
La historia de Un amor, la última novela de Sara Mesa, se desenvuelve en la forma de un retrato psicológico que tiene como escenario un paisaje muy particular, el pequeño pueblo de La Escapa, una comunidad rural moralmente claustrofóbica a la que Nat ha ido con el propósito de refugiarse de sí misma. Es probable que en su decisión de irse a vivir a una comunidad rural aislada, Nata se haya visto inicialmente afectada por una impresión bastante poco realista de lo que puede suponer un retiro rural en condiciones de precariedad para una mujer urbana, intelectualmente activa, en un momento en el que le interesa ahondar en su creatividad y en el autoanálisis, poco dada a encajar en los estrictos códigos sociales y los rituales de una comunidad cerrada y opresiva.
Una pequeña comunidad rural puede convertirse en un espacio de absoluta visibilidad para un recién llegado, sobre todo si se trata de una mujer que vive sola. Nat ha llegado a La Escapa huyendo de una transgresión poco explicada (especialmente, que ella apenas se ha explicado a sí misma) que cometió en un entorno laboral asépticamente comercial. Quizás sabiéndose víctima de algún tipo de enajenación surgida de un escenario de precariedad e insatisfacción laboral, Nat, cuyos medios económicos son escasos, alquila una casa en pésimas condiciones en una comunidad rural marcadamente aislada, buscando dar un giro a su carrera y rehacerse como traductora de obras literarias.
El proceso de encontrar su propia voz como traductora se vuelve arduo y penoso. Nat descubre que sus propias dificultades expresivas condicionan las dinámicas de abuso en que se desenvuelven sus relaciones con la gente del pueblo, especialmente con los hombres. En ocasiones parece que solamente su perro Sieso es capaz de comprenderla intuitivamente, y de verse afectado por ella. Su relación con este perro (y lo que sucede finalmente con su mascota) constituirá un reflejo de su necesidad de ahondar en su propio ser para regenerarse, curarse, cicatrizar… y al mismo tiempo este camino viene marcado por su caída irrefrenable en el ámbito de sus más oscuros instintos.
Al tiempo en que se convierte en centro visible de la comunidad y termina por encarnar la imagen de extranjera ignominiosa, Nat permanece ciega ante todo lo que no sea su instinto, y su adhesión a esta fuerza oscura del deseo, más allá de toda lógica racional, es la marca de su orgullo moral. Ocurre frecuentemente que el sujeto sometido al ostracismo más despiadado encuentra la fuente de su orgullo precisamente en aquellos rasgos por lo que es condenado, contemplados desde una óptica más alzada. Un antecedente de Nat, en el ámbito de la literatura clásica anglosajona, sería Hester Prynne.
Como el siniestro monte, llamado El Glauco, que se eleva junto al pueblo al que ha decidido retirarse para traducir literatura, su aletargada conciencia está sumida en la oscuridad. La autora que está traduciendo escribió en una lengua que no era su lengua materna, y en esto radica buena parte de la dificultad que entraña el proceso de su traducción. De manera parecida, cuando llega a La Escapa, Nat no es capaz de objetivar verbalmente su ego. No puede apenas explicarse a sí misma la fútil transgresión que supuso su caída en desgracia en la ciudad, y necesita, por lo tanto, explicarse a sí misma, conquistar el ser. No ayudará a congraciarla con sus nuevos vecinos su énfasis en perseverar en su identidad descuidada. Nat vive su propia indefinición como un valor irrenunciable, pero para los demás es una oportunidad de proyectar sobre ella sus automatizadas ideaciones de la indignidad femenina.
Nat llega a La Escapa con el propósito de que su vida tome un nuevo rumbo, y sin embargo no se siente capacitada para realizar, en este momento en que parecería tan necesario, ningún tipo de planificación personal. En el estado mental en el que se encuentra, el pensamiento racional, los planes interesados le resultan moralmente sospechosos. El mundo real que la rodea se vuelve sombra, y ella no puede resistirse a la pulsión descendente que la embarga. Es allí abajo, en el fondo oscuro de la conciencia, donde debe dejarse caer para recuperar el conocimiento de sí misma. Resulta tremendamente inconveniente que en este momento en que Nat se desenvuelve “olvidada de sí,” precisamente esté siendo objeto de malicioso escrutinio por la comunidad de vecinos de este pueblo remoto en el que ha recalado huyendo de su anterior yo para fundar su nuevo ser.
El monte Glauco está relacionado con un tipo de mirada vacía, moralmente enferma; es la mirada que hiere y la mirada que confiere un mal, como el “mal de ojo” del folklore, y es así que El Glauco simboliza, por un lado, el descenso interior de Nat, su necesidad de abismarse, pero por otro, también, la mirada inerte y condenatoria de sus convecinos. Es en la escena final de la novela, cuando Nat sube por última vez a El Glauco, que se produce la revelación por la que adquiere el autoconocimiento. A partir de ahora ya no se tratará de forzarse a traducir a los demás a su propia lengua, sino de leerse a sí misma. De mirar dentro de sí y comprenderse sin esperar nada más.
Píter, de algún modo, es el pretendiente legítimo, pero su misma claridad y materialidad, la manera en que trata de imponer su idea de una masculinidad, la suya propia, protectora, sabia, dominante y socialmente integradora, le convierte en un símbolo de castración física y moral. La idea de masculinidad que representa Píter queda puesta en entredicho. Socialmente adecuado, lo que le hace inservible a ojos de Nat es su inferioridad moral, la manera en que sus palabras deforman el propio sustrato de realidad que les rodea, arruinando la capacidad de Nat de fantasear tanto sobre lo irreal como sobre lo posible.
El vínculo emocional que Nat finalmente establece, ese amor al que alude el título, es una relación con alguien también de orígenes parcialmente foráneos, como ella, en un contexto en que Nat intuye la otredad, la diferencia, como pócima salvífica, pero, sin embargo, este también resultará un falso refugio debido a ese empeño de Nat en traducir a las personas, de interpretarlas de modo que pueda gratificar sus propias fantasías. Precisamente, el primer golpe que sacude esta relación tiene el objeto de hacer despertar a Nat de su ensimismamiento.
El contraste entre diversas ideas de masculinidad dominante y agresiva no es el único tema feminista reflejado en ‘Un amor,’ una novela que se ve concernida por el problema del cuarto propio: la dificultad que sigue suponiendo para la mujer, en un contexto de precariedad laboral especialmente, gestionar el espacio privado. Hacia el principio de la novela Nat todavía tiene esperanzas de convertir este nuevo espacio en un hogar nutricio. Pero la vieja casa, que va mostrando sus trampas a cada instante, no le pertenece. Su relación con el casero evoluciona desde la falsa socarronería machista inicial al abuso impúdico y, finalmente, la agresión sexual no consumada. Si la casa fuese suya, Nat piensa, podría plantar adelfas “a modo de valla natural para resguardarse de miradas incómodas.” Esas miradas, a lo largo de la novela, provocarán su victimización, de la misma manera que El Glauco cierne un ojo inerte sobre todos.