La historia como superación del cuento

Henry James - Gabrielle de Bergerac
Henry James, Gabrielle de Bergerac, (1869), Impedimenta, 2012.

Gabrielle de Bergerac (1865) es una novella escrita por Henry James en su juventud y, por lo tanto, un estudio previo de los brillantes personajes femeninos que jalonarían su carrera literaria, así como de su tema característico del conflicto entre el viejo y el nuevo mundo. En esta historia, que describe un amor imposible en la Francia de los albores de la Revolución, la joven Gabrielle se halla suspendida entre el viejo pays de France de la decadente nobleza rural del Antiguo Régimen, y la nueva sociedad ilustrada que aventuraba un incipiente desafío del sistema de castas y que esgrimía los valores de la bondad, la cultura y la belleza. Así, asistimos a las fantasías insustanciales, una mezcla de impetuosidad e instinto, por las que la señorita Bergerac olvida sus obligaciones sociales y se enamora de Coquelin, el preceptor plebeyo de su sobrino.

La señorita de Bergerac debe decidir entre la persuasión de su conciencia, que la predispone a confluir con la corriente de modernidad surgida de la Ilustración, y los mandatos de la conveniencia social encarnados en el corrupto y adulador vizconde de Treuil, poseedor de un linaje, pero de una fortuna incierta. Lo que distingue a Coquelin como el hombre nuevo que traerá la Revolución es su habilidad para alzarse por encima de sus circunstancias, desarrollando una refinada sensibilidad artística y una conciencia política.

Uno de los movimientos decisivos en su relación tiene lugar cuando Gabrielle descubre el retrato que Coquelin ha pintado de ella. La imagen de sí misma que Coquelin le devuelve encuentra una resonancia en su interior, le ayuda a anhelar el cumplimiento de un ideal ético de su existencia más allá de los valores mundanos. El verdadero amante, pues, es aquél que tiene el don de la observación. El amor es conocimiento de la amada. Al confrontar este retrato de sí misma que Coquelin ha concebido, Gabrielle adquiere su individualidad. Hasta aquel momento, la mujer noble había tenido una función meramente decorativa en el matrimonio, además de servir como agente reproductivo de la casta. Entre los nuevos valores que traerá la Revolución surge la posibilidad del desarrollo de la individualidad y la creciente importancia del pensamiento. Los valores espirituales e intelectuales se democratizan.

Coquelin representa el nuevo hombre de la sociedad democrática, pero su herencia intelectual incluye todas las fábulas y ensueños de la antigua Francia que ha bebido en sus fuentes literarias, los cuentos de hadas, las viejas leyendas del bosque. Es también, así, un hombre entre dos mundos, sus fantasías románticas pertenecen al viejo, sus aspiraciones políticas y su orgullo al nuevo. En él se da una distinción lúcida entre el pasado histórico y los cuentos. Su aprecio de la literatura y del patrimonio inmaterial de su país no afecta a su espíritu reivindicativo. No permite que su particular adoración por los cuentos de hadas de la antigua Francia interfiera con su comprensión racional de la realidad atroz sobre la que esas historias se sustentaban.

En Gabrielle admira sobre todo el halo sacramental en la nobleza de su carácter, su disposición caritativa y democrática para con los campesinos pobres. Cuando juntos visitan un castillo en ruinas, Coquelin solo puede ver crueldad, iniquidad, los tentáculos de poder que oprimieron a sus antepasados, la ciega y contundente arquitectura del sometimiento, la geografía pétrea de laberínticos sótanos abovedados destinados para el castigo. Entre las ruinas del castillo de Fossy cristaliza el amor de ambos, en un escenario propicio para romper con el pasado, para sufrir un quebrantamiento moral. La Revolución francesa iba a inaugurar este mundo más natural que los amantes ansían, en el que la Razón y también la emoción individual se convierten en los valores divinamente consagrados.

La desesperanza y la lucha tienen un componente hereditario, este es el bagaje moral con el que Coquelin se enfrenta a su destino, estas son las armas que le asistirán cuando su intuición política se plasme en el siguiente remolino de la Historia.

