Una súplica de amor divino

Kopano Matlwa, Florescencia, Alpha Decay, 2018.

Florescencia (Alpha Decay, 2018), la tercera novela de Kopano Matlwa (Pretoria, 1985), propone una reflexión sobre los traumas de la mujer en la sociedad global del malestar del nuevo milenio. Los desajustes sociales que sufre la Sudáfrica contemporánea se convierten en una metáfora del padecimiento moderno. Matlwa tenía diez años cuando Nelson Mandela llegó al poder. Ella es miembro de la generación llamada “born free,” que creció en la Sudáfrica post-apartheid y que en los últimos años ha protagonizado protestas estudiantiles contra la desigualdad en un país en el que el 1% posee el 71% de la riqueza. La conclusión de este relato es que el cambio social cristaliza en un momento de la historia, pero necesita de la persistencia cotidiana de generaciones para consolidarse. El legado del apartheid ha cicatrizado en una conciencia personal del peso del fracaso, que es experimentado en la más absoluta soledad. Florescencia es el relato de un fracaso personal insertado en la debacle colectiva en un país mal avenido con la experiencia de la modernidad.

Mientras tanto, la realidad es una herida abierta. Masechaba, la voz protagonista, se convierte en antiheroína de su propia historia. Las mejores razones son pervertidas por el sistema. ¿Habitamos un “mundo maldito” en el que el mal sale triunfante? El dolor es el resultado de unas circunstancias concretas, pero también, en el caso de la narradora Masechaba, es el fruto de una herencia femenina singular. La intimidad femenina aparece como un espacio cerrado de temor y culpa. El libro es el diario de Masechaba, en el que muestra su preocupación por racionalizar la voluntad divina en lo que se refiere a las catástrofes que sufre. Se trata también de una interrogación acerca del origen del sufrimiento femenino. Las citas de los textos sagrados que abren cada capítulo establecen un íntimo diálogo con los profundos malestares de su vida. La queja es lícita porque surge de un sentimiento de maravilla ante la propia enormidad del dolor, y ante la capacidad humana de salir adelante, de renovar los propios itinerarios.

En la primera parte del libro, la salvación por el trabajo se convierte en el amuleto que ahuyente la maldición femenina, ese estigma que nos viene dado por la menstruación. La tragedia particular se alinea con la injusticia de un sistema de sanidad pública deficiente. Masechaba se culpa a sí misma por las dinámicas abusivas de su entorno laboral en la sanidad pública sudafricana. Las condiciones de explotación laboral que sufre resultan profundamente corrosivas para su espíritu.

El trabajo femenino es una vía de liberación, pero es también un foco de ansiedad. La vocación de servicio social se ve mermada por la precariedad del sistema público. La condición que tiene la protagonista de funcionaria médica del sistema de salud le permite atestiguar la desposesión de su pueblo. Se hace necesaria una teología de la vulnerabilidad y el dolor que logre satisfacer a esta narradora excéntrica, una mujer racializada, lo que añade una doble dimensión a su experiencia de sufrimiento. El cristianismo se convierte en la religión del llanto, de las mujeres desheredadas.

La primera parte de los diarios cristaliza el problema de tener una vocación social como médico en el sistema público de salud y verse sobrepasada por un sistema insuficiente que destruye moralmente a la trabajadora. Se trata del problema de la vocación pública en pleno siglo XXI, mientras asistimos a la crisis del estado del bienestar. Estas grietas físicas y sociales del sistema se convierten en el preámbulo de la psicosis para Masechaba. Los efectos de unas condiciones laborales desfavorables inducen los desequilibrios en el sistema nervioso. Hay en ocasiones un valioso lamento por el proceso de corrupción interior que esa maquinaria laboral deshumanizadora ha puesto en marcha, ante la capacidad profundamente destructiva sobre el espíritu de un entorno laboral precario. Precisamente el trabajo, esa oportunidad que debería emanciparnos, es la que nos destroza por dentro. La vocación de servicio público queda, pues, fatalmente desvirtuada en estos tiempos convulsos. Partimos del convencimiento de que el sistema nos exige más de lo que podemos dar, y de que estas exigencias son profundamente deshumanizadoras y destructivas, pues producen una insensibilización fruto de la sobrecarga de trabajo y la rutina. Los desequilibrios del entorno laboral inducen un padecimiento bíblico, pero día tras día, los buenos propósitos de Masebasha se renuevan, para terminar por chocar con la realidad, con el hastío que le produce la saturación de trabajo, con la excitación inevitable de los momentos de libertad, la liberación del yugo. Masechaba es consciente de que somos lo que el mundo ha hecho de nosotros, más allá de toda puritana rendición de cuentas lo que nos conforma es una mezcla del orgullo por nuestros logros y las lamentaciones por la multitud de fragmentos corrompidos de nuestro ser.

