momentos en los que podemos atisbar en ellos una inocencia moral no corrompida por el descreimiento que es el precio de la modernidad.