Lo innombrable

 

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Una parte de las críticas que recibió The Turn of the Screw, la más famosa historia de fantasmas de Henry James, al ser publicada, reflejó el escándalo moral que suscitó entre algunos de los primeros críticos que la leyeron, que la calificaron como repulsiva, asquerosa y, en el caso de la reseña en el periódico The Independent, como “una afrenta a la más sagrada y dulce fuente de la inocencia humana.” Para estos críticos, el acto de lectura de este relato era moralmente comprometedor para el lector, que no podría evitar hacerse partícipe de la atmósfera de corrupción moral destilada por la simple presencia de los dos infames fantasmas que visitan a la institutriz de la casa de Bly y a los dos niños, Miles y Flora, de diez y ocho años respectivamente, a su cargo.

Especialmente a partir del ensayo de Edmund Wilson, “La ambigüedad en Henry James,” de 1934, que pronuncia el caso de la institutriz como el de un delirio neurótico causado por la pasión insatisfecha por el guardián de los niños, la interpretación de la historia se ha dividido entre los que creen que los fantasmas son fruto de la imaginación de la institutriz y los que otorgan fiabilidad a la realidad de su existencia.

Ciertamente, la institutriz parte con todas las cartas para acabar siendo víctima del delirio. Hija menor de un pastor de Hampshire, con veinte años de edad este es su primer empleo y las dos reuniones con el guardián de los niños suponen sus únicos dos encuentros con un varón deseable con un status reconocido, la posible personificación en su mente de los apuestos galanes de la novela romántica que ha formado parte de la dieta intelectual de la institutriz. El hecho de que el apuesto guardián de los niños establezca como condición primordial no ser molestado en adelante, al tiempo que otorga a la inexperimentada institutriz la autoridad absoluta sobre la casa de Essex en la que viven los niños con la impresionable ama de llaves, Mrs Grose – la institutriz pronto comprende que Mrs Grose será una aliada incapaz de cuestionar su propia voz, que es revestida de todo el peso de la autoridad en Bly – y los demás sirvientes implica que esta establezca desde el principio una concepción un tanto grotesca de su propio papel.

En la casa de Bly se le concede uno de los mejores dormitorios; el ama de llaves Mrs Grose no tiene la capacidad ni la voluntad de ejercer el mando, y el guardián no quiere ser molestado bajo ninguna circunstancia – exenta de cualquier fuente externa de autoridad, la institutriz queda prendada de su propia estación al mando de Bly, y su vocación, especialmente una vez que conoce a los angelicales y misteriosos niños, es la de alcanzar, a través de su papel como institutriz, el rango de heroína.

Es por esto que, al conocer que los niños son visitados por los fantasmas de Peter Quint, un sirviente del guardián que vivió con ellos antes de morir en extrañas circunstancias, y Miss Jessel, su anterior institutriz, sobre quienes recayó una oscura reputación en el pasado, la institutriz decide que la batalla que ha de librar con estos dos espíritus nefastos es una lucha del bien contra el mal por la posesión de las almas de los dos niños.

Henry James es en gran parte de su obra el maestro de lo no-dicho. Parte de su genio reside en que es en la imaginación del lector donde la mayor parte de la acción tiene lugar, pues los silencios, las frases no acabadas, las conclusiones apenas esbozadas sobre cada anécdota, cada idea parcialmente expuesta… constituyen el intangible, etéreo e inasible, pero firmemente trabado armazón de la historia.

The Turn of the Screw, más que una historia de fantasmas, es una historia sobre el silencio, sobre lo que no se puede escribir, sobre lo innombrable. En ella Henry James eleva el silencio a la categoría de un arte. Los dos grandes errores de la institutriz tienen lugar en las ocasiones en las que se atreve a nombrar lo innombrable frente a cada uno de los niños. De esta manera los pierde, y ellos se pierden. Es sólo en el silencio paciente de las frases ambiguas y las acciones aparentemente justificadas que existe un atisbo de esperanza para los niños asediados por el influjo del pecado. Cuando ella quiebra ese silencio, en su afán por derrotar el mal, el orden vital de la casa de Bly se desmorona y la convivencia, la propia vida, se hacen imposibles.