Hipermodernidad y existencia

Agota Kristof, Da igual, Alpha Decay, 2021

Da igual (Alpha Decay, 2021) reúne 25 relatos breves de Agota Kristof que constituyen una radiografía de la crisis moral del hombre contemporáneo. Detrás de cada persona en apariencia inocente, de cada situación anodina, podemos encontrar un elemento despiadado. Lo que está en juego en la vida moral de nuestra hipermoderna era de la barbarie es la propia trascendencia de la existencia humana.

Ante una vida que se ha manifestado como atroz, permanecen frágiles refugios, los lugares exactos donde pueden encontrar un hogar los desheredados. Los cuentos se mueven entre la desesperación y esos impermanentes oasis de quietud. El dolor es la memoria reflejándose en las quebraduras del presente. La crónica contemporánea es la de la experiencia íntima del desarraigamiento. La soledad se ofrece como consuelo incierto frente al sinsentido en que ha caído la vida moderna. Estos desheredados somos los hijos impuros de la modernidad, y la noción de un hogar propio nos resulta problemática.

El materialismo ha convertido la historia en pesadilla, su conclusión en proverbial castigo y catástrofe. La impronta del pecado es la de una maldición que abarca generaciones. En cuentos como “El canal,” atestiguamos que el infinito no es sino la repetición continuada de esta maldición por la que el hombre pierde su morada en el universo. El colapso moral se manifiesta en una vivencia apocalíptica. Llegamos a una conciencia de nuestro estatus moral como desperdicios de la historia.

También se aborda en relatos como “La muerte de un obrero” el tema de la deshumanización del trabajo mecanizado, esa muerte diaria que amenaza la pervivencia de todo vestigio del espíritu. O en relatos como “Ya no como” asistimos a la constatación del hastío que provoca la repetición de rituales gastronómicos desde tiempos inmemoriales. Aparece la búsqueda de una espiritualización del yo mediante la superación de estos ritos materiales de la existencia. La pulsión materialista todo lo convierte en desechos.

Otros relatos reflejan la inversión de los valores morales en la edad contemporánea, la confusión entre el bien y el mal y la humillación de los valores considerados como tradicionales. Así sucede en “Los profesores,” donde una alumna asesina a su profesor por compasión, o en “El niño,” donde asistimos a la ruptura en la ley moral que vincula a las generaciones y a la inevitabilidad de la violencia en el mundo del porvenir. En “El escritor” comprobamos que incluso los artistas con frecuencia se encuentran sin otra respuesta que el silencio y el vacío, con la imposibilidad de transformar la modernidad en un relato inteligible. Es también este relato el fruto de la consideración de los límites del lenguaje en la edad contemporánea, en el vacío verbal que sucede a las efusiones del postmodernismo. Nos quedamos con la consideración de los límites del lenguaje frente al vacío de la edad moderna, la exigencia de la brevedad y la concisión, de una expresividad de pocos recursos. Se trata también de una reflexión sobre los problemas que plantea la creación en un mundo en proceso de ser destruido. La única aspiración posible es a la espiritualización del yo, pero ese sufrimiento no va a traducirse necesariamente en un hallazgo creativo.

Es asimismo de importancia la reflexión sobre la significación de la pérdida de la idea de un hogar propio. En “La casa,” un hombre vive obsesionado con la pérdida del hogar de su infancia. Un hogar es sólo un espacio en un tiempo determinado, por lo tanto un refugio fragmentario y condenado a desaparecer. En nosotros pervive la lealtad por los espacios que nos constituyeron en su humildad y belleza, pero ante la fugacidad de la memoria surge la imposibilidad de preservar los recuerdos, su decadencia ante el avance del tiempo. Sufrimos la nostalgia por ese mismo pasado que eludimos en nuestra ansia por avanzar. El porvenir aparece como un campo yermo, en un momento en que se impone la sencillez más radical como forma de supervivencia. Estamos hablando de la pérdida de los orígenes frente al horizonte estéril del progreso. Parece que la quietud sea la condición principal de toda espiritualidad, sobre todo cuando la realidad se convierte en un vórtice vertiginoso. Vuelve a nosotros esa necesidad de afianzarnos en la quietud, en el apego a lo que a cada quien le es propio, sus orígenes, la vocación de pervivencia espiritual, el silencio… Está en juego el desarrollo de una habilidad para sobreponernos espiritualmente a un presente catastrófico, la pervivencia de lo que nos hace humanos en un mundo en descomposición.  