Esta breve novela también está inscrita en el género de la literatura del duelo. Masechaba tiene un hermano que se suicidó, pero también debe guardar duelo por sí misma, inicialmente por sus problemas menstruales, más tarde por la terrible agresión que sufre, también por el final de su amistad con Nyasha. La amistad con Nyasha, una trabajadora sanitaria llegada de Zimbabue, había abierto los ojos de Masechaba al problema de las agresiones xenófobas en la Sudáfrica post-apartheid. El legado del apartheid ha resultado en más violencia y sufrimiento, esta vez el racismo de los propios sudafricanos hacia los inmigrantes negros. Este racismo impregna el entorno laboral de Masechaba. Inevitablemente, nuestras historias parten del lugar exacto en que nos encontramos. Nuestras vidas son la materia informe de la que surgen las historias con las que nos explicamos el mundo. Masechaba se verá escindida entre los prejuicios contra los extranjeros de su madre, una mujer religiosa y supersticiosa que trata de preservar a su hija, y la ética del combate contra los blancos de su amiga Nyasha.

A partir de la segunda parte, el libro comienza a centrarse en el relato de las agresiones nacionalistas y xenófobas en Sudáfrica; las condiciones de racismo sistémico del apartheid son ahora reproducidas contra los inmigrantes que provienen de otras naciones africanas como Somalia, Zimbabue o Nigeria. Asistimos, pues, a la mutación de las formas del odio y el rechazo del otro. Estas mutaciones sociales le preocupan profundamente a Masechaba; a todos nos incumben, pues la sociedad es parte del tejido de nuestra existencia. Es en este contexto que se genera una suerte de responsabilidad activa, una necesidad de ejercer una ética que transforme el relato. Se trata también de evaluar los efectos en la psique individual de los desajustes sociales en una era de profundo malestar. En el contexto del nacionalismo heteropatriarcal, tanto el inmigrante como la mujer son seres situados en las periferias del relato histórico.

La enfermedad mental se convierte en el síntoma del profundo malestar de nuestra época. La creciente irrelevancia política de los individuos contrasta con la intensificación de los desajustes sociales. Así se impone un sentimiento traumático de la existencia. El problema de la culpabilidad femenina es que se ejecuta sin piedad sobre una misma. La búsqueda de la restauración de la conciencia en la comunión con los antepasados resulta infructuosa ante la constatación del progreso profano de la historia, cuya violencia se diluye en el desarrollo impune de la xenofobia, de las formas de violencia contra la mujer, contra quienes habitan en los márgenes y parecen cuestionar el relato opresor.

En estos diarios Masechaba implora a Dios que tome partido, a pesar de que ella misma ya es incapaz de sentir la trascendencia de su propia súplica, y de que se verá obligada a progresar en su camino con la viva herida abierta de la ruina que se le ha infligido. Toda la novela representa el esfuerzo por encontrar las palabras para representar la trágica desposesión de su ser, un ejercicio en el poder sanador del lenguaje, la búsqueda de la catarsis que ofrece el poder de la verbalización. A partir de la experiencia de la psicosis partirá un entendimiento de la escritura como sanación, también como reivindicación de una realidad más justa, más subjetiva, mejor sujeta a los postulados morales propios.

La agresión que Masechaba sufrirá resulta en la consecuencia inevitable de la negación de sí misma, una autonegación que se ve reforzada por la filosofía moral de la religión cristiana en la que ella busca la sanación y el consuelo. Toda la narración es un lamento por la ausencia de respuestas, aún a sabiendas de que la abnegación frente al vacío también es parte de su obligación de fe. Asistimos a su perplejidad ante un mundo con leyes morales equívocas, y ante el cálculo cuidadoso de la proporción de fe que será necesaria para superar una vivencia escabrosa.  

La intimidad aparece como un espacio compartido. Estamos hechos de sangre habitada por historias, las historias que conformaron el mundo del que somos parte. El duelo aparece como una característica esencial de nuestro tiempo, especialmente de la vivencia de la mujer contemporánea. La violencia no es sino una invasión de las historias propias.

La historia de la humanidad es un relato poco fiable que casi siempre desemboca en la violencia. El apartheid y el colonialismo se enmarcan en un mismo destino bíblico de opresión y sometimiento. En este contexto, la rebelión femenina tiene algo de abjuración. Esta abjuración proviene de una exacerbación patológica de la propia diferencia, se trata de una patología de la singularidad femenina. Es desde la profundidad de esta patología que la protagonista alza su súplica a Dios por un mejor entendimiento de las circunstancias que la han oprimido. Se trata, también, de una súplica de amor divino. Desde la desolación del sufrimiento, las verdades de la política combativa se tornan un espejismo, una impostada alucinación.

Frente al sinsentido de la pulsión de un amor que acaba retumbando sonoramente en el vacío, esta mujer dañada tratará de buscar las coordenadas para una nueva redención, la brújula que le permita retomar su camino, reorientarse en un itinerario marcado por el amor, la conmiseración de una misma, la esperanza.