La palabra alucinada

Mercè Rodoreda, La plaza del diamante, Edhasa Editoria, 2021.

Mercè Rodoreda vivió el exilio como una búsqueda de la palabra. Salió de Barcelona el 23 de enero de 1939, dejando atrás al hijo de un matrimonio infeliz, Jordi. En su huida conoció a Armand Obiols, y se instalaron en Francia, donde hicieron frente a las penurias de otra guerra, y Rodoreda hubo de coser para subsistir, un trabajo que le sacaba tiempo para la escritura, ese tiempo que nunca llegaba pero que luego se instaló en ella en Ginebra, en aquella casa con vistas a las montañas y al silencio donde Rodoreda se dedicó a escribir con un afán compulsivo y produjo su obra quizás más canónica, la novela La plaza del diamante (1962), que Harold Bloom incluiría en su libro El canon occidental (1994).

La voz de Colometa es un prodigio en el arte de nombrar el mundo, como señaló un admirado Gabriel García Márquez. A través de su historia asistimos a la euforia de la Segunda República, se despliegan ante nosotros los primeros compases en la vida de un matrimonio como tantos otros, la ilusión por todos los comienzos, la desolación de la experiencia. La vida es una fábula en la que a veces el sueño se precipita por un lugar oscuro. El paso del tiempo estructura los capítulos de la existencia, la veracidad y el absurdo. Hay un marido atolondrado, hay unos hijos angelicales, y hay un palomar que refleja el despropósito de todos los empeños. Por qué no dejar que el capricho ocupe el lugar de la cordura.

Pero hay un precio que pagar por la felicidad del abandono, por la revolución. La posguerra se extiende como un manto de muerte y miseria en una vida que ya no quiere ser vivida, que se terminó sin que la biología respondiese a los intereses del espíritu. Hay capítulos y más capítulos y nuevas oportunidades de existir. La balanza dibujada en la pared de la escalera del piso abandonado, la pasión y la amargura de las vidas sucesivas, la rueda de la fortuna de un destino cruel, que nos pone a prueba, que nos hunde y nos desespera, de modo que solo queda el poder de la palabra para contar la historia, un soliloquio alucinado, un pedazo del siglo veinte en Barcelona enfrentado a un limpio espejo.