Uno de los rasgos de la hipermodernidad es la multiplicidad de sus sistemas culturales, que acaban por contraponerse entre sí generando espacios de descontextualizada barbarie. En el relato “Mi hermana Line, mi hermano Lanoé,” asistimos a una escena en la que se produce la venta de una niña en matrimonio al llegar la pubertad. El drama íntimo de prácticas culturales presentadas en una estudiada descontextualización resalta su anacrónico barbarismo. La era hipermoderna es anacronía. Así somos confrontados con una multiplicidad de sistemas morales que chocan entre sí y que ofrecen una imagen delirante de nuestra problemática modernidad. Sin embargo, y a pesar de que el amor pueda subyacer a las prácticas sociales más aberrantes, nos queda la constatación de que toda práctica social establecida induce al barbarismo, del universo social como aberración.

El relato que da su nombre a la colección, “Da igual,” nos revela una profunda indiferencia  frente al sinsentido de la existencia, la sensación de haber llegado a la conclusión de la historia, al último capítulo del devenir, en el que los significados colapsan, la materialidad social se vuelve líquida, las fronteras de los sistemas culturales se difuminan resultando en el absurdo. Frente a esta inestabilidad de la realidad, todo intento de comunicación es una quimera. La desconfianza hacia los vínculos emocionales se convierte en un requisito de cualquier ejercicio de radicalidad espiritual.

“El campo” es un relato sobrecogedor sobre la nueva condición de inhabitabilidad del mundo, cuando nuestros entornos habituales son degradados por los estragos del progreso en sucesivas devoluciones ambientales. Estas nuevas condiciones de inhabitabilidad del mundo conducen en muchas ocasiones, al absurdo. Asistimos al hundimiento de los escenarios que habitamos. Con cada esfuerzo por sobreponernos al fin solo conseguimos hundirnos más resueltamente en la ciénaga, por lo que todo acto de protesta resulta inútil, y el esfuerzo por tomar el control de nuestras vidas una temeridad.

En un relato de una original belleza, “Las calles,” el protagonista recurre a la contemplación de las calles de su pueblo y al ensimismamiento frente al desvarío de la historia, cuando no queda ya lugar para el romanticismo ni la adoración de la belleza. Frente a un entorno fragmentario y roto, permanece el consuelo en la infinitud de la imagen estética, aunque su trascendencia sea subjetiva, íntimamente incomunicable. Se trata de encontrar la belleza que se oculta tras lo ordinario, la magia que resulta invisible a ojos más prosaicos. El espacio del individuo sensible en la hipermoderna era de la barbarie se da en un entorno precario. El refugio se busca en lo íntimo, en ese lugar incomunicable. Se busca también la renuncia del mundo, de sus distracciones, en especial de las otras personas. La incomunicación no es una causa, sino una condición del aislamiento. El amor que no se puede sentir hacia otro ser humano se traslada hacia un objeto depositario de la pureza. El amante se transforma en voyeur para descubrir el elemento de lo sublime que se oculta tras las manifestaciones más prosaicas de nuestra realidad: “Se volvió un voyeur. Un voyeur de casas.”

La conciencia de la propia fragilidad existencial es evidente en “La gran rueda,” donde la autora busca cifrar el conocimiento del lugar exacto del ser humano en el monstruoso engranaje de la realidad. En “El ladrón” asistimos al sentimiento de incomprensión ante la vida que nos daña, la vida que además perdemos a cada segundo. Lo único que nos queda es la conciencia de que progresamos en el daño. En “La madre” se reafirma la ruptura de los vínculos emocionales, de toda solidaridad entre las personas. “La invitación” incide en la violencia soterrada de los ritos sociales. El egoísmo aparece como la emoción definitoria de nuestra organización social. El ser humano es apenas consciente de su pertenencia a un oscuro eje de tradiciones que son el epítome de la barbarie.

“La venganza” es un relato sobrecogedor que trata de realizar una apreciación del poder oscuro e incomprensible del que pendemos, al que corresponde salvarnos o condenarnos. Subyace la ansiedad por la propia sublimación en la no-existencia, el sentimiento de parálisis que produce la crueldad palpable en que se desenvuelve el mundo. Vivimos con la indiferencia a un destino atroz, inherente a la fatalidad del ser humano. Se hace necesario el cuestionamiento de la inocencia, un estado que ya no tiene lugar tras la caída del mundo en las sombras.

La escritura del conjunto de estos relatos incorpora la urgencia del testimonio, la necesidad de poner por escrito una experiencia muy particular del mundo surgida de una crisis existencial que es también una crisis de representación artística y estética. Habitar el mundo se convierte en una experiencia terrorífica y también en un acto de sublimación. La crisis del arte se presenta como metáfora del desatino, de un destino fatal. La conclusión inevitable pasa por la aceptación del nihilismo como un trastorno derivado de la desigualdad, fruto de la alienación. En estos cuentos despiadados de Agota Kristof resuenan la urgencia, la náusea nihilista, el terror y la más pura belleza que puede concebir un alma hecha pedazos.